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El doctor Slade cerró la puerta y extendió su ropa sobre el polvoriento escritorio. Cuando se hubo desnudado se paró bajo la luz y ajustó el despertador de su reloj de pulsera. Luego, mirando con aprensión la cama deforme, apagó la luz. Con la linterna buscó el camino a través del caos hasta el pie de la mosquitera y se metió en la cama. Después de varios experimentos, descubrió que si se tendía en diagonal a lo largo de la superficie inclinada, podría estar razonablemente cómodo. Había dejado a propósito el pijama. Era una protesta tácita, una forma de negar la existencia del cuarto. Al amanecer, se vestiría y se marcharía del cuarto con las manos vacías, como si no hubiera pasado nada. Con el ruido de los insectos que lo rodeaban, a veces alcanzaba a oír la voz de las mujeres, sin entender sus palabras.

El aire olía a polvo, ahí dentro; el calor de su aliento volvía a su cara desde el velo de la mosquitera. La señora Rainmantle —pensaba con desagrado— no había hecho más que dar muestra de una inteligencia de animal normal al no querer dormir en este cuarto, con o sin cerrojo. Había abrigado la esperanza de dormir en la misma cama con su mujer, al menos parte de la noche. Las dos noches anteriores habían estado en el barco, donde el tamaño y la posición de los camarotes habían desalentado cualquier idea de hacer el amor. Tuvo la fantasía de que era una imprudencia dejar sola a Day con la señora Rainmantle; no tenía la certeza de que no fuera una psicópata. Quiso escuchar las voces, para adivinar qué clase de conversación mantenían, pero se estaba quedando dormido, y la constante canción de las criaturas nocturnas era todo lo que alcanzaba a oír. Sorprendido de que le resultara tan fácil, advirtió que se deslizaba por una pendiente hacia el sueño.

El primer pensamiento que tuvo cuando oyó el frenético zumbido de su despertador fue que lo había ajustado mal; había estado a punto de dormirse, pero aún no lo había conseguido. Cuando sacó la linterna de debajo de la almohada y la encendió, vio que eran las cinco y veinticinco. Ahora, los sonidos de fuera eran completamente diferentes; el fondo consistía principalmente en graznidos y chirridos aislados. En las cercanías, un ave nocturna produjo una serie de silbidos graves y claros. Luego se oyó otro pájaro, más lejano, que hacía eco a las llamadas del primero. El doctor Slade esperó un instante, y luego, con la linterna aún en la mano, se levantó de la cama e hizo girar la llave de la luz. El cuarto permaneció a oscuras.

Poco después estaba vestido y fuera, en el corredor, llamando a la otra puerta. Oyó la apagada respuesta de Day y dijo suavemente: “Cinco y media.”

—Sí —dijo ella—. Está bien.

No había señas de la aurora en el cielo. El aire estaba tibio e inmóvil. Regresó al cuarto oscuro, y, con la linterna encendida, se lavó la cara en el lavamanos y se peinó. Quería rasurarse inmediatamente antes de salir para la estación.

Apagó la linterna y se sentó al filo de la cama en la oscuridad. Ahora los gallos cantaban a lo lejos, unos perros ladraban y abajo, en el jardín, una cacatúa se puso a gritar —acaso el mismo pájaro que habían oído a la hora del almuerzo el día anterior. Los fugaces dedos de la fresca brisa que precede al alba llegaban hasta él de vez en cuando, mientras pensaba: “Ésta es la hora benigna, cuando aún brillaban las estrellas y por fin hace fresco, y no se ve nada del pueblo.”

Oyó la llave girar, y la puerta del otro cuarto que se abría. Luego, el leve sonido de las zapatillas de la señora Slade a lo largo del corredor, hacía los baños. La más débil sugestión del alba aparecía en el cielo; a cada minuto se haría más fuerte. Después de un largo rato, oyó las zapatillas que regresaban, y la puerta se cerró de nuevo.

La señora Slade había pasada una noche larga y erizada de pesadillas. Tendida sobre las sábanas, sudando bajo la mosquitera, había odiado la habitación, había odiado, incluso, la idea de la señora Rainmantle acostada con toda su gordura en la otra cama. Con la llama ácida del whisky que todavía temblaba en su estómago, se había forzado a sí misma a respirar lentamente, regularmente, pero la posibilidad de ser paralizada por su propia pesadilla nunca estuvo muy lejos. ¿Cuántas veces se había visto obligada a darse vuelta en la cama para dispersar la tormenta de sueños que se estaba formando? Al principio, en los instantes en que estuvo despierta, escuchaba atentamente para discernir, de este lado del chirrido metálico de los insectos, el sonido más cercano y suave de los ronquidos de la señora Rainmantle. En algunas ocasiones, consciente de que la ventana estaba abierta, tuvo la certeza de que había una tercera persona en el cuarto. Fijaba con la mirada un punto en la oscuridad, con los ojos muy abiertos, y, absolutamente inmóvil, trataba de respirar como alguien que duerme. Una vez, sintió que un insecto muy grande, o una lagartija, había caído en mosquitera, directamente sobre su cabeza; se quedó ahí prendido, moviendo suavemente la tela de vez en cuando. Después no hubo más que la ambigua y monstruosa oscuridad que chasqueaba y pulsaba desde su negra garganta de insecto.

