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- LLEGADA A LAS TOLDERÍAS –

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Volvamos ahora al protagonista de este capítulo, el militar y viajero Mansilla. Es en la laguna La Verde donde se topa con las primeras tolderías mapuche.

A diferencia de las grandes rucas o casonas que otro viajero, el norteamericano Edmond Reuel Smith, visita en 1853 al sur del río Biobío, en Puelmapu los mapuche adoptaban parte del modo de vida nómade de los tehuelche y aquellos grupos pampeanos “araucanizados” desde el siglo XVI.

Esta movilidad era obligada por la geografía y las grandes extensiones que debían recorrer a caballo.

Los toldos se ubicaban en lugares estratégicos de aguadas, buenos pastos y abundante leña, lo que hacía posible la supervivencia. Y habitualmente estaban en el paso de alguna rastrillada, lo que permitía a los grandes lonkos intervenir en el comercio del ganado hacia Gulumapu y las haciendas de Chile.

Estos lugares eran conocidos por las autoridades hispanas y republicanas. Hasta allí se acercaban para negociar, pactar el pago de raciones y firmar acuerdos de paz con los ñizol lonko, los jefes principales. Pero también existían tolderías de campaña que albergaban a aquellos kona y weichafe que se adentraban en la Frontera Sur para maloquear o realizar incursiones militares.

Las tolderías abrigaban a hombres, mujeres, ancianos y niños; mapuche, cautivos blancos, renegados, gauchos, mestizos e incluso soldados y curas en misión diplomática.

“El indio no rehúsa jamás la hospitalidad al viajero. Sea rico o pobre el que llame a su toldo, es admitido. Si en lugar de ave de paso se queda en la casa, el dueño de ella no exige a cambio del techo y de los alimentos que da nada más que saliendo a un malón lo acompañen”, escribe Mansilla.

Las paredes de los toldos eran construidas con madera o barro cocido, y el techo, de cuero de potro cocido con sogas de tendones de avestruz. En el frente, una enramada de paja.

En su interior contenían camas de cuero de ovejas y ponchos como frazadas, mientras en su exterior se daban actividades económicas como cría de ganado menor, así como aves de corral e incluso agricultura en mediana escala para el sustento diario. Hablamos de maíz, trigo, zapallos, sandías y quinua, por su resistencia a las altas y bajas temperaturas.

El padre suizo Meinrado Hux, destacado historiador y autor de la biografía del célebre lonko Ignacio Coliqueo de Los Toldos, nos entrega la siguiente descripción:

Había toldos grandes, como galpones con muchos apartamentos. Tenían nichos donde dormían separados los hijos y las hijas sobre pieles y catres, evitando la promiscuidad. En bolsones de cuero colgaban sus ropas y enseres domésticos y en el centro hacían el fuego bajo una obertura del techo que servía de chimenea. En días buenos cocinaban fuera sus pucheros, locros y asados [...] Los misioneros y viajeros que hablan de los toldos concuerdan que esas casas eran ordenadas y limpias. La mujer era la dueña de la ruca; ella y las cautivas, si las había, cuidaban de la limpieza [...] El toldo del cacique era siempre el más grande, pues allí se reunía con sus capitanejos en consejo y recibía las visitas con mucha cortesía (Hux, 2009:124-125).

Y es que por sobre todo las tolderías de la pampa eran centros neurálgicos de discusión política, trawün (juntas) y koyaktu (acuerdos) entre las grandes jefaturas del territorio.

Los mapuche que no eran caciques, lonko o capitanejos y aquellos que no participaban de las acciones armadas —porque ser mapuche no era sinónimo de “guerrero”, también los había comerciantes, pastores, plateros y artesanos, entre otros múltiples oficios— debían obedecer allí estrictas reglas sociales.

Con mucha mayor razón las visitas foráneas.

Son protocolos que Mansilla conoce bien y que respeta bajo el sabio refrán de “donde fueres, haz lo que vieres”. De allí que, tras ver venir en su dirección a decenas de jinetes mapuche al galope y lanza en mano, optara por lo más inteligente: no huir y mucho menos enfrentarlos. La clave era mantenerse quieto.

Rápidos como una exhalación varios pelotones de indios estuvieron pronto encima de mí. Montaban todos caballos gordos. Todos hablaban al mismo tiempo, resonando la palabra: ¡Winka! ¡winka!, es decir: ¡Cristiano! ¡cristiano!. Yo fingía no entender nada. ¡Buen día hermano! Era toda mi elocuencia mientras mi lenguaraz apuraba la suya, explicando quién era yo y el objeto de mi viaje. Hubo un momento en que los indios me habían estrechado tanto que no podía mover mi caballo [...] Pero ya estábamos en las astas del toro y no era cosa de retroceder (Mansilla, 1871:85).

Los jinetes eran hombres del cacique Ramón, quien lo invitaba a visitar su toldería en las proximidades. Así lo hizo. Escoltado en todo momento por los lanceros, cabalgó donde el jefe mapuche, quien a distancia de mil metros salió del bosque acompañado de otros ciento cincuenta guerreros.

Mansilla y sus hombres se aproximaron hasta quedar a pocos metros de aquel muro de lanzas.

“Reinaba un profundo silencio cuando hicimos alto”, escribe en su diario. Entonces se oyó un grito prolongado que “hizo estremecer la tierra”, relata. De inmediato los weichafe los rodearon formando un círculo, quedando Mansilla y sus hombres encerrados en medio, “viendo brillar las dagas relucientes de sus lanzas adornadas de pintados pinachos”.

