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Pregunté por los Drexler en la oficina de correos de la Sintenis Platz, una plaza tranquila y silenciosa, en un tiempo cubierta de hierba y ahora dedicada al cultivo de cosas comestibles.

La encargada, una mujer con sendos enormes tirabuzones a la griega a cada lado de la cabeza, me informó, eficiente, de que sabía quiénes eran los Drexler y que, como la mayor parte de la gente del barrio, recogían el correo en la oficina. Por lo tanto, explicó, no se conocía su dirección exacta en la Handjery Strasse. Pero lo que sí añadió fue que el considerable correo que recibían los Drexler era ahora aún mayor debido a que hacía varios días que no se habían molestado en ir a recogerlo. Utilizó la palabra «molestado» con algo más que desagrado y me pregunté si tendría alguna razón para que no le gustaran los Drexler. Mi ofrecimiento de entregarles el correo fue rechazado sin dudar. Eso no sería correcto. Pero me dijo que, por supuesto, podía recordarles que fueran a recogerlo, ya que empezaba a resultar un incordio.

A continuación decidí probar en el Presidium de la policía de Schönberg, en la cercana Grunewald Strasse. Bajo la inestable sombra de unas paredes de queso gorgonzola que se inclinaban hacia delante como si estuvieran de puntillas, pasé frente a edificios sin ningún daño salvo por una esquina de balaustrada desaparecida, como un pastel de bodas que alguien hubiera probado a escondidas, y luego justo por delante del club nocturno Gay Island, donde, según me habían dicho, Becker se había reunido con el capitán Linden. Era un lugar deprimente, con un aspecto desangelado y un barato letrero de neón, ahora apagado, y casi me alegré de que estuviera cerrado.

En el Presidium, el poli de detrás del mostrador tenía una cara tan larga como la uña del pulgar de un mandarín, pero era un tipo servicial y mientras consultaba el registro me contó que los Drexler no eran desconocidos para la policía de Schönberg.

—Son una pareja judía —explicó—. Abogados. Bastante conocidos por aquí. Incluso podría decirse que «mal» conocidos.

—¿De verdad? ¿Y cómo es eso?

—No es que infrinjan las leyes, entiéndame. —El dedo del sargento, del tamaño de una salchicha, encontró el nombre en el libro y recorrió la página en diagonal hasta llegar a la calle y el número—. Aquí está. Handjery Strasse. Número diecisiete.

—Gracias, sargento. ¿Qué me decía de ellos?

—¿Es usted amigo suyo? —dijo con cautela.

—No, no lo soy.

—Verá, señor, simplemente es que a la gente no le gusta esa clase de cosas. Quieren olvidar lo que ha pasado. No creo que esté bien escarbar en el pasado de esa manera.

—Perdóneme, sargento, pero ¿qué hacen exactamente?

—Cazan a los llamados criminales de guerra nazis.

Asentí.

—Ya se entiende que quizá no sean muy populares entre sus vecinos.

—Lo que sucedió estuvo mal, pero tenemos que reconstruir, empezar de nuevo. Y no sé cómo vamos a hacerlo si la guerra nos sigue a todas partes como una peste.

Como necesitaba más información, le di la razón. Luego le pregunté por el Gay Island.

—No es la clase de sitio donde me gustaría que me pillara mi mujer. Lo lleva una pájara llamada Kathy Fiege. Está lleno de otras como ella. Nunca hay problemas, aparte de un yanqui borracho de vez en cuando. Y a eso no se le puede llamar problemas. Además, si los rumores son ciertos, pronto seremos todos yanquis, al menos todos los que estamos en el sector estadounidense, ¿no?

Le di las gracias y me dirigí a la puerta.

—Solo una cosa más, sargento —dije dando media vuelta—. Esos Drexler... ¿Encuentran alguna vez a algún criminal de guerra?

En la larga cara del sargento apareció un gesto divertido y malicioso.

—No si podemos evitarlo, señor.

Los Drexler vivían algo más al sur, cerca de la comisaría, en un edificio recientemente restaurado al lado de la línea del S-Bahn y frente a una pequeña escuela. Pero no contestó nadie cuando llamé a la puerta de su apartamento en el último piso.

Encendí un cigarrillo para quitarme de la nariz el fuerte olor a desinfectante que había en el rellano y volví a llamar. Al bajar la vista vi en el suelo, junto a la puerta, dos colillas que sorprendentemente nadie había recogido. No parecía que nadie hubiera entrado por aquella puerta desde hacía tiempo. Al inclinarme para recoger las colillas, me encontré con que el olor era aún más fuerte. Me coloqué en posición de flexión, apreté la nariz contra el espacio entre el suelo y la puerta, y me vinieron arcadas cuando el aire del interior del piso me llenó la garganta y los pulmones. Me aparté rápidamente y tosí hasta que saqué medio hígado en las escaleras que bajaban.

Cuando recuperé el aliento me levanté y sacudí la cabeza. No parecía posible que nadie pudiera vivir en un ambiente así. Miré hacia abajo por el hueco de la escalera. No había nada por allí.

