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I Bases de la interpretación. Sistema de la exposición
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Sabemos que el deber de diligencia de los administradores es tan solo una obligación de medios, no de resultado. Por ello, salvo que medie dolo o negligencia en la obtención de la información adecuada o en el proceso de toma de decisión, a los administradores no les es reprochable jurídicamente que su gestión no genere beneficios o una cierta cuantía de los mismos. Lo que sí les es exigible es que antepongan plenamente el interés de los socios (instrumentado a través de la sociedad) a cualquier otro interés. En eso consiste el deber de lealtad. Ésta es, pues, la médula de la relación que liga a los administradores con la sociedad (rectius, los socios). Únicamente gracias al deber de lealtad, los socios pueden confiar la gestión de su inversión en los administradores. Y, de hecho, ese es el punto de engarce del deber de lealtad y el de diligencia. Dado que para un administrador no debe haber nada más importante que la sociedad que gestiona, debe esforzarse por identificar los medios que consigan maximizar el valor de la inversión de los socios.
Las razones a favor de conferir un amplio poder al órgano de administración reposan básicamente en criterios de eficiencia. Pero, al mismo tiempo, esas vastas facultades comportan el riesgo de que sean ejercidas no para los fines para las cuales fueron otorgadas (promover la generación de riqueza de los socios), sino en interés de los propios administradores1). En otras palabras, hay un inmanente riesgo de incumplimiento del deber de lealtad2). La teoría de la agencia lo explica perfectamente3). Y ha sido tantas veces expuesta en los últimos años –incluso por nosotros mismos– que, entendemos, se hace innecesario reiterarla4). Permítasenos, pues, la licencia de decir que salvo que nos ubiquemos en el ámbito celestial, es difícil creer en la existencia de ángeles y arcángeles. La pasta con la que estamos hechos todos los seres humanos –no solo los administradores, pero también ellos– es la que es. Y no es precisamente material purísimo y cristalino. También los administradores son o pueden ser susceptibles a la tentación de dar preferencia a lo suyo (a lo del agente) sobre lo ajeno (lo de los socios, que a través de la sociedad, constituyen los principales del agente). Y el deber de lealtad consiste precisamente en subordinar sus propios intereses a los de su principal.
En cualquier caso, el recurso a la teoría de la agencia no debería suscitar el más mínimo recelo en general y, en particular, en sede de conflictos de interés. Simplemente facilita de manera muy mayúscula la aprehensión del nervio de los problemas y la identificación de soluciones más eficientes en el marco de una visión unificada5). No es extraño, pues, que cada vez más nuestros tribunales acudan a la teoría de la agencia (v., por ejemplo, la Sentencia del Juzgado de lo Mercantil núm. 3 de Madrid, de 30-12-2103, AC 2013, 2043; y la reciente SAP Asturias 15-5-2015,JUR 2015, 143583).
Pero cuando el análisis es realmente fino, aunque sea muy alejado del law&economics, los resultados alcanzados son los mismos o muy similares. Y, para muestra, un botón. Hace ahora algo más de treinta y cinco años que el Prof. Díez-Picazo publicó una obra imprescindible: La Representación en el Derecho Privado. También la relación entre representado y representante puede examinarse en el marco de la teoría de la agencia, aunque el preclaro jurista la afronta desde otras bases. Y, sin embargo, cuando comienza a abordar el deber de lealtad del representante frente al representado lo hace así: «La idea de «fidelidad», entendida [como] subordinación del interés personal del gestor al interés del dominus, permite reconstruir el esquema de los deberes básicos que pesan sobre el representante en el marco de la relación que le liga con el principal»6). Y esa reconstrucción de los deberes de lealtad que el insigne iusprivatista afronta en páginas posteriores de su monografía, en esencia y mutatis mutandis, no está en absoluto alejada de los resultados a los que conduce la teoría de la agencia, y que nosotros intentaremos desplegar en este trabajo7).
La anteposición de lo propio (lo del administrador o agente) sobre lo ajeno (lo del principal) conlleva –de partida– una parcialidad en la toma de decisiones y, por tanto, el riesgo de no primar el mejor interés de la sociedad (v. gr. actúa con parcialidad a favor de sus propios intereses el consejero que intenta convencer a los otros miembros del consejo de que es mejor cierta ubicación de una nueva fábrica en lugar de otra –justamente en frente de su vivienda– porque teme perder las hermosas vistas de las que disfruta).
Sin embargo, el conflicto adquiere su máxima gravedad cuando, con su sesgo, lo que el administrador pretende es derivar hacia sí (o hacia un tercero) los recursos de la sociedad, esto es, de todos y cada uno de los socios. Las estratagemas para lograrlo son abundantes (un ejemplo recurrente es el del administrador que vende un bien suyo a la sociedad a un precio muy superior al de mercado). A ese modo de proceder se viene denominando «tunneling»8). Y a los administradores les es factible hacerlo porque constituyen la élite –en el sentido de minoría rectora– de la sociedad. Y cuando la minoría rectora lo que hace es desviar hacia sí lo que no le corresponde porque es de la sociedad (es decir, de los socios), se convierte en «extractive elite», por emplear un término acuñado por los Profesores Acemoglu y Robinson. La minoría extractiva lo que hace es capturar las rentas ajenas9).