No se había atrevido, ni aun con la linterna, a salir de la cama para ir a buscar las pastillas de Seconal; temía pararse en algún escorpión o en un ciempiés, de modo que se quedó allí tendida, suspendida entre la vigilia y el sueño. Cuando llamaron a la puerta, dijo: “Uh” y tomó la linterna como si hubiese sido un arma, abrió el velo bruscamente, se puso de pie, y movió el haz de luz en todas direcciones por el cuarto. En la penumbra, podía distinguir el cuerpo de la señora Rainmantle, que parecía una enorme almohada enredada entre las sábanas en la otra orilla de la cama. Alumbró a lo largo de la pared. Allí, cerca de la puerta, estaba el interruptor; cruzó el cuarto para alcanzarlo y lo hizo girar. La luz del cuarto no se encendió. Aún era de noche —la misma noche: el estómago le ardía, le dolía la cabeza. El doctor Slade llamaba a la puerta. De pronto, ella temió que la señora Rainmantle se despertara. Acercó la cara a la puerta y dijo con calma: “Sí. Está bien.” Él dejó de llamar, y ella lo oyó que volvía a su cuarto.

Poco después, salió deprisa para ir al baño, y maldijo las plantas que le rozaron el rostro en la oscuridad. Un momento antes de llegar al final del corredor, supo que no se daría una ducha. No habría dónde poner la linterna; se mojaría o caería al suelo, y ella quedaría a oscuras con el agua corriéndole encima. Entró en una de las duchas y aseguró la puerta. Hacía calor, estaba oscuro, no había aire. Entre el lavamanos y la ducha, había una mesita, donde dejó la linterna. Las paredes estaban impregnadas con un viejo olor a letrina. Más tarde, cuando el sol se hubiese levantado, se sentiría bien, lo sabía; pero ahora tenía náuseas. “Si pudiera devolver”, pensó. Pero era como querer vomitar la noche misma; la noche aún estaba ahí, y, en sus entrañas, la corrosiva acidez.

Cuando salió el aire pareció más fresco, y casi podía ver el camino por entre los helechos y las plantas sin la linterna. La encendía y la apagaba al caminar; cuando llegó frente al cuarto la encendió, entró y cerró la puerta. Para reducir al mínimo las probabilidades de despertar a la señora Rainmantle (pues no quería hablar con ella en ese momento), se vistió rápida y silenciosamente. Luego cerró sus dos maletas y alcanzó el bolso, pensando en que parecería poco amistoso de su parte partir así, sin decir adiós. “No. Tenemos que marcharnos”, se dijo a sí misma; quería salir del cuarto de una vez por todas. Lo más seguro, para lograrlo, sería guardar ella misma las cosas de Taylor, sacar todo el equipaje y dejarlo junto a la puerta. Así, habría silencio en el cuarto. Taylor no tendría que volver a entrar, y la señora Rainmantle seguiría durmiendo.

Él no había sacado casi nada de sus maletas; la señora Slade estuvo lista en un momento. Abrió la puerta. Lentamente, casi sin hacer ruido, fue sacando los bultos uno por uno. Luego, desde la puerta, recorrió rápidamente el cuarto con la linterna, y dijo adiós en voz baja a la señora Rainmantle cuando haz de la luz la tocó. La luz siguió por la pared, tocó el espejo y los ganchos de ropa.

Cerró la puerta y se quedó completamente inmóvil, esperando oír algún sonido en el cuarto; quería estar segura de lo que había visto. La señora Rainmantle estaba acostada todavía en su incómoda postura en la orilla de la cama que daba a la pared, y una de sus enormes piernas colgaba por un lado. En aquel instante de débil luz, a través del velo mosquitero, no podía estar segura, pero creyó ver que la señora Rainmantle tenía abiertos los ojos. Reaccionó cerrando la puerta aún más rápidamente. Y ahora escuchaba. Si estaba despierta, sin duda la señora Rainmantle se levantaría y abriría la puerta en ese momento.

No hubo ningún sonido en el cuarto. Quiso recobrar la imagen tal como la había visto. Ahora le pareció que los ojos estaban cerrados. Pero fue como ver un cromo de Jesús con los ojos cerrados, que de pronto se abren; los ojos estaban ahí, mirando fijamente. Giró sobre sus talones y llamó a la puerta del doctor Slade.

Por encima del mundo

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