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PRÓLOGO

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“Lo que vais a leer son unas cuantas verdades bien amargas. Mi ánimo no es ofender, solo hacer algunas observaciones para que de ellas tomen las personas cultas y honradas lo útil y prescindan de lo demás”. Así parte Las tierras de Arauco, libro del profesor normalista Manuel Manquilef publicado en Temuco a comienzos del siglo XX.

Descendiente de un destacado linaje de Makewe y parte de una cierta “élite letrada mapuche”, la obra del entonces profesor del Liceo de Hombres de Temuco —años más tarde diputado de la República— es un grito de denuncia que remece y enrabia, pero que también conmueve hasta el alma.

Testigo privilegiado de un momento clave en la historia mapuche, tiempos en que se consuma el despojo territorial, se delimitan las fronteras de los Estados y campea el racismo y el desprecio sobre los otrora afamados “araucanos”, Manquilef pone con su libro varios puntos sobre las íes.

“El gobierno de Chile violó tratados, promesas. Hizo pedazos la Constitución declarando la guerra a Arauco en la forma más insidiosa y ruin que jamás una nación lo hiciera. Lo pervirtió hasta matar sus energías y hoy eleva estatuas a esos conquistadores que, a fuerza de propagar vicios, le permitió quitar tierras, animales y, lo que es más, la vida a una nación”, escribe.

Bien vale en estos tiempos constituyentes, en estos días, semanas y meses de efervescencia y lucha social, de estallido de esperanzas, pero también de rabia y descontento, recordar sus palabras y hacernos también cargo de su emplazamiento al Estado, las clases gobernantes y a la propia sociedad chilena.

Chile, como ustedes ya saben, en su relación con los mapuche no ha cambiado mucho desde 1915, año en que Manquilef publicó su libro. Lo sé, desde entonces se han legislado numerosas leyes indígenas y la bandera mapuche flamea digna y orgullosa en plazas, estadios de fútbol, manifestaciones públicas y hasta en populares conciertos de rock.

Sin embargo, en la madre de todas las leyes, la constitución política, no existimos ni por asomo. Tal como en 1980. Tal como en 1925. Tal como en los aciagos días retratados en las letras de Manquilef.

En el principal pacto social que establecen los ciudadanos con el Estado, los mapuche seguimos brillando por nuestra ausencia. Y junto a nosotros el resto de las ocho primeras naciones que mucho antes que los descendientes de europeos caminaron y amaron estas tierras. ¿Cambiará esto en la nueva constitución que emanará del proceso constituyente? Créanme que es mi esperanza.

Por lo pronto debemos seguir —como nos enseñó el profesor Manquilef— insistiendo con el poder transformador de la palabra verdadera, justa, honesta que brota de la memoria de nuestros mayores. De ello trató el primer tomo de Historia secreta mapuche: del respeto por una memoria desconocida para chilenos y argentinos, y que a gritos pedía ser difundida en las nuevas generaciones.

El libro que hoy tienen en sus manos es un fiel continuador de aquel propósito original. Cierra, por así decirlo, el cuadro de lo que aconteció con nuestro pueblo y sus tierras a fines del siglo XIX y cuyos efectos nos persiguen hasta nuestros días, como la peste.

Es curioso constatar cómo la guerra contra los mapuche y el despojo posterior no han merecido mayor atención por parte del sistema educativo chileno y argentino. ¡Más saben nuestros escolares de las dinastías de Egipto!

Bueno, siendo justos algo saben también de Lautaro, Caupolicán y Galvarino, los “espartanos” que tan valerosamente derrotaron a España, el principal imperio colonial de su tiempo. Aquello sí lo enseñan en Chile y bastante. Y desde la primaria, partiendo por los épicos versos del soldado Alonso de Ercilla.

Allí las hazañas de los superhéroes araucanos made in DC Comics, nuestra Liga de la Justicia local con mültrün y muday. Janequeo, nuestra Mujer Maravilla.

Pero de aquella otra guerra, más próxima, menos fantasiosa y absolutamente más relevante para nuestra realidad actual, silencio de grillos. Cosa curiosa, ello contrasta absolutamente con lo bien estudiada que está la brevísima Guerra del Pacífico.

Infinidad de artículos, ensayos, monografías, diarios de campaña y novelas constituyen —en palabras del historiador Rafael Mellafe— “una de las bibliografías más extensas y variadas de la historiografía chilena”; orígenes, causas, detonantes, acciones de combate, campañas, sus héroes, páginas y más páginas de estudios y de libros al respecto.

¿Por qué este desinterés chileno y argentino por la guerra que selló el destino del Wallmapu, el último gran territorio libre de América después del Oeste de los sioux, cheyenes y navajos?

No se trató de un hito cualquiera.

La invasión del país mapuche marcó un antes y un después en la historia de los dos Estados involucrados. Consolidó, a juicio del historiador Jorge Pinto, el proyecto de Estado-nación unitario elaborado por los intelectuales y la clase política chilena después de la Independencia.

Pinto se refiere a la uniformidad racial, cultural y lingüística tan arraigada en la élite nacional y que académicos como don Sergio Villalobos, nuestro querido Darth Vader, defienden cada tanto en El Mercurio con una terquedad digna de elogio.

No muy distinto fue lo que aconteció en Argentina.

