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- EL GRAN JEFE PANGUITRUZ –
ОглавлениеTenían razón los werkén (mensajeros): a Mansilla lo esperaba una gran recepción por parte del lonko Mariano Rosas. Este era en aquellas décadas el principal jefe del gran territorio rankülche y su historia bien vale la pena de contar.
Su verdadero nombre era Panguitruz Gner (“Zorro cazador de pumas”) y era miembro de un linaje con mucha historia. Era hijo del gran cacique Paine o Painegner (“Zorro celeste”) y nieto nada menos que del célebre Yanquetruz.
Su abuelo, guerrero de prestigio y poder, había sido elegido jefe de los rankülche en 1818 tras la muerte de Carripilún. Dos años más tarde, en 1820, Yanquetruz, junto a otros dos mil guerreros, acompañaba al héroe chileno José Miguel Carrera en sus correrías por las provincias argentinas.
Entre 1833 y 1834, Yanquetruz hizo frente a la expedición militar que el exgobernador Juan Manuel de Rosas realizó contra las tribus de la pampa y el norte de la Patagonia, derrotando a los argentinos en numerosas batallas. Esta expedición es conocida como la primera Campaña al Desierto.
Fue en el marco de esta guerra de invasión que su nieto Panguitruz Gner, por entonces de nueve años, fue capturado por guerreros enemigos mientras cuidaba caballos en las cercanías de la laguna Lanqueló.
Cuenta Mansilla que el menor fue entregado a las tropas argentinas por sus captores y permaneció un año preso y engrillado “en los Santos Lugares y tratado con dureza”. Cuando él y los otros prisioneros perdían la esperanza de mejorar su suerte, fueron llevados a Palermo ante el dictador Juan Manuel de Rosas.
Tras interrogarlos, Rosas cayó en cuenta de que el niño era hijo de un importante jefe de los rankülche y nieto de Yanquetruz.
Estratégico, decide entonces tratar bien al muchacho.
Lo hace bautizar con el nombre de Mariano, le da su apellido y lo manda junto a sus peñi de peón a su estancia El Pino. Ubicada en las cercanías del actual municipio de La Matanza, a unos cuarenta kilómetros al suroeste de Buenos Aires, era por esos años la más antigua estancia de la provincia.
Entre rebencazos gratuitos y también muestras de afecto, Panguitruz aprendió a leer y escribir y se hizo diestro con el caballo y las faenas rurales. Pero en los seis años que permaneció cautivo en El Pino jamás perdió la nostalgia por su tierra.
Una noche de luna llena del año 1840, acompañado de otros jóvenes ranqueles, se hizo de los mejores caballos y escapó.
Tras una larga travesía hacia el oeste por la ruta que conectaba los fuertes Federación —actual Junín, en medio de la provincia de Buenos Aires— y Villa de Mercedes —actual Villa Mercedes, en la provincia de San Luis—, los jóvenes tomaron rumbo sur para llegar a la laguna Leubucó, su tierra natal.
¡Habían cabalgado cerca de mil kilómetros!
Su llegada causó gran alegría en las tolderías de su padre, quien intentó varias veces canjear inútilmente su libertad. Había regresado uno de sus hijos más queridos, convertido en un joven educado en el kimün winka (conocimiento del blanco) y ahijado nada menos que de Juan Manuel de Rosas.
A juicio del historiador Marcelo Valko, aquello para nada resultaba trivial. “Resulta obvio que el apellido winka que le otorgan no puede tomarse a la ligera. Pertenece, quiérase o no, al hombre más importante de su tiempo en Argentina”, apunta.
Aquello implicaba para el joven Mariano alianzas, prestigio y poder. Porque, a pesar de haber sido prisionero y luego peón de estancia contra su voluntad, el joven no abrigó jamás rencores con su célebre padrino ni tampoco su padrino hacia él.
Se cuenta que, a poco de llegar a Leubucó, recibió incluso una carta y un regalo de Rosas, quien por cierto no daba puntada sin hilo. En la carta aclara que no está enojado por la fuga, pero que hubiera preferido saber de sus deseos de partir para “evitarse el disgusto”. También lo invita, cordialmente, a visitarlo en Buenos Aires cuando lo desee.
El regalo, por su parte, “consistía en doscientas yeguas, cincuenta vacas y diez toros, dos tropillas de overos negros, un apero completo con muchas prendas de plata, algunas arrobas de yerba y azúcar, tabaco y papel, ropa fina, un uniforme de coronel y muchas divisas coloradas”.
Cuenta el coronel Mansilla al respecto:
Mariano Rosas conserva el más grato recuerdo de veneración por su padrino; hablaba de él con el mayor respeto, dice que cuanto es y sabe se lo debe a él; que después de Dios no ha tenido otro padre mejor; que por él sabe cómo se arregla y compone un caballo parejero; cómo se cuida el ganado vacuno, yeguarizo y lanar para que se aumente pronto y esté en buenas carnes en toda estación; que él le enseñó a enlazar, a pialar y a bolear a lo gaucho en los campos (Mansilla, 1871:183).
