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Siguiendo el ruidoso curso de un arroyo, el pequeño tren serpenteaba lentamente colina arriba. El olor de los árboles y el canto de los pájaros entraban por las ventanas abiertas. En el hotel, habían logrado tomar solamente café; el desayuno había consistido en unos plátanos que compraron desde la ventanilla del vagón antes de que el tren saliera de Puerto Farol. Un niño enfermizo, en vez de los tres hombres que el doctor Slade había solicitado, les ayudó a llevar el equipaje a la estación. Habían llegado a tiempo sólo porque dividieron la carga entre ellos; la señora Slade llevó una canasta y su neceser.

Su dolor de cabeza había desaparecido con el café, y volvió durante la carrera hacia la estación. Ahora, mientras el tren se sacudía violentamente de un lado a otro, una vibración inesperada la hizo saltar. Sacó unos anteojos oscuros de su bolso y se los puso. Poco después, volvió a meter la mano en el bolso y buscó a tientas hasta que halló el tubo de Optalidón y, disimuladamente, lo sacó. Mientras el doctor Slade se distraía mirando el paisaje, ella se metió una pastilla en la boca; pero él debió de notar, de reojo, el movimiento de su mano. Se volvió para mirarla.

—¿Dormiste bien?

—¿Y tú? —replicó ella. La noche estaba demasiado cerca; no quería discutirla—. Tu cama era horrible.

—Dormí bien —dijo él, sin dejar de mirarla—. Pude haber dormido un poco más, es cierto.

Ella quería cambiar de tema, pero no se le ocurría qué decir. Era como si su mente trabajara por sí sola dentro de su cabeza, en busca de la respuesta a una pregunta que aún no había sido formulada.

Una media hora después se encontraban en la cima de la primera cordillera, y miraban desde lo alto la planicie verde y brumosa de la costa. El viento que entraba por las ventanas se enfrió de repente. El doctor Slade se puso la chaqueta.

—¿No tienes frío? —preguntó.

—No.

Hubiera querido relajarse y decirle a Taylor qué extraño le había parecido el aspecto de la señora Rainmantle, lo que había sentido en aquel momento, al cerrar la puerta. Habría sido un alivio describir cómo, desde entonces, había seguido pensando en eso. Pero si hubiera comenzado a discutirlo, habría visto otra vez el amarillo y tenue círculo de luz correr por la pared descolorida, y el inverosímil ángulo que formaban el enorme cuerpo y la cabeza de la señora Rainmantle, con la sábana ceñida al cuello. Si hubiera llegado hasta ese punto, sabía que habría visto los ojos abiertos mirando absurda y fijamente a través del velo. Se cubrió la cara con las manos para evitar que la imagen se formara. Cuando advirtió que el doctor Slade la estaba mirando, fingió tener una basurita en el ojo. Si él hubiera sospechado que algo la preocupaba, habría terminado por enterarse de todo; él decía que las emociones negativas dejaban de existir una vez eran expuestas a la brillante luz de la razón. La forzaría a expresar sus sentimientos en palabras, y, en este caso, no eran palabras lo que ella quería, las palabras lo harían todo más real.

Hubo una parada de cuarenta minutos en un lugar llamado Tolosa, un pueblo destartalado y polvoriento, con una corta calle principal que corría paralela a la vía férrea. En compañía de otros pasajeros, caminaron hacia un miserable restaurante frente a la estación. Era evidente que los dos ancianos chinos que atendían el lugar no tenían ningún interés en la cocina.

—¿No hay nada de comida china? —dijo con una vaga esperanza el doctor Slade al que estaba de pie frente a ellos. El hombre dijo algo en un español ininteligible y les trajo lo mismo que habían comido el día antes en Puerto Farol; frijoles colorados, arroz, plátanos y huevos fritos.

—Esto hubiera escandalizado a Ruth —murmuró el doctor Slade—. Los chinos eran los únicos buenos cocineros en el mundo. Pero esto es increíble. Estos dos no comen de esta comida; tienen la suya en la cocina.

Ruth había sido la primera esposa del doctor Slade. Por mutuo y tácito acuerdo, nunca hablaban de ella. Según él, tal entendido entre ellos era producto del atavismo; había nacido por sí solo. La mención de la primera señora Slade era tan insólita que hizo que Day alzara la vista de su plato. Entonces, comprendió que él había esperado exactamente esa reacción; la había provocado a propósito para llamarle la atención y sonreírle alentadoramente. “Hace lo que puede”, pensó ella, molesta por haber dejado que su nerviosismo se notara. Como si no hubiera habido maniobra alguna de parte de su marido, sonrió suavemente.

—Por lo menos el arroz no está tan pegado —dijo, bajando la mirada otra vez a su plato—. En realidad no me molesta esta clase de mala comida. Aquí hay tan poca diferencia entre la mala y la buena, que importa poco.

Dejó de hablar y miró un momento por la ventana, la brillante luz del sol. El tren estaba allí, frente a ella, extendido a derecha e izquierda de la estación. Todo el mundo sacaba la cabeza por las ventanas de los vagones para comprar refrescos y comida. Más allá, a lo lejos, se veía el paisaje de áridas montañas, y, en las cercanías, llanuras asoladas. La sirena de una fábrica sonó tristemente. Ella siguió comiendo; el doctor Slade no dijo nada.

De vuelta en su compartimento, sin embargo, se sintieron mejor. Era un consuelo estar en el tren en vez de mirarlo desde fuera, temerosos de que partiera sin ellos. Se relajaron y durmieron un poco.

Cuando la señora Slade se despertó, ya no le dolía la cabeza; se quedó recostada en su asiento. Poco después de la caída del sol, cuando estaban a una hora escasa de la capital, entró el revisor, y ella se incorporó. El hombre salió de nuevo al corredor y cerró la puerta. Los dos seguían sin hablar, y sus cabezas oscilaban con los movimientos del tren mientras miraban el paisaje rojizo y el inminente anochecer a lo lejos. Poco después de que los ritmos del tren se apoderaran de la conciencia de la señora Slade, aunque sus ojos estaban aún abiertos, él dijo inesperadamente:

—Me pregunto si se habrá comunicado con su hijo.

Ella oyó su propia voz que decía con incertidumbre:

—No…

—¿Tú crees que no?

Ella sacudió la cabeza con impaciencia.

—No sé nada más que tú al respecto. Estaba pensando en otra cosa.

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