Читать книгу Historia secreta mapuche 2 - Pedro Cayuqueo - Страница 18

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Lucio Victorio Mansilla es un personaje fascinante por donde se lo mire. Fue periodista, militar, diplomático y por lejos uno de los escritores argentinos más destacados del siglo XIX.

Nació en Buenos Aires en 1831. Fue sobrino de Juan Manuel de Rosas. Su madre, Agustina Ortiz de Rosas, reputada la dama más hermosa de Buenos Aires, era hermana del caudillo. Su padre, Lucio Norberto Mansilla, fue oficial de José de San Martín y héroe de la batalla de Vuelta de Obligado contra la escuadra anglo-francesa en 1845.

Hijo de una familia de gran fortuna, creció entre sirvientes, pero ello no le impidió comprometerse con las ideas de vanguardia de su tiempo. Se cuenta que a los diecinueve años fue sorprendido por su padre leyendo El contrato social de Jean-Jacques Rousseau. De inmediato lo envió de viaje, a la India. Sería la primera de sus numerosas aventuras.

Culto, apuesto, un verdadero dandy de la época, recorrió medio mundo tras aquel particular castigo familiar.

En pocos años paseó por toda Europa, escaló cumbres en el Himalaya, cruzó el mar Rojo de Adén a Suez, recorrió Egipto en camello, subió la pirámide de Keops acompañado de beduinos e incluso llegó hasta Constantinopla. Allí, en el mercado de mujeres esclavas, compró una bella joven a quien —como corresponde a un gentleman de club— concedió su libertad.

Tras vivir algunos años en París con su padre, donde se codeó con el mismísimo Luis Napoleón, que los invitó a las Tullerías, Mansilla regresó a los veintiún años a Buenos Aires. Allí comienzan las hazañas que le dan notoriedad pública.

Ejerció de periodista en Santa Fe y emprendió diversos negocios. También publicó sus primeros libros de viajes y un par de obras de dramaturgia de relativo éxito en la escena artística. Además, como todo hijo de la alta sociedad porteña, ingresó al Ejército de Línea para obtener un grado militar.

En la guerra del Paraguay destacó por su valentía y por sus escritos como corresponsal del diario La Tribuna. Simpatizante político de Domingo Sarmiento, trabajó incansablemente por la candidatura de este para presidente de Argentina.

Tras su triunfo Mansilla aspiraba ser nombrado ministro. Sin embargo, fue enviado por el mandatario a un destino mucho menos glamoroso: la sede de la subcomandancia de la Frontera Sur, en Río Cuarto.

Allí conocería a los “ranqueles” (de rankülche, la gente del carrizo). Bajo esa denominación eran conocidas las parcialidades “araucanas” que habitaban al sur del río Quinto en las actuales provincias de Córdoba y La Pampa, en ese entonces parte del Wallmapu libre y soberano.

Mansilla, un culto militar de veintinueve años, aprende a convivir con ellos y sobre todo a respetarlos. Como buen hombre de mundo se adapta incluso a sus protocolos culturales: habla con los mapuche, estudia su lengua, toma parte en las ceremonias, come con ellos.

De manera muy astuta, apadrina además a hijos de lonkos y se hace de importantes amigos entre las parcialidades que a menudo visitan la Frontera para comerciar productos o parlamentar con las autoridades.

Es entonces cuando planea una excursión diplomática para visitarlos en sus extensos dominios en la llamada Tierra Adentro, en la actual provincia argentina de La Pampa.

El objetivo oficial de su viaje era llegar hasta Leubucó, a las tolderías del ñizol lonko Mariano Rosas y su hermano, el bravo Epumer, para ratificar negociaciones de paz y facilitar un futuro trazado del ferrocarril. El objetivo no oficial era, sin embargo, conocer un territorio y una cultura que lo intrigaban.

“Hacía ya mucho tiempo que yo rumiaba el pensamiento de ir a Tierra Adentro. El trato con los indios que iban y venían al río Cuarto había despertado en mí una indecible curiosidad”, escribe el militar en su diario.

