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El muelle estaba al final de la calle; desde allí se veía el barco, enorme e inmóvil en el centro de la bahía circular. Una lancha de motor con toldo verde iba y venía sobre el agua que resplandecía entre el muelle y la nave mientras ellos esperaban de pie para entrar en el cobertizo de la aduana.

—Hará buen día después de todo —anunció satisfecho el doctor Slade—. La niebla era sólo decoración.

Puso el maletín en el suelo de manera que descansara contra su pierna.

—No me extrañaría que levaran ancla y se fueran mientras seguimos esperando —dijo la señora Slade tétricamente.

El doctor Slade se rió. Si tal cosa hubiera ocurrido, él se habría visto aún más contrariado que ella, pero según su experiencia el mundo era un sitio racional.

—Ojalá sepan hacer daiquiris —dijo.

Tal vez esta observación tranquilizaría por el momento a su mujer.

La lanchita de motor llegó resoplando hasta el muelle, y de ella desembarcó la corpulenta mujer de mejillas sonrosadas, con un brillo de sudor en su ancha frente. Tenía unos papeles en la mano y los agitaba ante dos hombres uniformados que estaban de pie junto a ella; los hombres señalaron hacia la aduana.

—Mira a doña Loca —dijo el doctor Slade con interés—. ¿No es extraordinaria? Ya estaba en el barco y ha regresado.

—Olvidó su carta de crédito —dijo la señora Slade.

El doctor Slade miró a su mujer.

—¿Cómo lo sabes?

—Ella me lo dijo. Viaja en el barco. No le aceptaron la carta de crédito a bordo, y piensa que si encuentra algún banco podría lograr que le den algo de dinero. Es toda una saga. Le presté diez dólares.

—¿Le has prestado dinero, a ella? —gritó el doctor Slade escandalizado.

Luego, cuando oyó su propia voz, quiso alterar el tono y, con una delicadeza que era evidentemente falsa, continuó: —¿Para qué?

—Lo va a devolver, querido. —La voz de la señora Slade era como la que se usa para calmar a un nene.

Respirando agitadamente, la mujer se acercaba a ellos. El doctor Slade apenas tuvo tiempo para decir: “No se trata de eso.”

—¡No dejen que el barco se vaya sin mí! —les gritó la mujer, agitando juguetonamente su bolsa de cuero negra.

La señora Slade sonrió.

—Oh, creo que tienes tiempo.

—Eso espero —dijo el doctor Slade en voz no muy baja. Por la inflexión, fue como si hubiera dicho: “Espero que no.”

—Díganles que tienen que esperarme —gritó ella por encima del hombro.

—Es ridícula —dijo el doctor Slade.

—Yo la encuentro encantadora —murmuró pensativamente la señora Slade, siguiendo con la vista la figura que se alejaba.

El doctor Slade no respondió. Pasó la mirada sobre la bahía silenciosa y tuvo la idea de que a veces dos personas, cercana la una a la otra, podían estar en realidad muy distantes. Su vista siguió la vaga línea de montañas selváticas que se alzaban alrededor del puerto, y la palabra encantadora cobró para él un matiz inesperado e inquietante, mientras seguía el curso de sus pensamientos.

Por encima del mundo

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