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Domingo, 2 de agosto de 1936

Orvieto, Italia

Durante los últimos días, Don Pietro estuvo informando al cardenal de cada movimiento del gobierno italiano con relación al conflicto español. Su información era filtrada por Andrew y emitida directamente a Dover para que el equipo de Sir Thomas la procesara. En definitiva, colaboraba eficazmente con la inteligencia británica bajo la esperanza de que el cardenal ayudara a Umberto.

Aquel domingo regresó a Orvieto sin haber avisado a Gabriela, quien además le recibió en el porche muy rezongada. Tussio se encargó de la maleta y Gabriela entró junto a su marido sin haberle dado un beso de bienvenida.

A Don Pietro no le fue difícil advertir su enojo y los dos subieron al dormitorio.

—¿Karla continúa en la casa?

—¿Qué está sucediendo en Roma, Pietro? —Preguntó tajante nada más cerrar la puerta.

—Tenemos mucho trabajo en el ministerio.

Mientras se quitaba la corbata, Gabriela se cruzó de brazos y le miró firme.

—Karla sigue conmigo, al menos así no estoy sola.

—¿Podrá quedarse algunos días más? He de volver a Roma.

—¿Cuándo?

—Mañana.

Gabriela esbozó una queja y se acercó.

—¿Qué está ocurriendo?

Don Pietro se quitaba la camisa a la vez que se sentaba en la cama.

—Créeme, no puedo decírtelo.

—Entiendo... No me importan los secretos de tu ministerio, pero sí los que afectan a nuestra relación.

Don Pietro se desabrochó los zapatos y la miró enseguida.

—Gabriela, no tengo secretos contigo. Estoy cansado y necesito tomar una copa para relajarme.

—¿Cuánto más va a durar esto?

—No nos enfademos, por favor. —Y se levantó para cogerle de la mano.— La inestabilidad de España nos está afectando. Ahora tenemos mucha actividad y necesito estar más tiempo en Roma.

Cabizbaja, Gabriela asumió la excusa y se apoyó en el pecho de Don Pietro. Él la abrazó quedando juntos y en silencio.

—Hablaré con Karla.

—Gracias, querida. Ahora, ve abajo. Voy a bañarme y después estaré con vosotras.

Ya en el salón, fue directa a la mesita para llenar una copa de Martini añadiendo unas gotas de ginebra. Con una cucharilla de plata, lo removió camino de la terraza. Buscó refugio en el fresco atardecer, su pelo ondeaba con la brisa y se apoyó en la barandilla con la copa en la mano. Observando las hileras de viñedos, se preocupaba por su marido.

La última ocasión que padeció así fue durante las semanas previas a la Guerra de Abisinia. Lo recordaba con consternación y esta vez esperaba equivocarse.

Karla apareció por detrás y se apoyó igualmente a su lado.

—Te conozco bien y sé que habéis discutido. Creo que estoy de más.

—No, Karla. Quiero que te quedes conmigo.

—¿Qué ha pasado?

—Vuelve a Roma. Parece que hay problemas en el gobierno.

—¿Por qué no vas con él?

Gabriela no respondió enseguida. Bebió y esperó.

—Acompañarle es lo mismo que estar aquí. Apenas estaría con él. Es mejor que me quede, puedo dar largos paseos, cuidar de mis flores...

No pudo contener la emoción y Karla le cogió de la mano.

—Me quedaré el tiempo que necesites.

—Tampoco quiero que te separes de tu marido.

—¿Bromeas? Herbert parece un diplomático; nunca está en casa. A él no le importará.

—Como quieras. —Y se abrazaron.

—Iremos juntas a Florencia, después a Siena, luego visitaremos Castiglione del Lago… Será fantástico. ¿Qué te parece?

—Nos llevará días recorrer todos esos lugares.

—Y tiempo es lo que tenemos, ¿no es cierto?

Gabriela sonrió aliviada antes de rematar el Martini. Entraron en el salón y vieron a Tussio preparar la mesa para la cena.

Una bala, un final

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