Panguitruz, quien asumió el mando de los rankülche en 1858, sucediendo a su hermano mayor, conservó hasta en las firmas su nombre cristiano. Pero, si bien guardó eterna y pública gratitud hacia Rosas, jamás puso nuevamente un pie fuera de su territorio.
Se cuenta que aquel era el fatídico vaticinio de las machi: que si volvía donde los blancos jamás regresaría a su tierra. Al menos no con vida. Estos temores del ahora gran jefe eran conocidos por el coronel Mansilla. Ya lo había invitado, sin éxito, a parlamentar en numerosas ocasiones a Río Cuarto, debiendo conformarse con las regulares visitas de Achawentru.
De allí su interés por visitarlo en su propia toldería. Le intrigaba conocerlo y tratar además los acuerdos de paz pendientes de ratificación. Ambos, por lo demás, eran “parientes” de Rosas.
Pero, más que el cumplimiento de deberes militares, lo que en verdad motivó a Mansilla fue la irrefrenable curiosidad del viajero. En varios pasajes reconoce admirar a los rankülche, sus protocolos sociales y sus democráticas formas de gobierno.
Entre ellos las costumbres son sus leyes. Una de estas es que las jerarquías son hereditarias, existiendo hasta la abdicación del padre en favor del hijo mayor si es apto para el mando. Entre los indios, como en todas partes, hay revoluciones que derrocan a los que invisten el poder supremo. La regla, sin embargo, es la que dejo dicha; solo sufre alteración cuando el cacique no tiene hijos ni hermanos que puedan heredar su puesto. En este caso se hace un plebiscito y la mayoría dirime pacíficamente las cosas, ni más ni menos que como un pueblo donde el sufragio universal campea por sus respetos. Más revoluciones hemos hecho nosotros, quitando y poniendo gobernadores, que los indios por la ambición de gobernar. Es que los bárbaros no andan tras la mejor de las repúblicas ni buscando un César. Ellos creen una cosa de la cual nosotros no nos queremos convencer: que los principios son todo, los hombres nada (Mansilla, 1871:183).
Otra cosa que lo seduce es el “arte de parlamentar”. Antes de encontrarse con el lonko y mientras acampa en las cercanías de su toldería, interroga a uno de sus lenguaraces al respecto.
Lo que recibe —comenta en su diario— es “un curso completo de retórica araucana”.
Los araucanos tienen tres modos y formas de conversar. La conversación familiar, la conversación en parlamento y la conversación en junta. La familiar es como la nuestra, llana, fácil, sin ceremonias, sin figuras, con interrupciones del o de los interlocutores, animada, vehemente según el tópico o las pasiones excitadas. La de parlamento está sujeta a ciertas reglas; es metódica, los interlocutores no pueden ni deben interrumpirse, es en forma de preguntas y respuestas. Tiene además un tono, un compás determinado, estribillos y actitudes académicas. Siempre tiene un carácter formal. Se la usa en los casos como el mío o cuando se reciben visitas de etiqueta. La conversación en junta es un acto muy solemne, muy parecida al Parlamento de un pueblo libre, a nuestro Congreso, por ejemplo. Se reúne la gente, se nombra un orador que expone y defiende contra uno, contra dos o más, ciertas proposiciones. Suele ser el cacique. El tono y las formas son semejantes a la conversación de parlamento, pero aquí se admiten los silbidos, los gritos, las burlas. Hay juntas muy ruidosas. Después de mucho hablar triunfa la mayoría. Debo señalar que el resultado de una junta siempre se sabe de antemano; el cacique principal tiene buen cuidado de catequizar con tiempo a los indios y capitanejos más influyentes de la tribu. Como diría fray Gerundio, en todas partes se cuecen habas (Mansilla, 1871:117-119).
Tras sortear malos augurios y advertencias de las machi al cacique sobre lo peligroso de recibir al militar —“Mariano no quería sacrificarme ni que volviera sin echar pie a tierra en Leubucó”, comenta Mansilla—, finalmente es autorizado a ingresar a la mítica toldería.
Lo rodean cientos de guerreros, en buen número armados con fusiles, y no pocos blancos vestidos a la “usanza india”. Se trata de cautivos, soldados desertores y gauchos que en aquella tierra de hombres libres encontraban comida y refugio. Hasta un negro divisa merodeando por ahí.
Cumplida una “nueva, extensa y fatigosa” ceremonia de saludos protocolares, Mansilla se dirige por fin al toldo del cacique. Lo sorprende su hospitalidad.
“Me preguntó qué quería hacer con mis caballos, si hacerlos cuidar con mi gente o que él me los haría cuidar. Preguntó además si mi gente había comido y habiéndole contestado que no llamó a su hijo y le ordenó en castellano que carneara lo más pronto una vaca gorda”, relata el coronel.
