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Lunes, 20 de julio de 1936

Ciudad del Vaticano, Italia

Don Pietro había madrugado y condujo hasta Roma deteniéndose en San Lorenzo para repostar combustible. Ya en la capital, aparcó en la Via delle Fornaci, muy próximo a la basílica. Todavía temprano, en plena soledad irrumpieron las impresionantes campanadas anunciando las siete horas. Dejó sonar la última antes de dirigirse hacia la entrada. Algunos clérigos iban camino de sus quehaceres cuando Don Pietro se aproximó a los guardas suizos.

—Vengo a una cita con el cardenal Leo Sacheri. —Dijo abrochándose los botones de la chaqueta.

Siguió a uno de ellos hasta una estancia alargada con el techo abovedado y cubierto de admirables pinturas. Jamás había entrado en el Vaticano y sintió verdadera admiración. Aprovechó los minutos que aguardó para observarlas detenidamente.

Al poco, vio aparecer al cardenal vestido con sotana negra precedido por el guarda. Don Pietro permaneció firme, con los brazos pegados a la cintura y muy curioso por conocerle.

—Gracias, ahora es asunto mío. —Y el guarda se alejó después de la reverencia.

El cardenal ofreció la mano con la palma hacia abajo y Don Pietro le besó el anillo cardenalicio.

—Me honra que haya aceptado mi invitación.

—El gusto es mío, eminencia. Le agradezco la oportunidad de conocer por dentro la Basílica.

—Lamento defraudarle, pues daremos un paseo por la plaza.

Caminaron hacia la puerta principal y Don Pietro quedó decepcionado.

El cardenal, de pasados sesenta años, tenía los ojos agotados y una mirada peculiar. Aunque orondo, era alto y se distinguía por su firme tono de voz.

Nada más salir de la Basílica, llegaron a la columnata sur. A paso lento, caminaron entre las formidables pilastras de mármol travertino.

—El Vaticano esconde tantos encantos como secretos albergan sus estancias. —Dijo el cardenal.— A veces, uno cree estar a solas con Dios, pero sorprende la presencia de algún sacerdote. Se duda si ha escuchado la confesión con el Todopoderoso. —Dijo bromeando.— Estas frías columnas inspiran más confianza.

—Eminencia, hay personas nombradas para interceder oficialmente entre el Vaticano y el Gobierno.

El cardenal cruzó los brazos por detrás de la cintura.

—Conozco el protocolo. Pero aquí fuera podemos hablar con absoluta intimidad. Disfrutemos del paseo.

Sabiendo que no le había convencido, añadió:

—Don Pietro, sé que es un hombre respetado en Roma y admiro su profesionalidad.

—No me habrá citado para elogiarme, ¿verdad?

—Desde luego que no. —Y dejó pasar unos segundos.— Esta reunión es confidencial ya que fue iniciativa propia. Confío en que sabrá mantener la discreción.

Mantuvieron silencio hasta que tres sacerdotes pasaron cerca.

—Ha hecho un trabajo previo sobre mí, aunque no puedo decir lo mismo. ¿Qué es lo que quiere?

El cardenal se detuvo mirándole.

—Pretendo su compromiso, confianza y colaboración.

Don Pietro aguardó sorprendido y no discutió. Aun así, el cardenal le indicó que le siguiera.

—Espero que sea el inicio de una buena relación. Por favor, no me malinterprete.

—Para usted resulta sencillo. Sin embargo, estoy más cerca de poner fin a esta conversación y subir a mi coche.

—Calma. Enseguida lo comprenderá. Es buen cristiano, aunque sé que no comparte los métodos de la Iglesia. ¿Me equivoco?

—Se ha informado bien.

—La Iglesia ha poseído el mejor espionaje, Don Pietro.

—¿Por qué yo? ¿Y por qué de este modo extraoficial?

—Como sabrá, hace tres días estalló la sublevación militar en Melilla, al norte de África y ahora se extiende a otras provincias de España. Los rebeldes a la Segunda República representan la oposición política a las izquierdas. Curiosamente, con patrones similares al fascismo italiano.

—¿La Iglesia está preocupada por el problema español? Cualquier guerra es un drama, eminencia.

—El conflicto es grave. Respecto a lo segundo, estoy de acuerdo con usted; las guerras son crueles.

—En el Vaticano no aceptarán una España sin Iglesia Católica. ¿Hablamos de fe de algo más?

Se detuvieron al final de la columnata sur.

—Sucede lo mismo que a su gobierno, Don Pietro. —El cardenal agudizó el tono. —Más concretamente, sé de un hombre en el Ministerio de Exteriores que no comparte la estrategia de Mussolini. —Don Pietro le observaba atento.— Si soy más sincero todavía, ese hombre discrepa de la política que representa. No obstante, insatisfecho y cada vez más angustiado, sigue trabajando eficazmente.

Controlando la situación con paciencia y aplomo, esperaba la reacción de Don Pietro.

—Ya veo hasta qué punto alcanza su información.

—Don Pietro, usted se aleja progresivamente del Duce.

—No como insinúa.

—Soy sacerdote y, ante todo, sé guardar un secreto. Más aún con quien pretendo confiar.

—Su petición de confianza va ligada al compromiso, ¿no es así?

El cardenal sonrió.

—No se sienta mal por ello. Conozco el motivo de su desacuerdo con esta política.

Don Pietro observó la plaza mientras se resignaba y respiró hondo muy apesadumbrado.