No parece necesario desarrollar in extenso la importancia capital de prohibir la parcialidad en la toma de decisiones, y aún menos la de intentar erradicar toda captura de rentas ajenas. Tan solo una observación general. Se preguntaban Acemoglu y Robinson«Why Nations fail». Nosotros, parafraseándoles, podríamos inquirir «Why Corporations fail». Naturalmente no es posible dar una respuesta válida para todas las empresas. Dependerá de cada compañía y de sus circunstancias. Pero si el fracaso es debido a las fuerzas del mercado, nada podemos ni debemos hacer contra los administradores. Si, por el contrario, el fracaso es debido a que el enemigo (la élite extractiva) está en casa (la sociedad), debemos reaccionar con la máxima firmeza. No es a causa del mercado por lo que la sociedad fracasa; sino porque no se siguen las reglas del mercado: el agente no está sirviendo a su principal, sino que se está sirviendo «de» su principal.
El objetivo de cortocircuitar la parcialidad en la toma de decisiones y, particularmente, la extracción de rentas ajenas es una labor bien resuelta por la Ley 31/2014 de reforma de la LSC. Y ello se aprecia tanto en el plano de la finalidad como en el del contenido. Por lo que atañe a la primera, se ha creado un marco general de regulación de los conflictos de interés, por contraste con la normativa anterior claramente fragmentaria. Dado que los administradores no son arcángeles y, ni siquiera, puede presuponerse que en ellos pueda confiarse todo el tiempo, hay que aprender a enfrentarse a la realidad. Y la mejor manera de hacerlo es con una regulación detallada que genere confianza en los inversores, es decir, en los socios10). En el mismo sentido, se pronunciado la London School of Economics en su Study on Directors' Duties and Liability de abril de 2013, preparado a petición de la Comisión Europea y en el que, entre otras cosas, se analiza la regulación de los conflictos de interés en todos los Estados miembros de la Unión Europea: «[N]arrowly tailored rules are more effective in preventing violations [of conflicts of interest] and ensuring legal certainty» (pág. 126).
En cuanto al contenido, la Ley 31/2014 se alinea con las más modernas regulaciones no solo por lo que concierne a elevar a un primer plano la trascendencia del deber de lealtad, sino también a sus plasmaciones. En concreto, la nueva planta de la regulación de los conflictos de interés en la LSC está intensamente inspirada en la reforma de la Companies Act británica culminada en el 2006. El rótulo del artículo 229 LSC, «Deber de evitar situaciones de conflicto de interés», se corresponde con el título de la Section 175 de la Companies Act («Duty to avoid conflicts of interest»), aunque nuestro 229 LSC también abarcaría lo previsto en las Sections 176 («Duty not to accept benefits from third parties») y 177 («Duty to declare interest in proposed transaction or arrangement») y, en parte, lo previsto en el Chapter 4 de la Part 10 (Section 188 y ss.).
No se ha procedido, sin embargo, a una traslación mecánica de los preceptos de aquella Act. No es una simple traducción. Ha habido un doble proceso adicional: uno depurativo y el otro de enriquecimiento. El depurativo esencialmente se ha producido con la no incorporación de ciertas previsiones de aquella Act que se han estimado no oportunas. Pero más relevancia tiene el proceso de enriquecimiento. Éste ha venido de la mano de los escritos que sobre la materia había venido publicando uno de los miembros de la Comisión de Expertos en materia de Gobierno Corporativo. Nos referimos al Prof. Paz-Ares11). Su penetrante análisis y su sólida argumentación (apoyada en otras experiencias legislativas y en importantes aportaciones doctrinales nacionales y foráneas), estuvieron acompañados de propuestas de lege ferenda. Y éstas fueron las que en buena medida hicieron suyas, primero, el conjunto de esa Comisión de Expertos, y más tarde, el propio Legislador a través de la Ley 31/2014. Quedaba así esencialmente desplazado el contenido de la regulación de los conflictos de interés inserta en la Propuesta de Código Mercantil de junio de 2013 elaborada por la Sección de Derecho Mercantil de la Comisión General de Codificación (que, salvo en cuestiones muy concretas, representaba muy poco avance respecto al régimen previsto en aquel momento en la LSC).
