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B. IMPERATIVIDAD FLEXIBLE DEL DEBER DE LEALTAD DE EVITAR SITUACIONES DE CONFLICTO DE INTERÉS (PRINCIPIO DE DISPOSITIVIDAD RELATIVA)

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Una regulación sensata y eficiente de los conflictos de interés requiere cierto grado de ductibilidad1). No se trata de que, en el marco del deber de lealtad, dichos conflictos tengan un papel secundario. Su valor es capital. Con razón se dice que la regla de evitar los conflictos de interés es probablemente el deber fiduciario más importante, sencillamente porque es entonces cuando se presenta con particular dramatismo el riesgo de que el administrador anteponga sus intereses a los de la sociedad. En realidad, los motivos que aconsejan una regulación dúctil son otros. Puede que, a pesar de lo que parezca, en realidad no haya contraposición de intereses entre un administrador y la sociedad, sino, por el contrario, alineamiento (sucede así, por ejemplo, en muchas operaciones vinculadas: artículo 229.1.a LSC). Es posible también que sea la propia sociedad la que esté interesada (esto es, que el interés social así lo requiera) en que se lleve a cabo determinada actuación con un administrador. Y, sobre todo, la experiencia comparada acredita que, siempre que el sistema se dote de garantías apropiadas, es posible que la situación conflictual no acabe resultando perniciosa para la sociedad2).

Todas esas razones que propugnan una visión no hierática de la regulación de los conflictos de interés encuentran buen acomodo en la dogmática iusprivatista general. Cuando una norma jurídica se dicta en beneficio o protección de un sujeto, no hay razón alguna para impedirle que, en ejercicio de su autonomía negocial y a la vista de sus específicas circunstancias, prescinda de esa protección que, de partida, el ordenamiento le confiere. Dado que el régimen de los conflictos de interés del administrador se establece en pro de la sociedad, no debemos impedir a ésta que haga un uso dispositivo de él. No es de extrañar, pues, que la Ley 31/2014 haya venido a consagrar expresamente, a través del nuevo artículo 230 LSC, el trato especial que merecen los conflictos de interés en línea con los postulados que ya, desde hace tiempo, venía defendiendo de lege lata la doctrina3) y el Informe Aldama (y que parcialmente se vieron recogidos por la Ley de Transparencia de 2003). Ese trato especial podría rotularse de imperatividad flexible (tal y como se concibe en las relaciones de agencia4)).

Pero esa flexibilidad de la regulación de las situaciones de conflicto de interés no pone en entredicho la necesidad de que el deber de lealtad sea imperativo. Antes bien, se apoya en él5). Basta con fijarse en las críticas que se han esgrimido frente a aquellos que han postulado dejar los conflictos de interés completamente al margen de la imperatividad del deber de lealtad. Quienes han defendido la autonomía negocial total en relación con los conflictos de interés incluso en sus manifestaciones más dañinas (la captura de rentas ajenas) han sostenido que si un administrador puede, al margen de los procedimientos legales de determinación de la retribución, fijarse unilateralmente una «remuneración extra» gracias a la posibilidad de realizar prácticas extractivas sin cortapisas legales («self-aggrandizing»), se sentirá más incentivado para generar más riqueza a la sociedad (a todos los socios); o que muchas de esas prácticas comportarán simultáneamente un incremento de la riqueza de la sociedad. El argumento no convence. La fuerza de los hechos se impone. No hay evidencia empírica de que un administrador ponga más énfasis en el desempeño de su labor si puede fijarse unilateralmente una «remuneración extra» sin conocimiento y consentimiento de los propietarios de la sociedad. Tampoco tiene soporte fáctico que las prácticas que suponen un beneficio personal para el administrador comporten per se un incremento simultáneo del valor de la sociedad. Habrá algunas que sí y quizás otras muchas que no. Sería imprescindible discriminar las unas de las otras; y eso solo es posible conociéndolas previamente. Ese conocimiento previo es incompatible con la unilateralidad y oscuridad que representa el «self-aggrandizing». Y, en todo caso, aunque como asunción económica aceptáramos que gracias al «self-aggrandizing» los administradores estarían más incentivados en su trabajo y que, de este modo, se generaría mayor riqueza, habría que estar seguros de que ese incremento de riqueza se reparte entre todos los socios de manera proporcional. Y, sin embargo, la experiencia acredita que, en no pocas ocasiones, las prácticas extractivas no solamente benefician al administrador sino también a determinados socios (a veces ni siquiera benefician directamente al administrador, que actúan como mera correa de transmisión de determinados socios de control que se erigen como la verdadera «extractive elite» cuando no «rapacious elite»). En fin, tampoco tiene consistencia que los socios –o el mercado–, conscientes de que la posibilidad de que los administradores lleven a cabo prácticas extractivas, puedan descontarlas. Para poder hacerlo, hay que conocer su impacto (lo que apriorísticamente resulta imposible). Solo mediante ese conocimiento es posible calcular los probables costes y beneficios de esas posibles prácticas extractivas, después valorar si esas partidas se compensan entre ellas (o la correspondiente a los beneficios tiene más peso); y, finalmente, si aun así, los socios están dispuestos a permitir dichas prácticas6). Para asegurarse que todo esto es posible, se han de establecer ciertas medidas o límites al principio de dispositividad. De este modo, la flexibilidad de la regulación de los conflictos de interés no supone situarla al margen por completo de la imperatividad del deber de lealtad. Y lo corrobora que esa flexibilidad no es absoluta o plena.

El deber de los administradores de evitar situaciones de conflicto de interés

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