Mi sangre se heló. Estos bárbaros van a sacrificarnos, me dije. Reaccioné de mi primera impresión y mirando a los míos; Que nos maten matando, les hice comprender con la elocuencia muda del silencio. Aquel fue un instante solemnísimo. Pero otro grito prolongado volvió a hacer temblar la tierra. Miré al emisario de Ramón como diciéndole “¿De qué se trata?” Un momento, me dijo. Luego me respondió: “Salude a todos los indios primero, amigo, después saludará al cacique” (Mansilla, 1871:90).

Para tranquilidad de Mansilla, no se trató de una encerrona mortal. Era más bien la ceremonial del chalin o saludo de los visitantes a los dueños de casa.

Este consistía en un fuerte apretón de manos y en un grito, una especie de hurra por cada uno de los indios que iba saludando, en medio de un coro de gritos que no se interrumpían. Los frailes, los pobres franciscanos y todo el resto de mi comitiva hacían lo mismo. Aquello era una batahola infernal. ¡Cómo estarían mis muñecas después de doscientos cincuenta apretones de manos! (Mansilla, 1871:90).

Solo tras la ceremonia pudo recién saludar al cacique Ramón y ambos parlamentar, previo intercambio de regalos.

Ramón Cabral pertenecía a uno de los principales linajes de la parte norte de la pampa, en las cercanías de lo que hoy es Anchorena. Su estirpe era la de los nahuel (tigre) y era por entonces un aliado clave de Mariano Rosas, este último miembro de la estirpe de los gner (zorro).

Ramón es hijo de indio y de una cristiana de la Villa de la Carlota. Predomina en él el tipo de nuestra raza. Es alto, fornido, tiene ojos pardos, cabello algo rubio, ancha la frente y habla muy ligero. Es en extremo aseado y viste como un paisano rico. Quiere bien a los cristianos, teniendo muchos en sus tolderías y varios a su alrededor. Tendrá cuarenta años. Todo su aspecto es el de un hombre manso y solo en su mirada se sorprende a veces como un resplandor de fiereza. Siembra todos los años, haciendo grandes acopios para el invierno y sus indios le imitan (Mansilla, 1871:91).

El cacique era también un insigne rütrafe o platero y muchos lo conocían como Ramón Platero. Sabía labrar con exquisito detalle la plata, construyendo delicadas y valiosas joyas. “Funden la plata, la purifican en el crisol, la ligan, la baten a martillo, dándole la forma que quieren y la cincelan”, relata Mansilla.

Se cuenta que Ramón fabricaba de plata cuanto es posible imaginar, adornos femeninos, masculinos y también ecuestres: pectorales, aros, pulseras, prendedores, sortijas y yesqueros, frenos, riendas, estribos y espuelas.

No era su única pasión; también destacaba por la crianza de ganados, los cuales —como “el ranquel más rico de la pampa”— se “daba el lujo de clasificar hasta por el pelo”.

“Ramón me instó encarecidamente a visitarlo en su toldería, ofreciendo presentarme a su familia. Prometí hacerlo de regreso desde Leubucó donde un mensajero nos contó ya se hacían grandes preparativos para recibirnos”, consigna el militar.

Mansilla continuó su viaje, pero desde este punto lo haría escoltado por Caniupán, un bravo capitanejo del lonko, y otros guerreros. Se sorprende con la destreza ecuestre de sus escoltas.

Cabalgando con los indios no es posible marchar unidos. Ellos le aflojan la rienda al caballo para que dé todo lo que puede de modo que los jinetes cuyo caballo tiene el galope corto siempre quedarán atrás. Toda marcha de indios se inicia en orden, pero al rato se han desparramado como moscas, salvo en los casos de guerra. En esta, pelean unidos, en formación, a pie o a caballo, interpolados según las circunstancias. En un combate que mis fuerzas tuvieron con ellos en los Pozos Cavados los pedestres se agarraban de las colas de los caballos y ayudados por el pulso de estos se ponían en un verbo fuera del alcance de las balas (Mansilla, 1871:109).

Cuenta Mansilla que los mismos caballos que los mapuche toman de los blancos, “sometidos a un régimen peculiar y severo, cuadruplican sus fuerzas, reduciéndonos muchas veces en la guerra a una impotente desesperación”.

Montura, transporte, arma; los jinetes mapuche ni siquiera para descansar desmontan sus briosos corceles, escribe.

Tienen ellos la costumbre de descansar sobre el lomo del caballo. Se echan como en una cama, haciendo cabecera en el pescuezo y extendiendo las piernas cruzadas en las ancas, así permanecen horas enteras. El caballo del indio además de ser fortísimo es mansísimo. ¿Duerme el indio? No se mueve. ¿Está ebrio? Lo acompaña a guardar el equilibrio. ¿Se apea y baja la rienda? Allí se queda todo el día. El indio vive sobre el caballo como el pescador en su barca; su elemento es la pampa como el elemento de aquel es el mar. Todo puede faltar en el toldo de un indio, será pobre como Adán, pero hay una cosa que jamás falta. De día, de noche, brille espléndido el sol o llueva a cántaros, en el palenque hay siempre atado de la rienda un caballo. A horse. A horse! My kingdom for a horse! (Mansilla, 1871:110).

No había sido fácil empresa llegar hasta la morada del legendario jefe rankülche Mariano, anota el militar. Por ello, cuando le anuncian “¡allí está Leubucó!”, fijó la vista “como si después de una larga peregrinación por las vastas y desoladas llanuras de la Tartaria, al acercarme a la raya de la China, me hubieran dicho: ¡Allí es la gran muralla!”.

Historia secreta mapuche 2

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