La alta calidad de la nueva regulación de los conflictos de interés no es incompatible, claro está, con la necesidad de abordar y resolver las no pocas cuestiones que suscita el tema. Pero esto es lo natural. Si incluso en un contrato redactado para un caso concreto por sofisticadísimos abogados surgen dudas, cómo se va a pedir que regulaciones legales, que por definición tienen vocación general, estén absolutamente exentas de todo interrogante. Además, debe tenerse en cuenta que lo que puede parecer una imperfección técnica por no ser una regulación extremadamente detallada, en realidad puede responder a una decisión deliberada del Legislador: confiar en la doctrina (y, por supuesto, en los tribunales) la labor de refinamiento del ordenamiento. Es lo que se ha denominado cláusulas generales de tipo intermedio12). Sin ese refinamiento, una materia tan lábil como el deber de lealtad perdería parte de su potencialidad para resolver conflictos entre sociedad y administradores. En efecto, son muchos los supuestos en los que un administrador puede verse dificultado para emitir un juicio imparcial; y, prácticamente infinita la complejidad que pueden llegar a adquirir las prácticas extractivas de rentas. Por ello el intérprete debe marcarse como objetivo primario penetrar la realidad, no la literalidad de las normas. Aunque la literalidad siempre es un condicionante interpretativo, solo es uno y no es precisamente el más importante. Si hay alguna materia en el Derecho de Sociedades que resulta radicalmente incompatible con el estéril esfuerzo por buscar petróleo en las palabras esa es, sin duda, el deber de lealtad de los administradores.
Sobre la base de las consideraciones que venimos formulando se asienta la exposición que ahora acometemos. No pretendemos agotar el tema. Lo único que intentaremos es proveer un marco heurístico adecuado para ir solventando las cuestiones que en este momento no podamos atender o las que surjan en el futuro. Y a tal fin, parece que lo más conveniente será comenzar identificando las piezas maestras de la regulación que aquí interesa, los artículos 229 y 230 LSC. Dos son esas piezas: por un lado, la imperatividad del deber de lealtad y su relativa flexibilidad (v. infra II); y por el otro, la triple funcionalidad del régimen del deber de evitar las situaciones de conflicto de interés: admonitoria (v. infra III), prohibitiva (v. infra IV) y de garantía (v. infra V). Finalizaremos nuestra exposición con el examen de las conductas prohibidas por las letras a) a f) del artículo 229.1 LSC (v. infra VI).
Por todos, v. Allen/Kraakman, Commentaries and Cases on the Law of Business Organizations, Aspen Publishers, 2003, pág. 285; Davies, Gower and Davies' Principles of Modern Company Law, 8.ª ed., Thomson-Sweet&Maxwell, 2008, pág. 476.
Vid.Klein/Coffee, Business Organization and Finance. Legal and Economics Principles, Foundation Press, 2004, págs. 37-38.
La literatura al respecto es abundantísima. Pero desde luego es de lectura obligada el trabajo de Jensen/Mekling, «Theory of the Firm: Managerial behavior, agency costs and ownership structure», Journal of Financial Economics, 1976, 3 (4), págs. 305 y ss. Y, entre lo más reciente, puede consultarse con provecho Clacher/Hillier/McColgan, «Agency Theory: Incomplete Contracting and Ownership Structure», en Baker/Anderson (eds.), Corporate Governance. A Synthesis of Theory, Research and Practice, John Wiley & Sons, 2010, págs. 141 y ss.
Nos remitimos a lo ya dicho en Portellano, Deber de fidelidad de los administradores de sociedades mercantiles y oportunidades de negocio, Civitas, 1996, págs. 22-23.
Vid.Davies/Hertig/Hopt, «Beyond the Anatomy», en Kraakman/Davies/Hasmann/Hertig/Hopt/Kanda/Rock, The Anatomy of Corporate Law. A Comparative and Functional Approach, Oxford University Press, 2004, pág. 216.
Díez-Picazo, La Representación en el Derecho Privado, Civitas, 1979, pág. 100.
Compruébese en Díez-Picazo, Representación, págs. 100-121.
La expresión, como es sabido, trae su causa en ciertas prácticas con ocasión de la privatización de empresas públicas en los antiguos países del bloque del Este. Pero se irradió a la bibliografía económica y, posteriormente, a la jurídica a partir del célebre trabajo de Johnson/La Porta/Lopez-De-Silanes/Shleifer, «Tunneling», The American Economic Review, 2000, 90 (2), págs. 22 y ss.
Acemoglu/Robinson, Why Nations Fail: The Origins of Power, Prosperity, and Poverty, Crown Books, 2102, passim.
Klein/Coffee, Business Organization, págs. 37-38; Davies/Hopt/Nowak/Solinge, «Boards in Law and Practice: A Cross-Country Analysis in Europe, en Davies/Hopt/Nowak/Solinge (ed.), Corporate Boards in Law and Practice. A comparative Analysis in Europe, Oxford University Press, 2013, pág. 53.
«Deberes fiduciarios y responsabilidad de los administradores», en Third Meeting of the Latin American Corporate Governance Roundtable, disponible en http://www.oecd.org/corporate/ca/corporategovernanceprinciples/2576714.pdf, págs. 11 y ss.; «La responsabilidad de los administradores como instrumento de gobierno corporativo», RdS, 2003, 20, pág. 73 y ss.; Responsabilidad de los administradores y gobierno corporativo, Colegio de Registradores de la Propiedad y Mercantiles de España, 2007, págs. 29 y ss.
Así Paz-Ares, «Anatomía del deber de lealtad», en Ibáñez (dir.), Comentarios a la reforma del régimen de la junta general de accionistas en la reforma del buen gobierno de las sociedades. Examen del informe de la comisión de expertos y del proyecto de reforma de la Ley de Sociedades de Capital, Thomson Reuters Aranzadi, 2014, pág. 104.