Se necesitaban nuevos territorios aptos para la agricultura y la ganadería. Los países industriales, ávidos de alimentos, lo exigían de la periferia del planeta. Fue así como en las quince mil leguas arrebatadas a nuestros ancestros Argentina encontró su pasaporte al siglo XX. Y en el barco frigorífico, por cierto. Y en sus bifes.

La invasión de Wallmapu es una herida abierta que además persigue a nuestras democracias imperfectas hasta el día de hoy. Allí está el conflicto para demostrarlo, casi de manera semanal.

Chile no es un solo pueblo, una sola cultura o una sola bandera, reclaman las primeras naciones desde Arica a Magallanes. La argentinidad se fundó sobre un genocidio aún no reconocido, denuncian referentes de pueblos originarios desde Salta a Tierra del Fuego. A uno y otro lado de la cordillera son voces que cargan con reclamos muy antiguos. Y con olvidos presentes plagados de memoria.

Quizás por ello molesta que Chile siga siendo aquella somera lección de historia basada en Barros Arana. ¿Cómo esperamos que las nuevas generaciones (y las viejas, si es que alguna chance les queda) logren maravillarse con los pueblos originarios si lo que se transmite de ellos son ideas plagadas de menosprecio?

Me hice la pregunta muchas veces cuando llegué a estudiar leyes a la Universidad Católica de Temuco, ello en la década de los noventa. Por qué lo extranjero tenía tanto valor en la ciudad y no así lo mapuche, siempre restringido a la Feria Pinto, el Mercado Municipal o bien a las barriadas que pueblan su periferia.

Es curioso aquello. Mapuche era el territorio. Mapuche la lengua de sus habitantes. Mapuche también los dueños de aquel valle rebosante de aguadas, quilas, robles y temos centenarios a los pies del cerro Ñielol. Pero la ciudad insistía en rendir tributo a los extranjeros. Un tributo justo tal vez, pero desproporcionado. Y bastante deshonesto con la historia.

Los invito a dar una vuelta por Temuco. No necesitan viajar hasta allá, basta con abrir Google Street View.

Son muchas sus calles que hasta hoy rinden homenaje a los colonos europeos: Ziem, Thiers, Patzke, Massmann, Trizano, Carmine, Rosselot, Philippi, Viertel, Dreves y Hochstetter, entre otras. O bien a sus colonias de origen: holandesa, inglesa, española, francesa y alemana. En honor a esta última debe su nombre la reconocida avenida Alemania.

¿Y por qué no avenida Lienán en honor al lonko a quien el ministro Manuel Recabarren usurpó las tierras para construir el fuerte? Sí, existe la avenida Caupolicán que cruza la ciudad de norte a sur y una modesta calle Lautaro que la recorre de oriente a poniente. También un pasaje Lienán allá lejos, en la salida norte. Pero créanme no es suficiente.

Temuco en pleno siglo XXI sigue siendo aquella ciudad de colonos, calles y barrios con nombres europeos que nació en 1881 como parte de una tarea militar y que nunca ha dejado de ser una especie de fortaleza.

“Temuco —escribe el historiador chileno José Bengoa en el prólogo de uno de mis libros— es la ciudad menos ciudad de Chile. Rodeada de comunidades mapuche, las desconoce, las niega, en fin, hace como que no existieran”. Vaya si concuerdo con el profesor Bengoa.

En la vieja perla del Cautín no hay integración social urbana, mucho menos integración étnica. Ni siquiera un cierto carácter común, algo fundamental en toda ciudad que se precie de tal, solo superposición de unas identidades sobre otras. Como las estatuas de su Plaza de Armas.

Allí figuran un soldado de la “Pacificación”, un colono y un guerrero mapuche. Y los tres bajo una machi que eleva su rogativa al cerro Conunhuenu, la “entrada al cielo” de nuestros ancestros. Se supone que representan el alma de la ciudad.

Es lo que trató de plasmar su escultor, pero lo cierto es que lejos estamos de aquella utopía regional. Hoy el monumento solo representa a las tres corrientes de población que desde la fundación de Temuco nunca se mezclaron, nunca dialogaron, nunca se reunieron, al menos no amablemente.

Más de un siglo llevamos entrampados en ello.

Mucho del actual conflicto en las regiones del sur de Chile y Argentina se explica en el contenido de este libro. Son valiosos antecedentes que hoy quedan a su disposición, todos debidamente contrastados como mandata el buen periodismo de investigación. Pero será usted, querido lector, querida lectora, quien deberá juzgar aquello.

En las páginas que siguen encontrarán las cifras y las múltiples formas en que se ejecutó el despojo de nuestras tierras. El gran robo a un pueblo noble como el pan, condenado desde entonces a vivir en reducciones infestadas de pobreza y a padecer injusticias a las que nadie ha puesto remedio pudiéndolo remediar.

También encontrarán la violencia rural desatada por colonos, bandoleros, policías rurales y buscavidas de la más diversa calaña en un país mapuche transformado en un verdadero Far West. Territorio donde una vida humana valía menos que un revólver y donde a veces se mataba solo para que la lluvia no enmoheciera los fusiles.

Pues bien, parafraseando a Manuel Manquilef, lo que vais a leer a continuación son también unas cuantas verdades bien amargas. Mi ánimo, por supuesto, tampoco es ofender. Solo hacer algunas observaciones para que de ellas tomen las personas cultas y honradas lo útil.

Temuco, enero de 2020

Historia secreta mapuche 2

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