Ambos se instalan en las afueras del toldo principal, en una ramada preparada para la ocasión.
“Allí habían preparado asientos de cueros de carnero, negros, lanudos, grandes y aseados. Estaban colocados en dos filas y el espacio intermedio estaba barrido y regado. Una fila era para los recién llegados y otra para el dueño de casa y sus parientes. Todo estaba bien calculado para sentarse con comodidad con las piernas cruzadas a la turca”, cuenta Mansilla.
Al frente suyo, el cacique. Este, si bien hablaba muy bien el castellano, hizo llamar un lenguaraz para hablar en mapuzugun. Comenzó el pentukun. Preguntas y respuestas sobre el viaje, los recibimientos, las dificultades en el camino.
Llevaban varios minutos en ello cuando llegó la comida. La escena y el menú llaman su atención.
Dentraron varios cautivos y cautivas trayendo grandes y cóncavos platos de madera, hechos por los mismos indios, rebosantes de carne cocida y caldo aderezado con cebolla, ají y harina de maíz. Estaba excelente, caliente, suculento y cocinado con visible esmero. Las cucharas eran de madera, de hierro, de plata, los tenedores lo mismo, los cuchillos, comunes. Yo no tardé en tomar confianza, estaba como en mi casa. Comía como un bárbaro. Tras el primer plato trajeron otro lleno de asado de vaca riquísimo. Me chupé los dedos con él. Después del asado nos sirvieron algarroba pisada, maíz tostado y molido a manera de postre: es bueno. Trajeron agua en vasos y jarros. Los indios no beben alcohol comiendo. Para ellos beber es un acto aparte (Mansilla, 1871:143).
No tardaría el coronel en visitar el interior del toldo del gran jefe. Allí conoció a sus cinco esposas y seis hijos. Le maravilla saber que, de todas las teorías de Balzac sobre los lechos matrimoniales, los mapuche creen que la mejor para la conservación de la paz doméstica es la que aconseja cama separada.
Observador, no tarda en comparar el orden, la limpieza y la sabia distribución de los espacios en la toldería con los ranchos sucios y hacinados de los gauchos argentinos. “Y no obstante, decimos que el gaucho es un hombre civilizado”, reflexiona irónico. Y luego dispara:
En el rancho del gaucho falta todo. El marido, la mujer, los hijos, los allegados viven todos juntos y duermen revueltos. Se sientan en el suelo, en duros pedazos de palo, no usan tenedores, ni cucharas ni platos y se come con el mismo cuchillo con que se mata al prójimo. Rara vez hacen puchero porque no tienen olla. Y cuando lo hacen beben el caldo en ella, pasándosela unos a otros. Me parte el alma tener que decirlo, pero para sacar de su ignorancia a nuestra orgullosa civilización hay que obligarla a entablar comparaciones (Mansilla, 1871:198).
Y, ya que estamos hoy en tiempos de luchas de género y cambios de paradigmas societales, imposible no destacar los apuntes de Mansilla sobre el rol de la mujer mapuche.
La casada es como la mujer inglesa, “se casa para dejar de ser libre”, a diferencia de la mujer francesa, que “se casa para ser libre”, anota en su diario.
Es así como la mujer mapuche casada depende de su marido para todo. Y “para todo debe pedir permiso”. Le debe obediencia, respeto y servicio hasta el último de sus días. Y basta una simple sospecha para que pueda caer en desgracia, subraya.
No sucede lo mismo con la mujer mapuche soltera, comenta. Ellas gozan de la más completa libertad, subraya Mansilla. Atentas las lectoras con el siguiente párrafo:
La mujer soltera se entrega al hombre de su predilección. El que quiere puede penetrar un toldo de noche, acercarse a la cama de la china que le gusta y hablarle. Ni el padre, ni la madre, ni los hermanos le dicen una palabra. No es asunto de ellos, sino de la china. Ella es dueña de su voluntad y de su cuerpo, puede hacer de él lo que quiera. Si cede no se deshonra, no es criticada, ni mal mirada. Al contrario, es una prueba de que algo vale. De otra manera no la habrían solicitado. Como se ve la mujer soltera es libre como los pájaros para los placeres del amor entre los indios. Sale cuando quiere, va donde quiere, habla con quien quiere, hace lo que quiere. Pero no confundir con licencia o libertinaje. Solo diré que, como en todas partes del mundo, la mujer tiene el instinto de saber que el pudor aumenta el misterio del amor (Mansilla, 1871:202-203).
Volvamos ahora con el principal objetivo del viaje del coronel Mansilla, en teoría la firma de un tratado de paz con los bravos jefes rankülche.
¿Sospecharán ellos que el real objetivo del gobierno argentino es avanzar hacia el sur la frontera y abrir paso al ferrocarril por sus tierras? Sigan leyendo y lo sabrán.