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Miércoles, 22 de julio de 1936

Berlín, Alemania

El veraniego julio se resistía en el corazón de Alemania. Una borrasca ocultó el sol quince días atrás y, por segunda vez en aquella mañana, llovía.

El tren deceleró y los pasajeros se levantaron impacientes. Invadieron el andén nada más el tren se detuvo y Herbert esperó sentado a que el vagón estuviera prácticamente desalojado. Aun con pereza al ver lloviznar, se animó a salir. Cargaba una pequeña maleta de piel mientras se protegía de la lluvia con abrigo y sombrero.

Un viejo y destartalado taxi le llevó cerca de la Kochstrasse, frente a una pequeña cafetería próxima a la Whilhelmstrasse y la central del SD.

Se apresuró a entrar dejando un llamativo reguero de agua, a la vista del propietario que le ofreció un café caliente. Herbert observó rápidamente y se dirigió al fondo del local, dejando la maleta en el suelo y colgando la chaqueta ya empapada.

—Buenos días, Reinhard.

Heydrich se secó los labios con la servilleta después de un sorbo de leche y le devolvió el saludo. Con americana gruesa y camisa blanca, no alertaba del poder que ostentaba como jefe de todas las policías germanas.

—¿Has tenido buen viaje?

—He dormido casi todo el trayecto.

—¿Y cómo está Karla? Seguirá igual de hermosa, supongo.

Herbert asintió mientras le trajeron el café.

—Tengo trabajo. —Importunó Heydrich reclinándose.— ¿Qué quieres contarme?

—Es acerca de mi amigo Pietro Bassano. Verás…

Herbert lo detalló todo; sus dudas, la sospecha e incluso el cambio de humor de Don Pietro. Cuando terminó, esperaba que Heydrich se lanzara a conjeturar y, sin embargo, sonrió con bastante encanto.

—Ya son muchos años los que mi familia y la tuya se conocen. Todavía recuerdo cuando mi padre te compró el aparador. A partir de entonces, te recomendaba a quien buscaba mobiliario de calidad. Es más, Lina y yo agradecemos mucho el comedor que nos regalaste para nuestra boda.

—Es lo menos que podía hacer, Reinhard.

Entonces Heydrich borró la sonrisa y agudizó su voz.

—Me señalaste a tu mayor competidor y despejé el camino a tu negocio. —Herbert apretó los labios acongojado.— Los clientes de aquel judío son ahora tus clientes, de los que obtienes grandes beneficios. Y todo gracias a mi buen gesto.

Era el punto débil de aquella relación y no la primera vez que se lo recordaba. Dejó pasar unos segundos para que Herbert lo tuviera claro y le dijo:

—¿Sabías que Italia siempre me ha resultado interesante? Benito Mussolini, demagogo y amigo, gobierna con autoridad y protagonismo desde la histórica Roma, aunque está vigilado constantemente por el Vaticano. Este ha sido, y es, influyente en todos los gobiernos. Se inmiscuye en los asuntos de estado y curiosamente nunca es responsable de nada. —Entonces se cruzó de brazos.— Por un lado, tienes a Pietro Bassano, que trabaja en el Ministerio de Exteriores, teniendo acceso a información secreta. Y, por otro, tienes al cardenal que ha llegado hasta él de manera inesperada, surgiendo de la oscuridad. —Cogió el vaso de leche y rápidamente lo terminó de un trago.— La Iglesia; el más antiguo y envidiable servicio de inteligencia, Herbert. —Desplazó despacio el vaso con los dedos hasta el centro de la mesa.— ¿No te parece llamativo? A mí me resulta excitante.

—Sí, Reinhard.

—Mira al Conde Ciano; yerno de Mussolini y ahora Ministro de Exteriores. Tu amigo Pietro Bassano trabaja para él, de manera que el cardenal Leo Sacheri sabe muy bien qué pez ha ido a pescar.

—¿Qué quieres que haga ahora?

—Continúa así. No tengo efectivos en Italia, por el momento, salvo tú. Me interesa cualquier información que pueda beneficiarme. Así que, quiero saber qué hay entre el cardenal y Pietro Bassano. —Observó el apagado semblante de Herbert y le preguntó:— ¿Te preocupa algo?

—Quisiera pedirte un favor.

—Por supuesto.

—Pietro es amigo mío y no quisiera…

Heydrich, jactado de usar a todo el mundo bajo su propósito, se apoyó sobre la mesa y le interrumpió en voz baja.

—Descuida. No sería capaz de poner en peligro a tu fuente de información. Si es amigo tuyo, le protegeré. —Miró el reloj y enseguida se levantó.— He de marcharme. Avísame cuando regreses a Berlín y volveremos a vernos, ¿entendido? —Hizo una seña al camarero y cogió su chaqueta.— Da recuerdos a Karla de mi parte.

Heydrich salió del local dejando a Herbert al cargo de la cuenta. En silencio, recogió su chaqueta y agarró el maletín antes de salir a la calle. Seguía lloviendo con menor intensidad. Respiró pausadamente, pero sobrecogido por la actitud de Heydrich.

Como sucedía en otras ocasiones, Heydrich le recordaba su deuda convirtiéndola en una cuenta eternamente pendiente. Aun así, a Herbert le interesaba pues sabía que siempre contaría con el apoyo del cada vez más poderoso jefe del SD. Se puso el sombrero y caminó acurrucado hasta que subió a un autobús.

Había terminado su reunión en Berlín y solo tenía que llegar hasta la estación de ferrocarril para comprar un billete y regresar a Italia. Le esperaban algunos transbordos y tiempo suficiente para ordenar su estrategia.

Lo que comenzó siendo una mínima sospecha, se había convertido en una misión.

Una bala, un final

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