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- EL ADIÓS A LOS GUERREROS -
ОглавлениеCañones, fusiles, rifles, revólveres, ametralladoras, nuevas armas que no solo revolucionan la industria mundial de armamentos; también cambian para siempre el arte de la guerra al aumentar la eficacia de la infantería y relegar a segundo plano las tradicionales cargas de caballería. La guerra estaba cambiando en el mundo y en la segunda mitad del siglo XIX lo hacía a escala industrial.
Hablamos de una brecha tecnológica insalvable para las jefaturas mapuche y frente a la cual los célebres jinetes y lanceros de antaño poco y nada podían hacer.
Ya en tiempos del toqui José Santos Kilapán, a fines de 1860, las cargas de caballería mapuche habían demostrado su ineficacia ante el creciente poder de fuego de los soldados atrincherados en los fuertes del Malleco. Ello a pesar de la victoria de Quechereguas en abril de 1868, donde la emboscada por sorpresa resultó clave frente a las tropas del comandante Pedro Lagos.
A juicio del académico Fernando Lobos, un análisis más minucioso de las tácticas de combate empleadas por Kilapán en Quechereguas permite advertir que estas no habían cambiado en varios siglos.
Grupos de gateadores provistos de lanzas que avanzaban arrastrándose por el follaje para caer encima de la infantería, unidades a pie provistas con boleadoras que tenían por objeto distraer a la infantería chilena y, finalmente, un grupo de caballería con lanzas, destinado a realizar escaramuzas, romper las filas y a perseguir a las tropas en retirada. En consonancia con lo anteriormente expuesto, puede decirse que el despliegue y estilo de combate de las fuerzas mapuche no cambió diametralmente desde los planteamientos tácticos empleados por Lautaro en la Batalla de Tucapel de 1553 (Lobos, 2017).
El malón, “entendido como una rápida y dinámica ofensiva que mezclaba elementos de infantería, escaramuzadores y caballería, seguida de un veloz repliegue”, apunta Lobos, basaba su éxito en la capacidad de los mapuche para elegir cómo y dónde emboscar a las tropas. Y ello, con el establecimiento de una bien comunicada y artillada línea de fuertes, tenía sus días contados.
La vieja y tradicional forma mapuche de combatir podía anotarse una victoria... pero no ganar la guerra.
Lo mismo evidenciaron los weichafe de Puelmapu que tras la muerte del gran toqui Juan Calfucura asediaban sin mayor éxito columnas expedicionarias y fortines desparramados por la pampa cordobesa y bonaerense.
Fue el caso de Pincen Catrinao, el gran jefe mapuche de la pampa, bautizado en 1877 como el “azote del oeste” por el ministro de Guerra, Adolfo Alsina, ello en su Informe ante el Congreso de la Nación. “Indio indómito, jamás se someterá a no ser que por un golpe de fortuna nuestras fuerzas militares se apoderen de su familia”, agregaba el creador de la famosa zanja.
La prensa de la época, mucho más directa que Alsina, prefería llamarlo “el terror de los fortines”. Eran apodos que el otrora aliado de Calfucura se había ganado y con creces.
El 27 de junio de 1872 Pincén y sus weichafe habían dado muerte en batalla a una de las promesas de la nueva oficialidad del ejército, el comandante Estanislao Heredia, jefe del Regimiento 5.º de Caballería, muerto a lanzazos junto a cincuenta de sus hombres.
En 1877 caería ante Pincén otro alto oficial argentino: el veterano jefe de la frontera al sur de Santa Fe, teniente coronel Saturnino Undabarrena, quien le plantó batalla cuando el jefe mapuche regresaba de un malón al interior de la provincia. Diez lanzazos se encontraron en el pecho del alto oficial. Yacía muerto junto a decenas de sus mejores hombres.
Ese mismo año, el 10 de junio, Pincén había derrotado al mismísimo coronel Conrado Villegas, jefe de la Frontera Sur y dos años más tarde uno de los responsables junto a Roca de la Campaña del Desierto. Villegas fue emboscado por los guerreros mapuche en las cercanías del fortín Trenque Lauquen y se cuenta que esquivaba bolazos y lanzazos como un verdadero toro, armado solo con su sable y un revólver que pronto quedó sin munición.
También se cuenta que por su coraje y valor en batalla Pincén le perdonó la vida, huyendo Villegas del terreno con una docena de lanzazos en el cuerpo. En los años posteriores, las molestias por las heridas de aquella jornada obligarían a menudo al célebre oficial a viajar a Buenos Aires para hacerse tratar.