—No sé de qué me está halando.

—Ambos lo sabemos.

—Me ha dado otra razón para desconfiar de la Iglesia.

—No se desvíe del asunto.

Tras un suspiro, Don Pietro dijo:

—Hice un juramento a este gobierno. Lo que yo opine respecto de él, me lo reservo.

—¿Lo traicionaría?

—No.

El cardenal sonrió poco convencido y le instó a cruzar la avenida hasta la columnata norte.

—Lo lamento, pero no ha conseguido engañarme. Usted ya ha traicionado a su gobierno. —Don Pietro le miró con sorpresa y pavor.— Sé la verdad sobre su hijo Umberto.

Entonces le dio un vuelco el corazón y se detuvo de súbito. Se contuvo y apretó los labios furiosamente mientras el cardenal cruzó las manos sobre el fajín.

—Umberto es un acérrimo comunista, ¿verdad?

Parecía no correr la sangre por las venas de Don Pietro. Enmudeció como el cañón al que se le moja la pólvora.

—¿Cómo es posible que el hijo de un destacado del Ministerio de Exteriores sea comunista y opositor al gran Benito Mussolini? Y, ¿por qué su padre lo oculta en la clandestinidad?

En aquel instante, Don Pietro deseaba agarrarle por el cuello y apretar hasta que se desplomara. Conocía las consecuencias y remitió atacarle.

Nuevamente, el cardenal extendió la mano para continuar.

—He visto la furia en sus ojos. Ansía liberar su odio, aunque no lo hará porque ha descubierto el vínculo que nos mantendrá unidos.

De alguna manera, su secreto había llegado al cardenal. Y, Umberto, su único hijo, era un comunista más, como aquellos a los que se encarcelaba en Italia. Después de innumerables discusiones con él, Umberto no renunció a sus ideales. Don Pietro sabía que nunca sería libre bajo el régimen y tuvo que saltarse las normas para ayudarle a salvar su vida.

Dos años atrás, le envió a Sicilia y, desde entonces, no había vuelto a verle.

—No sé cómo lo ha sabido. Si se atreve a desvelar el secreto me encargaré personalmente de usted. Ni la Iglesia podrá detenerme.

El cardenal, inalterado, le respondió:

—Conténgase. Le recuerdo que sé guardar un secreto.

—¿Qué es lo que quiere?

—Piense en ello cada vez que sienta tentación de traicionarme. Será garantía suficiente para que mantengamos el compromiso y la confianza.

Don Pietro cayó en sus redes y terminó cediendo.

—Su chantaje es deshonesto.

—Le aseguro que no es de mi agrado. Confío plenamente en su inteligencia, Don Pietro.

Siguieron a paso lento; uno al lado del otro, cuando una brisa cálida les acarició.

—¿Qué he de hacer para que conservar su silencio?

—Ahora hablamos el mismo idioma. En los próximos días llegará una comitiva española para reunirse con Mussolini. Necesito saber todo lo que sucede y se determina en el encuentro.

Don Pietro se detuvo al instante.

—¿Se ha vuelto loco?

—Si fuera imposible para usted, no se lo pediría.

—No tendré acceso a tal reunión.

—Pero podrá conseguir la información.

Don Pietro miró a su alrededor antes de preguntar:

—¿Para quién trabaja usted?

—No se lo diré.

—Arriesgo mi puesto y pongo en peligro la libertad de mi hijo.

El tono del cardenal fue contundente.

—No sea ingenuo. No llame libertad a la prisión en la que vive Umberto. Usted paga un tributo excesivo a La Mafia para que le mantenga bajo su custodia en Sicilia.

—Ahora quedo atrapado entre dos frentes. ¿Qué otra opción tengo? Su confianza se basa en el chantaje.

—Comprendo su descontento.

—¿Quiénes vendrán a reunirse con el Duce?

—Solo sé que un periodista español destinado en Londres formará parte de la comitiva.

—¿Destinado en Londres? Así que los británicos están detrás de todo.

—No le conviene saberlo. Cumpla con su parte.

—Está bien. Aunque no mi convicción, tiene mi compromiso y mi colaboración.

—Por ahora me sirve. —Y se detuvieron casi al final del camino. El cardenal esbozó una sonrisa muy acertada. —Es un buen hombre, Don Pietro, no me equivoqué al elegirle.

—Conseguiré lo que pide.

—Ahora que cada uno sabemos el secreto del otro, mantendremos la confianza, ¿de acuerdo? —Dijo mientras volvía a extender el brazo con la palma de la mano hacia abajo.

—Espero que la pena. —Y besó el anillo.

—Seguro que sí. —El cardenal se aseguró de que nadie pudiera oírle y dijo: —Para contactar conmigo, acuda al confesionario de la pequeña Iglesia de San Giovanni, en la Porta Latina, entre las diez y las once de la mañana. Después de la ceremonia, estoy disponible para la confesión de los feligreses, todos los días.

—¿Cómo sabré qué confesionario es?

—Lo sabrá.

Don Pietro se alejó cruzando de nuevo la plaza, camino del Lancia Augusta. Su mente estaba dudosa, su corazón golpeado y su cuerpo tenso. Jamás hubiera esperado que la reunión terminara de aquel modo.

Una vez en su coche, quiso reflexionar tranquilamente en la vieja Piazza Colonna. Puso en marcha el coche y se marchó.

Una bala, un final

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