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Después de medianoche la capital estaba desierta: las avenidas rectilíneas, escasamente iluminadas, se extendían indefinidamente hacia un planicie pedregosa. Durante una o dos horas, el frío viento nocturno sopló sobre el altiplano, y luego todo estuvo quieto. Hubo largos trechos durante la noche en que el silencio fue como una fina aguja en los oídos de la señora Slade. Pero, de vez en cuando, una locomotora silbaba a lo lejos en el campo, mientras el tren forcejeaba barranca arriba desde algún valle. O algún pájaro enjaulado en algún patio cercano daba unas notas claras. Un grillo cantó, un avión cruzó el cielo más allá de la cumbre invisible de los montes, y abajo, en la calle, un sereno hizo sonar su débil silbato; en el centro de la ciudad, el reloj de la catedral dio la hora. Con sus silencios entre un ruido y otro, pasó la noche.

Ella había pedido un cuarto separado en la recepción.

—Lo que realmente necesito es dormir —le dijo al doctor Slade—. Anoche no dormí.

Sabiendo que ya había dicho esto, estaba a punto de explicar con más detalles. Pero él habló antes:

—Claro. Naturalmente.

Cuando los botones los llevaron a la habitación de la señora Slade, ella fue hasta la ventana, la abrió y miró hacia abajo, la copa de los árboles en la oscura calle. Se puso a escuchar.

—Hay un silencio sublime —dijo.

Se acostó en la cama, sintiéndose a gusto con el aire seco y frío que entraba por la ventana. Todavía no tenía sueño; supuso que se debía a la altura. Era una delicia estar allí tendida simplemente, sin moverse, y sentirse bien. El cuarto silencioso y la cama suave la relajaban; y además era un lujo sentirse segura y estar sola. Se durmió poco antes del amanecer.

El doctor Slade se despertó y telefoneó al piso de abajo para pedir el desayuno. En el baño, se echó agua fría en la cara, alcanzó una toalla, y después de secarse vigorosamente, salió al balconcito de su ventana. La ciudad brillaba bajo la fuerte luz del sol, y las cumbres de los montes parecían absurdamente cercanas. Sus ojos bajaron por las laderas hacia las regiones cubiertas de árboles, las cumbres menores, el vasto y detallado paisaje de colinas y valles aún más abajo.

En la bandeja del desayuno había un periódico con una nota adhesiva: BUENOS DÍAS. LA DIRECCIÓN. El café era bueno, y había una jarra grande. El doctor Slade echó una mirada a los titulares y se sirvió otra taza. Luego se levantó, se afeitó, y bajó a buscar una peluquería. No la había en el hotel; el recepcionista le sugirió que tomara un taxi y fuera al centro de la ciudad.

Decidió ir a pie. Casi todo el camino era pendiente abajo. La sucia y rústica capital se salvaba de la fealdad sólo por sus árboles y sus parques. Cuando se sentó en la silla giratoria y fue cubierto con un lienzo, el barbero le dio un periódico que reconoció inmediatamente; era el mismo que le habían enviado con el desayuno. Pasó la mirada sobre la primera página de El Globo, que ya le era familiar; un artículo en la parte inferior le llamó la atención. La fecha incluía las palabras Puerto Farol. Siguió leyendo y su boca se abrió. Era el reportaje de un incendio que, la mañana anterior, poco después del amanecer, había destruido parte del “Gran Hotel de la Independencia”. El incendio había causado la muerte de uno de los huéspedes, la señora Agnes Rainmantle, una turista de nacionalidad canadiense que había llegado en el vapor Cordillera. Se describían los daños que había sufrido el edificio, y eso era todo, salvo que la noticia terminaba con las palabras “a lamentar”, las que, en cierta manera, alejaban el relato del dominio de lo serio o lo posible.

¡Ninguna otra desgracia que lamentar!

“Pobre mujer”, pensó, y su pesadumbre natural fue agravada por un pequeño sentimiento de culpa, pues había sido descortés con ella al final de su última noche.

“Day no debe ver esto”, se dijo a sí mismo. “Tengo que mantenerlo alejado de ella.”

Por encima del mundo

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