El mismo año de su salvada providencial, Villegas volvería a tener humillantes noticias de Pincén y sus guerreros. Se trató del robo de cincuenta y tres caballos blancos, la crema y nata de la caballería de Frontera, desde sus propias narices, el 21 de octubre de 1877.
La acción, que dejó en ridículo al ejército, fue comandada por el lonko Cayuqueo y el capitanejo Neculcheo, ambos hombres de Pincén, quienes junto a un puñado de weichafe burlaron por completo la vigilancia del cuartel de Trenque Lauquén, donde se hallaban los corrales.
La osada acción, una de las más célebres de toda la guerra y que la historiografía argentina recuerda como “los blancos de Villegas”, tendría sin embargo duras consecuencias: todos los involucrados, incluido mi valiente ancestro trasandino, caerían en combate con las tropas enviadas a recuperar los caballos y, sobre todo, a vengar la afrenta.
Los weichafe fueron emboscados por las tropas de Villegas en unos médanos que se encuentran en el hoy partido de Tres Lomas, cincuenta kilómetros al sur de Trenque Lauquén, provincia de Buenos Aires. Lo que allí se vivió fue una verdadera carnicería. “No dejaron indio ni toldo en pie”, relata el secretario del general Roca, Dionisio Schoo Lastra, en su libro La lanza rota (1951).
Schoo Lastra, autor también del clásico Los indios del desierto (1977), accedió al testimonio directo del propio Pincén, quien años más tarde —ya en libertad de su cautiverio en la isla-prisión Martín García— relató al capitán Pablo Vargas cómo sus guerreros habían planificado y ejecutado el audaz robo de los caballos. Y también el fatal destino de los involucrados.
Ya lo he dicho: la guerra estaba cambiando.
Hacia 1875, una partida de soldados argentinos bien armados y montados podía aniquilar a toda una toldería sin mayores sobresaltos. Ya no bastaba con el arrojo capaz de hazañas como aquella propinada al ego de Villegas. Pero en lo estratégico: ¿qué podía hacer la vieja lanza o la caballería mapuche frente al uso ya generalizado de modernas armas de fuego?
Es lo que también se pregunta el historiador argentino Juan José Estévez, autor de Pincén, vida y leyenda (2011), la más completa biografía del lonko de la pampa. Comenta al respecto:
Salvo raras excepciones, los aborígenes no tuvieron acceso a las armas de fuego como en Estados Unidos, donde existió el tráfico de los “comancheros”. Aquí no hubo grandes traficantes de armas. En nuestras pampas un rémington era muy valorado y todo aquel que se presentara en las tolderías con un fusil y balas podía quedarse, canjear el arma por ganado y formar una familia [...] En la comandancia de frontera norte al mando de Villegas se contaba con más de ochocientos fusiles, entre carabinas y rémington, y aproximadamente cien mil proyectiles [...] Los rémington no cesaban de vomitar muerte y los bravos lanceros llegaban acribillados a balazos hasta los mismos pechos de los milicos (Estévez, 2011:202).
“De haber tenido los mapuche algunos rémington, Conrado Villegas de seguro habría muerto en manos de Pincén”, reflexiona en su obra el historiador trasandino. Pero sabemos que no los tuvo. Y tampoco los tuvieron aquellos lonkos que más tarde enfrentaron las expediciones de Roca y Urrutia, al menos no en grandes cantidades.
Fue otra debilidad de las jefaturas mapuche: no contaban con el debido suministro de municiones para las escasas armas de fuego que lograban caer en su poder tras las batallas o bien para aquellas que obtenían en manos de soldados desertores. Ello pudo haber equilibrado la balanza.
Así al menos lo demostraron los doscientos guerreros que el 19 de enero de 1881, liderados por el lonko Kewpü y armados con tralkas (fusiles), atacaron el fortín Guanacos, ubicado cerca de la margen derecha del río Neuquén y a doce leguas de Chos Malal. Allí perdieron la vida el alférez Eliseo Boerr —quien ejercía el mando de manera provisoria—, quince soldados argentinos y diecisiete civiles, siendo el fortín reducido a cenizas y todos sus caballos arreados.
“Todo era escombros carbonizados... A juzgar por algunas vainas servidas que se encontraron, que no eran de Remington, se comprendía que los indios asaltantes llevaron armas de cierta precisión”, escribió al respecto el cadete Guillermo Pechmann, por entonces un “soldadito” de apenas diecisiete años destinado en Chos Malal y testigo de aquel suceso.
