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Más dormidos que despiertos, los Slade se sentaron a desayunar. El barco había atracado; oyeron sus lastimeros silbidos en la oscuridad, cuando entraba en el puerto por la noche. Ahora sólo hacía falta subir abordo con el equipaje. La noche anterior, cuando regresaban de su caminata por el pueblo desamparado, antes de acostarse, el patrón del hotel les había dicho que estuvieran tranquilos; el sereno los despertaría a las cinco y media, y el desayuno sería servido a las seis en el comedor. Eran ahora las siete menos veinte. Arrodillada en el centro del cuarto una mujer de color fregaba el piso de madera, que ya estaba limpio. No se veía a nadie más, aunque un murmullo llegaba desde la región de la cocina. Supusieron que alguien preparaba el café que finalmente los convencería de que estaban vivos. Los platos de la noche anterior no habían sido recogidos de la mesa; en cada uno de los puestos había un flan comido a medias.

—Si lo perdemos, me mato —declaró ella.

—Oh, por Dios... —dijo su marido. Y luego, como para corregirse a sí mismo, añadió—: No lo perderemos.

Por la ventana se veía caer una finísima llovizna que goteaba de hoja en hoja en los bananos. El reloj de pared andaba con un tictac rápido y fuerte. “Una bomba de tiempo”, pensó el doctor Slade, mientras recorría con la mirada el verdor húmedo de los jardines del hotel.

—Trata de no ponerte nerviosa —dijo bostezando—. Tenemos tiempo de sobra.

Había una diferencia entre un bostezo ordinario, y éste, tenso y tembloroso, que subió convulsivamente desde el fondo de su estómago. Contó hasta diez y se puso en pie de un salto.

—¿Dónde demonios está ese café? —exclamó con una furia inesperada, y se volvió, buscando la puerta que daba a la cocina. Una mujer gorda y sonrosada entraba en ese momento al comedor; al acercársele, el doctor Slade se dio cuenta de sus brillantes mejillas, y se preguntó fugazmente si no sería la mujer del patrón.

—Buenos días —murmuró. Pero ella lo saludó en inglés con una amplia sonrisa. Caminó en dirección a los ruidos que venían de la cocina, y la encontró: una caverna oscura, donde un negro abanicaba el fuego humeante de la estufa.

—¡Café! ¡Café! —reclamó el doctor Slade.

El hombre señaló hacia el jardín, y el doctor salió por la puerta y anduvo por la arena gruesa y pesada. Arbustos de flor de pascua crecían bajo los jóvenes papayos; las flores parecían de papel de seda rojo, mojado. Al regresar al comedor por la puerta lateral, renegando, el doctor Slade vio el humo que salía de dos tazas de café sobre la mesa. La señora Slade había desaparecido.

La idea de tomar el café mientras aún estaba caliente, incluso con el acostumbrado suplemento de leche condensada, era demasiado atractiva para pasarla por alto. Se sentó a la mesa. “Espero que haya sido un viaje provechoso”, le diría a su mujer cuando volviera. O, “La digestión también es importante, ¿sabes?”. Un perro ladraba con furia en la calle, justo bajo la ventana, y se oían voces que gritaban acaloradamente. “Cuando uno tiene realmente prisa, hacer que cada segundo cuente es un arte. Debes simplemente saber encajar cada cosa que tengas que hacer en el instante apropiado.” Una muchacha apareció con un plato de pan.

—¿Hay mantequilla? —le preguntó el doctor Slade.

Ella se quedó mirándolo, se encogió de hombros y dijo que iría a ver. Él alzó la voz y le pidió otra taza de café, y, de soslayo, miró el reloj: doce minutos para las siete.

Desde el zaguán, a sus espaldas, un sonido de tacones se acercó rápidamente. No tuvo tiempo de soltar la taza para volverse; la señora Slade ya estaba a la mesa. Se sentó, y había en su rostro una expresión preocupada y divertida.

—Qué gracioso —dijo, más para sí misma que para él, y luego bebió un sorbo de su café, mientras él esperaba alguna explicación.

La muchacha volvió sin la mantequilla, pero con dos platos de huevos con jamón.

—¿Qué? —dijo el doctor Slade antes de comenzar a comer.

La señora, al parecer, no le había oído y, se abalanzó con gusto sobre su comida.

Por encima del mundo

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