La excursión se organiza en Fuerte Sarmiento, a orillas del río Quinto. Desde allí el militar argentino planea seguir el camino o rastrillada que por la laguna El Cuero conduce rumbo sur a las tolderías situadas a trescientos kilómetros.

Distante ciento treinta kilómetros al sur de la actual ciudad de Río Cuarto, Fuerte Sarmiento era en ese entonces —junto al fuerte Villa de Mercedes, ubicado al oeste— la verdadera plaza militar fronteriza con los dominios rankülche.

Allí el coronel reúne su comitiva: diecinueve hombres, en su mayoría soldados, un lenguaraz mestizo mapuche-chileno y dos curas franciscanos a lomo de luma. Ellos, por su parte, harían el extenso viaje en lo único esencial por esas latitudes: buenos caballos.

“En las correrías por la pampa son lo único esencial. Yendo uno bien montado se tiene todo; porque jamás faltan bichos que bolear; avestruces, guanacos, liebres, gatos monteses o mulitas que cazar. Eso es tener todo andando por los campos: tener qué comer”, relata.

Pero, al igual que al norteamericano Edmond Reuel Smith, son varios los que advierten a Mansilla el peligro de su expedición. Uno de ellos es Achawentru, capitanejo del cacique Mariano Rosas y asiduo visitante del fuerte militar. Mansilla, pocas horas antes de partir, le confidencia el real objetivo de su viaje.

“Pretendió disuadirme diciéndome que podía sucederme algo, que los indios eran buenos, que me querían mucho, pero que había desconfianzas y que cuando se embriagaban no respetaban a nadie”, relata. Pero aquella desconfianza crónica era justamente lo que Mansilla buscaba despejar.

“Los indios nos acusan de ser gentes de mala fe y es inacabable el capítulo de relatos con que pretenden demostrar que vivimos engañándolos... Le pinté entonces a Achawentru la necesidad de hablar yo mismo la paz con los caciques y el bien inmenso que podía resultar de darles una muestra de confianza tan clásica como visitarlos”, agrega.

Achawentru, no satisfecho con tales argumentos, ofreció a Mansilla varias cartas de recomendación y le aconsejó enviar mensajeros que informaran con anticipación a los lonkos de su llegada. Ello por dos razones: primero, para que no se alarmaran al ver soldados cabalgando en sus tierras y, segundo, para que pudieran recibirlo como era debido en su protocolo cultural.

Mansilla así lo hizo. Y para no ser menos cargó dos mulas con diversos regalos para sus anfitriones y una tercera con charqui, azúcar, sal, yerba, café y suficientes provisiones para tres semanas, tiempo estimado de la travesía. Su ruta, ya lo había adelantado, sería la denominada Rastrillada del Cuero.

Las rastrilladas eran los únicos caminos en aquel territorio indómito. Trataba de surcos paralelos que con sus constantes idas y venidas dejaban los mapuche con sus constantes arreos de caballos y ganado cimarrón. Hablamos de miles de cabezas para el comercio en ambos lados de los Andes.

Leubucó, el destino final de Mansilla, era por entonces una verdadera estación central de rastrilladas en la pampa.

“De Leubucó arrancan grandes rastrilladas para todas partes. Salen caminos para las tolderías de Ramón en los montes de Carrilobo, hacia las del cacique Baigorrita situadas a las orillas de Quenque, para las tolderías de Calfucurá en Salinas Grandes y hacia la cordillera y las tribus araucanas de Chile”, anota en su diario.

Tras varios días de cabalgata arriba a la laguna El Cuero, “situada en un gran bajo” y donde según Mansilla “comienzan los grandes montes del desierto y lo que propiamente se llama Tierra Adentro... Esos montes del Cuero se extienden por muchísimas leguas de naciente a poniente, llegan al río Chalileo, lo cruzan van a dar hasta el pie de la cordillera de los Andes”.