Cuatro décadas más tarde, al final de su carrera y con el grado de teniente coronel, Pechmann publicaría el popular libro El campamento 1878. Allí narra con atractiva pluma los sucesos que vivió como oficial durante la invasión del territorio mapuche.
Pero no sería fortín Guanacos el enfrentamiento más celebre donde los mapuche hicieron notar un inédito poder de fuego.
Historiadores argentinos señalan que ello está reservado para el combate de Apële (o Apeleg), librado el 22 de febrero de 1883 entre las tropas de Conrado Villegas —bajo el mando del capitán Adolfo Drury— y los guerreros de los lonkos Inakayal, Foyel y Chagallo, al norte del río Senguer, en la precordillera de la actual provincia de Chubut.
Según la versión oficial, aquel día el capitán Drury, al mando de cuarenta efectivos del Regimiento 7.º de Caballería, se trabó en combate contra “cientos” de mapuche-tehuelche sorprendidos en sus tolderías en la pampa de Apële (variedad de papa silvestre, voz tehuelche). Allí habrían sido rechazados por los guerreros con decenas de armas de fuego, “sesenta u ochenta tiradores”, informaron los partes militares.
Siempre según la versión oficial, más tarde llegaron al lugar las tropas del comandante Nicolás Palacios en auxilio del capitán Drury, dispersando a los mapuche, quienes huyeron en dirección a Santa Cruz; entre ellos estaba el lonko Inakayal.
En el campo quedarían más de ochenta muertos del lado mapuche y trece soldados heridos. En las inmediaciones de la toldería serían capturadas además “trescientos caballos y yeguas, ochocientas vacas y mil ciento cincuenta ovejas”.
A juicio de Adrián Moyano, autor de Inakayal, a ruego de mi superior cacique (2017), la más completa biografía existente del célebre lonko mapuche, de combate Apële tuvo bastante poco.
“Allí no hubo combate, sino más bien un ataque contra una toldería que en ese instante fatídico no albergaba a gente combatiente, sino solo a mujeres, niños y quizás ancianos. Recién en un segundo momento las tropas recibieron la réplica de los guerreros que a balazos consiguieron poner fuera de combate a once de los captores y rescatar momentáneamente a sus familias de la cautividad”, señala.
Se trató más bien de un Wounded Knee patagónico.
La masacre de Wounded Knee sucedió el 29 de diciembre de 1890 en la reserva lakota de Pine Ridge, en Dakota del Sur. Allí el 7.º Regimiento de Caballería de los Estados Unidos, liderado por el coronel James W. Forsyth, devastó un campamento lakota ante la negativa de algunos guerreros a entregar sus armas de fuego a las autoridades.
Cuando terminó el ataque —que incluyó nutrido fuego de artillería—, al menos trescientos lakota habían sido asesinados, en su mayoría mujeres y niños desarmados, y medio centenar resultó gravemente herido. También murieron veintinueve soldados, aunque la mayoría por causa del fuego amigo.
Wounded Knee es considerada hasta nuestros días la peor masacre en la historia de los Estados Unidos.
En Apële el uso de armas de fuego por parte de los weichafe no pasó desapercibido para el general Villegas. Con fecha 1 de marzo de 1883, elevó el siguiente informe al comandante general de Armas desde el Nahuel Huapi. Al parecer tenía certeza de quiénes los habían provistos de fusiles.
Los indios han desplegado más de sesenta individuos armados de Remington y armas de repetición las que según datos les son vendidas por los habitantes de la colonia Chubut con quienes los indios comercian constantemente. Como usted verá este acto de inmoralidad debe ser represado enérgicamente, pues de lo contrario los sacrificios del ejército para concluir con la barbarie serán estériles siempre que ella sea auxiliada y protegida por gentes que se dicen civilizadas (Gavirati, 2017:373).
Villegas acusa directamente a los colonos galeses del valle de Chubut de ser traficantes de armas. “Esta aseveración se puede corroborar con individuos que hacen tal comercio y que han sido capturados por nuestras fuerzas entre los indios”, agrega el militar en su informe.
Su opinión es compartida por el teniente Eduardo Oliveros Escola, quién participó y resultó herido en los llanos de Apële.
“La Colonia provee a sus dependientes de fusiles Remington y de repetición, con los cuales nuestros enemigos se sirven para luchar contra los soldados de la Nación”, denuncia el oficial en un informe enviado a su comandancia. Y luego agrega:
“El gobierno ha donado a la Colonia fértiles campos para que dé vida a esas regiones, pero en manera alguna para atacar los intereses de la Nación. Proveer de fusiles a los indios es atentatorio y abusivo”.
