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Lunes, 3 de agosto de 1936

Roma, Italia

Bien avanzadas las ocho, Andrew asistía a una reunión con el embajador británico. En la segunda planta, camino del despacho, se encontró por casualidad con Charles.

—Sr. Parker, espere un momento. —Se aproximó al oído y le susurró:— Espéreme en el pequeño parque de la Via Piacenza. ¿Lo conoce? —Charles asintió.— Espéreme allí. En media hora estaré con usted.

Andrew no se despidió y continuó por el pasillo hacia el despacho del embajador.

Intrigado, Charles obedeció y estuvo esperándole en el parque más de una hora bajo un sol abrasador. Dando vueltas, el sudor de la espalda le había mojado la camisa cuando, sin poder imaginarlo, vio a Andrew sentado en un banco de piedra. Tuvo un arranque de ira y caminó directamente hasta quedar junto a la estatua del Rey Carlos Alberto.

—He llegado ahora mismo, Sr. Parker. No se altere y siéntese a mi lado. —Charles notó enseguida el calor del banco.— Le pondré al corriente. En los últimos días, nuestro gobierno y el francés se han reunido varias veces para determinar cómo actuar ante la guerra en España. Y esta madrugada, en Roma, el delegado francés nos ha planteado una estrategia interesante.

—¿Puede decírmela?

—Se trata de negociar las condiciones para poner fin a la intervención extranjera en España.

—Es una excelente iniciativa.— Admiró al instante.

—Lo es, siempre que se llegue a un acuerdo y que todas las partes lo cumplan. —Andrew entrecruzó las manos sobre sus piernas.— Hace pocos días, Italia envió en secreto un contingente de aviones para trasladar a las tropas sublevadas desde Melilla hasta la Península. Por sorpresa, algunas aeronaves aterrizaron donde no debieron; en territorio francés, en el norte de África. Inmediatamente, Francia ha reaccionado y ha intervenido a favor de la República.

—Así que la torpeza italiana fuerza la ayuda internacional.

—Más o menos. —Bromeó.— Entre otras consecuencias, esto puede llevarnos a un conflicto de mayor escala, sin quererlo.

Andrew encendió un cigarrillo y la nicotina le ayudó a continuar.

—Como ve, nosotros no podemos controlar la inercia de la política internacional. Sin embargo, sí que somos capaces de abrir una discreta vía de comunicación, dejándola dispuesta en caso de necesitarla. Tenemos, mejor dicho, tiene que llegar a Canaris, Sr. Parker. —Y Andrew fumó intensamente ante la mirada impotente de Charles.— Esa vía que Sir Thomas quiere abrir por mediación de usted será desconocida para todo el mundo. ¿Comprende?

—Eso si consigo llegar hasta Canaris y si este acepta.

—No será fácil, Sr. Parker.

—Todavía no sé cómo voy a lograrlo aquí en Roma.

Andrew rio y comenzó a toser inesperadamente.

—Debería fumar con menos ansiedad.

—Ocúpese de sus vicios. —Le respondió con dificultad.— Y, volviendo a su preocupación, sepa que saldrá de Italia por una temporada.

—¿A qué diablos se refiere?

—Irá a Inglaterra, a Dover, concretamente. Le he reservado un compartimento en un tren al que subirá mañana. Irá hasta Milán donde cambiará a otro que le trasladará a París. Allí subirá a un avión con rumbo a Londres. A su llegada al aeropuerto de Heathrow le estará esperando alguien de la confianza de Sir Thomas.

—¿Qué he de hacer en Dover?

—Eso se lo contará el viejo.

Charles se levantó incómodo y se alisó el pantalón.

—Por un lado, estoy animado con esta misión, pero, por otro, tengo tantas incógnitas y temores que no sé por qué sigo adelante.

—Cada cosa a su tiempo, Sr. Parker. Si le sirve de consuelo, le necesito en Roma. Ahora Sir Thomas le ha reclamado y él le explicará con qué propósito. Pero regrese entero, por favor.

—¿Qué ocurriría si Canaris se reuniera con Mario Roatta mientras estoy fuera?

—Sería un contratiempo que tendríamos que recuperar.

—Ya veo…

Andrew se levantó y lanzó la colilla al suelo. Lanzó el humo con fuerza y le dio un golpecito en la espalda a Charles antes de alejarse.

—¡Otra cosa más, Sr. Parker! Lleve ropa elegante, imagino que sabrá elegir bien sus trajes. Que tenga buen viaje.

Charles le vio alejarse con su vulgar caminar. Se marchó del parque y sintió incertidumbre por su futuro. Una sensación que le apretó el estómago. Una vez más, la trayectoria inicial cambiaba de rumbo conforme avanzaba la misión.

En cambio, volvía a Inglaterra y siempre le ilusionaba pisar su tierra natal. Hasta entonces, disfrutaría de una comida italiana acompañada de buen vino toscano para saciar su paladar seco.

Lo demás estaba por llegar.

Una bala, un final

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