Y luego agrega:

Hermosos, seculares algarrobos, caldenes, chañares, espinillos, bajo cuya sombra inaccesible a los rayos del sol crece frondosa y fresca la verdosa gramilla, constituyen estos montes. Allí hay pastos abundantes, leña para toda la vida y agua, la que se quiera sin gran trabajo. Cada médano es una gran esponja absorbente; cavando un poco en sus valles el agua mana con facilidad [...] No he visto jamás en mis correrías por la India, por África y por Europa nada más solitario que estos montes del Cuero. Leguas y leguas de árboles, cielo y tierra; he ahí el espectáculo (Mansilla, 1871:63).

Pero tan solitario no estuvo siempre aquel lugar. Allí en El Cuero (Trülke Lafken, en lengua mapuche, en referencia al monstruo marino mitológico) tenía sus tolderías el célebre “indio Blanco”. Temido en las fronteras de San Luis, Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires por sus constantes malones, su apodo hacía referencia a su tez blanca, fruto de una posible ascendencia mestiza.

Su verdadero nombre —según testimonio de doña Ángela Mariqueo, descendiente ranquel— habría sido Melileo o Meliqueo. Y más allá de la leyenda negra, además de un bravo y rebelde guerrero, habría sido un reputado comerciante de ganado entre Puelmapu y Gulumapu.

Blanco no era un desconocido para el coronel Mansilla.

Él mismo reconoce en su diario de viaje la particular “guerra sucia” que tuvo que librar contra él a poco de asumir el mando en la Frontera. “Me propuse, antes de avanzar, desalojarlo del Cuero, incomodarlo, alarmarlo, robarlo, cualquier cosa por el estilo. El tal indio tenía un prestigio terrible. Yo era, de consiguiente, su rival”, escribe el militar.

“Pero no quería hacer esta campaña con soldados. Busqué un contrafuego acordándome de la máxima de los grandes capitanes: al enemigo batirlo con sus mismas armas”, agrega.

Y así lo hizo. Contrató a seis gauchos, “media docena de pícaros, en una palabra, ladrones”, con la misión de maloquear y hostigar en forma persistente a Blanco y sus weichafe hasta hacerlos huir de la laguna. “Los fariseos que crucificaron a Cristo no podían tener unas fachas de forajidos más completas que estos gauchos”, relata Mansilla.

“Les di buenos caballos, los vestí, les di carabinas de las que hicieron recortados. Y partieron. Mis órdenes eran robarle al indio Blanco. Lo que trabajasen sería para ellos. Tres veces fueron de excursión hasta que el indio se alejó. Al final acabaron por hacerme a mí un robo. ¿Qué les he de hacer? Ya sabía que eran ustedes ladrones, les dije. No se juega mucho tiempo con fuego sin quemarse”, reflexiona el coronel.

Pero la retirada de Blanco fue solo momentánea.

En su excursión a Leubucó el coronel Mansilla volvería nuevamente a tener noticias suyas. Solo agregar que un año más tarde, en marzo de 1871, Blanco, junto a medio centenar de weichafe, gauchos y soldados renegados, atacaría el Fuerte Sarmiento y en los días posteriores propinaría una de las peores derrotas al Ejército de la Frontera Sur.

Aconteció el 4 de marzo de 1871 en el médano de Chemecó, al noroeste de la actual localidad cordobesa de Washington, departamento de Río Cuarto.

Allí, tras una exitosa emboscada, los weichafe de Blanco dieron muerte a sesenta y cinco soldados enviados por el gobierno tras sus pasos, entre ellos al capitán a cargo, de apellido Morales. Blanco volvería a atacar Sarmiento en 1872, llegando a atravesar en marzo de 1873 la frontera sur de Santa Fe con devastadores malones.

Pese a que se desconoce el momento y lugar de su muerte, un documento oficial de julio de 1879, en el inicio de la mal llamada Conquista del Desierto, hace mención de que Blanco todavía ocupaba la laguna El Cuero y que las fuerzas militares se aprestaban a su pronta captura.

Si bien no alcanzó el relieve de otros lonkos, caciques y ülmen del siglo XIX, fue un guerrero temido y formidable.

Historia secreta mapuche 2

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