Tan perdidos digamos que no estaban.
Lo cierto es que existían fluidas relaciones de contacto y comercio entre los colonos galeses y las diferentes tribus de la Patagonia desde el arribo de los primeros a la zona en 1865.
Sin una guarnición militar que los protegiera de posibles ataques, los galeses optaron por cultivar buenas relaciones con las parcialidades mapuche y tehuelche de Chubut. Ello hizo florecer el comercio, el intercambio cultural y un modelo de convivencia pacífica excepcional para la época.
Hasta que llegaron los soldados y, con ellos, la guerra.
Existía además una abierta animadversión de los jefes militares argentinos hacia los galeses y su política de puertas abiertas con los “salvajes”. Los colonos, por cierto, negaron rotundamente la acusación. Llegarían a publicar una carta en el periódico Buenos Aires Standard, denunciando estar siendo utilizados como “chivos expiatorios”.
Tuvieran o no responsabilidad los galeses, lo cierto es que la queja del general Villegas sí tuvo consecuencias en el desarrollo de la guerra; implicó un endurecimiento de la prohibición de “venta de armas de guerra y municiones a los indios” y el inicio de una severa campaña de confiscaciones.
Ello dificultaría notablemente el escaso tráfico de armas que existía en aquel tiempo y del cual se valían los lonkos rebeldes.
Sí, hubo armas de fuego en manos de guerreros mapuche. Y en ambos lados del Wallmapu. Pero en absoluto fue la norma.
Tal como en la Colonia, el ataque de madrugada, la clásica emboscada de siglos, el golpear y replegarse, fue la principal arma de los weichafe en aquellos años de avance militar winka.
Como en los tiempos de Leftraru, la guerra de guerrillas fue el último recurso de un pueblo cuya independencia debía morir con honor, fieles a una tradición militar de cuatro siglos.
Zeballos, el cronista militar ya citado, no duda en elogiar esta bravura, casi suicida, de las fuerzas mapuche.
“A los trescientos años los araucanos continúan en armas con virilidad asombrosa”, escribe. “Abrumados por todos los recursos que el arte de la guerra ha desplegado prodigiosamente en su contra, oponen ellos sus pechos indomables”, subraya admirado.
Lo destaca también el historiador José Bengoa.
Los pueblos son grandes y sus culturas perduran quizás en la medida que son capaces de asaltar el cielo. La grandeza surge muchas veces de la capacidad de un pueblo para realizar actos imposibles. Los mapuche sabían perfectamente que iban a perder y que la mayoría de ellos moriría en esta insurrección general; sin embargo, el hecho tenía un sentido ritual histórico insoslayable […] Hasta el 5 de noviembre de 1881 los mapuche hicieron valer su historia, su cultura independiente, su capacidad centenaria de mantenerse como pueblo (Bengoa, 1983:297).
Cuatro años antes, en 1877, mismo camino habían tomado los últimos guerreros samurái liderados por el legendario Saigo Takamori al enfrentarse en Shiroyama al moderno ejército imperial japonés; fueron masacrados con ráfagas de ametralladoras Gatling y eficientes cañones Krupp de montaña.
En Takamori se inspira el personaje de Katsumoto Moritsugu, protagonista central de El último samurái (2003), película de Warner Bros. Pictures que relata la histórica rebelión de Satsuma y que tiene a un soberbio Ken Watanabe en el rol principal.
En el exitoso filme, el capitán estadounidense Nathan Algren, personaje que interpreta Tom Cruise y que es un atormentado veterano de las Guerras Indias del oeste, viaja a Japón para entrenar al ejército imperial y hacer frente a la insurrección que algunos nobles llevan a cabo contra una revolución cultural que —advierten al emperador— amenaza las tradiciones niponas.
Tras una batalla inicial, las tropas de Algren son derrotadas y él cae prisionero del líder rebelde, Katsumoto, un prestigioso samurái que también desea aprender las tácticas de la guerra moderna. Tiempo más tarde, después de que Algren aprende a su vez las técnicas samurái y se une a sus captores, llegará la batalla final contra el ejército del emperador, que es en definitiva quien triunfa.
Sin embargo, los samuráis alcanzan la gloria muriendo en una carga imposible y su propio líder se hace el seppuku, el ritual de suicidio por desentrañamiento, provocando tal admiración que sus adversarios le rinden honores en el propio campo de batalla.
Aquel fue, en clave hollywoodesca, el rito final de aquella otra honorable casta de guerreros tradicionales.