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El viaje a lo largo de la costa, desde La Resaca hasta Puerto Farol, duró solamente día y medio, pero la señora Slade, que no estaba segura de qué cosas se encontraban en cuál maleta, creyó necesario desempacarlo todo. El doctor Slade, sabiendo que no le sería posible evitar la operación, se retiró a la biblioteca para no tener que presenciarla. Después, por la tarde, fue en busca de su mujer, y la encontró postrada en una colchoneta cerca de la piscina, su piel brillante con aceite bronceador. Orgullosamente, se dio cuenta del interés de los otros bañistas, y se arrodilló junto a ella.

—¿Que tal la segunda etapa? —le preguntó.

—¿Qué? —Ella entreabrió los ojos y alzó la mirada.

—La segunda etapa de la Expedición de Aniversario de los Slade.

—Oh. —Estiró el cuerpo placenteramente, y esperó un momento antes de decir—: Quería contarte. Vamos a tomar unas copas con la señora Rainmantle, a las seis. En el bar.

El doctor Slade estaba confundido. “¿Por qué?”, preguntó, pero su esposa se limitó a mirarlo.

—No tienes que venir —le dijo.

Él se puso de pie.

—¿Ah, no? —respondió.

Anduvo lentamente hacia la popa del barco y se detuvo a mirar, por encima de la barandilla, la espumosa estela. En el horizonte, a lo lejos, los cúmulos descansaban en línea, como pilares torcidos. De pronto se sintió muy solo. Se quedó mirando largamente las oblicuas torres de nubes lejanas. Antes de comenzar el viaje, durante su examen médico, se había forzado a sí mismo a tocar el tema. “Podría ser mi hija. O mi nieta, incluso.” El otro médico se había reído. “No te hará daño tenerlo presente”, le dijo.

Al fin, empezó a andar de nuevo. Tomó la primera escalera que encontró y subió a cubierta, donde paseó ocho veces de una lado para otro.

La señora Rainmantle ya estaba en el bar cuando ellos llegaron, sentada en un alto taburete; vestía el mismo traje holgado de seda gris. Su pelo estaba tieso y enmarañado. “Fatal”, pensó el doctor Slade; hubiera querido sacar el pañuelo para limpiarle la grasa y el sudor de la frente. Era algo que requería atención, como la nariz de un niño que necesita que le suenen.

Cuando sus planter’s punchs fueron servidos sin contratiempo en una mesa de esquina, él frotó una gota de agua que le había caído en la solapa, y le dijo a la señora Rainmantle:

—¿Fueron serviciales en el banco? —Y notó la furiosa mirada que su mujer le lanzó.

—¡Oh, no! El viaje fue absolutamente inútil —respondió ella vivamente.

—¿O sea que estaba cerrado? —dijo el doctor Slade, entrecerrando los ojos al mirarla. Se daba cuenta de la serie de movimientos diminutos y agitados que su mujer hacía para llamarle la atención, pero no quiso mirarla.

Sonriendo vagamente, la señora Rainmantle dio un enorme trago de su vaso.

—Estaba abierto, sí. Pero no quisieron ayudarme.

—¿Qué? —exclamó él—. Tal vez si usted hubiera hablado con su cónsul, él podría haber hecho algo, ¿no? (Aunque, ¿lo haría?, pensó. Quizá no, si la mira de cerca.)

—Lo he visto —aclaró ella—. Fue muy amable. Pero no pudo asumir la responsabilidad. Yo no tenía mi tarjeta de identidad conmigo. Llevé mi pasaporte y unas cartas... —su voz se apagó al recordar los detalles de la escena de su fracaso.

La señora Slade se rió, y el doctor se sintió aliviado. “Buena chica”, pensó, atreviéndose a esperar que su enojo se hubiera mitigado. Pero, todavía riéndose, ella le lanzó una mirada, y él reconoció su error.

Bebieron otra ronda. Durante la conversación la señora Rainmantle llevó al mesero aparte, y, antes de que los Slade se dieran cuenta de lo que sucedía, ya había firmado la nota de consumo.

—Invito yo, por supuesto —dijo con pompa, y logró hacer que ambos callaran.

Se levantó.

—Voy a tomar uno de esos maravillosos baños calientes de sal. Hasta pronto.

—Ah —dijo el doctor Slade. Cuando ella se hubo retirado, se sentó—. Eso no costó diez dólares.

Después de cenar, los Slade pasearon por la cubierta; soplaba un viento tibio y la luna brillaba.

—¿Cómo puedes decir que fui grosero? —dijo el doctor—. ¿Hay alguna razón para que yo me moleste en tratar a esa mujer con guantes de seda?

Ella tenía las manos en la barandilla y miraba el trémulo resplandor sobre el agua iluminada por la luna.

—¡Sí, sí! —dijo en voz baja, pero apasionadamente—. ¡La hay! Yo siempre trato de ser amable con tus amigos.

—¿Amigos! Sí. Pero ella, ¿es tu amiga?

—Tú lo has visto. Yo estaba siendo amigable con ella.

Él no dijo nada por un momento, mientras pensaba: “Estoy exagerando.”

—¿Cómo comenzamos con todo esto? —dijo. Luego se rió, la tomó de la mano, y la apartó de la barandilla. Empezaron a andar.

—No volverá a suceder —dijo. Antes de soltarle la mano se la apretó mientras le hablaba. Más tarde, cuando bailaban, permaneció alerta, buscando con la mirada a la señora Rainmantle, para estar seguro de poder evitarla, pero ella no estaba entre la concurrencia del “Bahía Bar”.

Una llovizna finísima caía cuando el barco entró en Puerto Farol. Hacía borrosa la silueta de las montañas que se elevaban hasta desaparecer en el inmenso cielo plomizo. Aun antes de que echaran el ancla, el doctor Slade oyó el canto de las innumerables ranas en la costa. Una excursión había sido organizada para los pasajeros que estuviesen interesados en visitar las estelas de San Ignacio.

—¿Habrá algo tan físicamente deprimente como ver a un montón de gente junta en el mismo lugar? —dijo la señora Slade—. Gracias a Dios saldremos de esta arca. —Estaban de pie cerca de la baranda mirando hacia la orilla; con un leve movimiento de la cabeza, señaló a los pasajeros que estaban detrás de ellos.

—¿Hay tiburones en el agua, papi? —Una niñita con cola de macho que estaba junto al doctor Slade apuntó hacia abajo con el dedo—. Papi, ¿hay tiburones?

Nadie le hacía caso, así que el doctor Slade le dijo seriamente: “Linda, claro que los hay.”

—No le creas, cariño —dijo la señora Slade—. Bromea.

El doctor Slade se rió.

—Tírate al agua y verás —dijo.

La niña los miró, primero a uno y luego a la otra, y se alejó de la barandilla.

—¿Por qué eres así? —preguntó la señora Slade—. ¿Por qué asustar a la pobre criatura?

El doctor Slade se impacientó. “Quería información, y se la di”, dijo terminantemente. Con sus lentes de larga vista examinaba la selva de cocos a lo largo de la costa frente a ellos. Acababa de ver a la señora Rainmantle, que se acercaba por la cubierta; no quería desembarcar en la misma lancha que ella. De reojo, mientras fingía mirar por los lentes, la vio escabullirse por entre la gente hacia la barandilla de popa, y se sintió aliviado.

Por encima del mundo

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