Me aparté de la puerta y di una fuerte patada contra la cerradura con mi pierna buena, pero apenas se movió. Una vez más miré por el hueco de la escalera para ver si el ruido había hecho salir a alguien de su piso, y, viendo que nadie había detectado mi presencia allí, volví a golpear.

La puerta se abrió de golpe y un olor horrible y pestilente se me vino encima, un olor tan fuerte que me hizo tambalear y casi caer escaleras abajo. Tapándome la boca y la nariz con las solapas de la chaqueta, entré de un salto en el piso, que estaba en penumbra, y, distinguiendo apenas la vaga silueta de unas cortinas, rasgué el pesado terciopelo y abrí la ventana.

El aire frío me enjugó las lágrimas de los ojos cuando me asomé para aspirar aire fresco. Unos niños que volvían a casa desde la escuela me saludaron con la mano y yo les devolví el saludo.

Cuando estuve seguro de que la corriente de aire entre la puerta y la ventana había ventilado la habitación, volví al interior para encontrar lo que fuera que iba a encontrar. Aquel olor solo podía ser de algo pensado para liquidar a un elefante.

Fui hasta la puerta de entrada y la abrí y la cerré varias veces para hacer entrar un poco más de aire limpio mientras observaba el escritorio, las sillas, las librerías y las pilas de libros y papeles que llenaban la pequeña habitación. Más allá había una puerta abierta y el extremo de un cabezal de cama de bronce.

Mientras me dirigía hacia el dormitorio, di con el pie contra algo que había en el suelo. Era una de esas bandejas baratas de hojalata, del tipo que se encuentra en un bar o en un café.

Salvo por la congestión de las dos caras que yacían juntas, una al lado de otra, se podría haber pensado que seguían durmiendo. Si tu nombre está escrito en la lista fúnebre de alguien, hay peores formas de morir que por asfixia.

Aparté el edredón y desabroché la chaqueta del pijama de Herr Drexler, dejando al descubierto una barriga hinchada y recorrida por venas y pústulas como si fuera un trozo de queso azul. La apreté con el dedo. Estaba dura. Como era de esperar, al presionar con más fuerza, hice que el cadáver se tirara una ventosidad, lo cual delataba un trastorno gaseoso de los órganos internos. Parecía que los dos llevaran muertos al menos una semana.

Volví a taparlos con el edredón y regresé a la primera habitación. Durante un rato miré impotente los libros y papeles que había en el escritorio, incluso hice un desganado intento para descubrir alguna pista. Pero, dado que solo contaba con una muy vaga idea del puzzle, pronto abandoné mi intento, ya que era una pérdida de tiempo.

En el exterior, bajo un cielo color de madreperla, empezaba a encaminarme hacia el S-Bahn cuando algo atrajo mi mirada. Había tanto equipamiento militar abandonado por todo Berlín que, salvo por la manera en que habían muerto los Drexler, no habría prestado ninguna atención a aquello. Sobre un montón de escombros que se habían ido acumulando en la cuneta había una máscara antigás. Una lata vacía rodó hasta mis pies cuando tiré de la cinta de goma. Haciéndome rápidamente una idea sobre la escena del crimen, abandoné la máscara y me puse en cuclillas para leer la etiqueta que había en la lata oxidada.

«Zyklon-B. ¡Gas venenoso! ¡Peligro! ¡Manténgase en lugar fresco y seco! Protéjase del sol y de las llamas. Abrir y usar con extrema precaución. Kaliwerke A. G. Kolin».

En mi mente, imaginé a un hombre de pie ante la puerta de los Drexler. Era bien entrada la noche. Nervioso, fumó a medias un par de cigarrillos antes de ponerse la máscara antigás y ajustar las correas para que le quedara bien apretada. Luego, abrió la lata de ácido prúsico cristalizado, volcó las bolitas, que ya se estaban licuando al contacto con el aire, en la bandeja que había traído con él, y la deslizó por debajo de la puerta, metiéndola en el piso de los Drexler. La pareja dormía, respirando profundamente, y perdió el conocimiento cuando el gas Zyklon-B, utilizado por primera vez con seres humanos en los campos de exterminio, empezó a bloquear la producción de oxígeno en su sangre. No había muchas probabilidades de que los Drexler hubieran dejado una ventana abierta con aquel tiempo. Pero quizá el asesino colocara algo —una chaqueta o una manta— en el resquicio inferior de la puerta para impedir que entrara aire fresco en el apartamento o para evitar que muriera alguien más en el edificio. Solo una parte de cada dos mil del gas era letal. Finalmente, al cabo de quince o veinte minutos, cuando las bolitas se hubieran disuelto completamente y el asesino estuviera seguro de que el gas había hecho su mortal y silencioso trabajo —consistente en que dos judíos más, por las razones que fuera, se reunieran con los otros seis millones— recogería la chaqueta, la máscara y la lata vacía (puede que no tuviera intención de dejar la bandeja; aunque no importaba, con seguridad llevaría guantes para manipular el Zyklon-B) y desaparecería en la noche.

Uno casi podía admirar tanta simplicidad.

Réquiem alemán

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