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En algún punto calle arriba, un jeep se alejó gruñendo en la negrura cargada de nieve. Limpié el vapor de la ventana con la manga y vi el reflejo de una cara que reconocí.

—Herr Gunther —dijo cuando yo me volví en el asiento—, me pareció que era usted.

Una fina capa de nieve le cubría la cabeza. Con su cráneo cortado a escuadra y sus orejas salientes y perfectamente redondeadas, me recordaba un cubo del hielo.

—Neumann —dije—, estaba seguro de que habías muerto.

Se secó la cabeza y se quitó la chaqueta.

—¿Le importa si me siento? Mi novia aún no ha llegado.

—¿Desde cuándo tienes novia, Neumann? Por lo menos, una que no hayas pagado.

Se removió nervioso.

—Mire, si va a...

—Relájate —dije—. Siéntate. —Llamé al camarero—. ¿Qué vas a tomar?

—Solo una cerveza, gracias. —Se sentó y me miró fijamente con los ojos entrecerrados—. No ha cambiado mucho, Herr Gunther. Algo más viejo, con el pelo algo más gris y bastante más delgado que antes, pero el mismo de siempre.

—No quiero ni pensar qué aspecto tendría si pensaras que he cambiado —dije irónicamente—. Pero lo que acabas de decir me parece una descripción bastante precisa de los ocho años pasados.

—¿Tanto tiempo hace desde la última vez que nos vimos?

—Guerra más o guerra menos. ¿Sigues escuchando por las cerraduras?

—Herr Gunther, no sabe ni la mitad de la historia —dijo con un resoplido—. Soy celador de la prisión de Tegel.

—¡Venga ya! ¿Un tipo tan retorcido como tú?

—De veras, Herr Gunther, es verdad. Los yanquis me han puesto a vigilar a los criminales de guerra nazis.

—Y tú eres sus trabajos forzados, ¿a que sí?

Neumann volvió a mostrarse incómodo.

—Aquí llega tu cerveza.

El camarero dejó el vaso delante de él. Empecé a hablar, pero los estadounidenses de la mesa de al lado rompieron a reír a carcajadas. Luego uno de ellos, un sargento, dijo algo y esta vez incluso Neumann se rio.

—Ha dicho que no cree en la confraternización —explicó Neumann—. Dice que no quiere tratar a ninguna Fräulein igual que trata a su hermano.

Sonreí y miré a los estadounidenses.

—¿Has aprendido a hablar inglés trabajando en Tegel?

—Claro. Allí aprendo muchas cosas.

—Siempre has sido un buen informador.

—Por ejemplo —dijo bajando la voz—, me he enterado de que los soviéticos han detenido un tren militar británico en la frontera para desenganchar dos coches con pasajeros alemanes. Se dice que es una represalia por lo de las dos zonas. —Se refería a la fusión de las zonas británica y estadounidense de Alemania. Neumann bebió un poco de cerveza y se encogió de hombros—. Puede que haya otra guerra.

—No veo cómo —dije—. A nadie le queda estómago para otra dosis.

—No sé... quizá no.

Dejó el vaso y sacó una caja de rapé, que me ofreció. Rehusé con un ademán e hice una mueca al verlo coger un pellizco y metérselo dentro de la boca.

—¿Vio algo de acción durante la guerra?

—Venga, Neumann, ya sabes que eso no se pregunta. Nadie pregunta una cosa así en estos días. ¿Me has oído preguntarte cómo conseguiste tu certificado de desnazificación?

—Puedo informarle de que lo conseguí legítimamente. —Sacó la cartera y desdobló un trozo de papel—. Nunca estuve implicado en nada. Libre del contagio nazi, dice aquí, y eso es lo que estoy, y me siento orgulloso de ello. Ni siquiera estuve en el ejército.

—Solo porque no te aceptaron.

—Libre del contagio nazi —repitió enfadado.

—Debe ser lo único que no se te ha contagiado.

—¿Y usted que está haciendo aquí? —replicó con cierta sorna.

—Me encanta venir al Gay Island.

—Nunca lo había visto antes, y hace tiempo que vengo por aquí a menudo.

—Sí que parece la clase de sitio en el que tienes que sentirte cómodo. Pero ¿cómo puedes permitírtelo con el sueldo de un celador?

Neumann se encogió de hombros, evasivo.

—Debes de hacer muchos recados —sugerí.

—Bueno, hay que hacerlos, ¿no? —Sonrió entre dientes—. Apuesto a que está aquí por un caso, ¿verdad?

—Quizá.

—A lo mejor podría ayudarle. Como he dicho, vengo mucho por aquí.

—De acuerdo. —Saqué la cartera y le enseñé un billete de cinco dólares—. ¿Has oído hablar alguna vez de alguien llamado Eddy Holl? Viene por aquí algunas veces. Está en el negocio de la publicidad. En una empresa llamada Reklaue & Werbe Zentrale.

Neumann tragó saliva y miró con desánimo el billete.

—No —dijo a regañadientes—, no lo conozco. Pero podría preguntar por ahí. El camarero es amigo mío. Podría preguntar...

—Ya lo he intentado. No es muy hablador. Pero, por lo que llegó a decir, no creo que conociera a Holl.

—Esa gente de la publicidad. ¿Cómo ha dicho que se llaman?

—Reklaue & Werbe Zentrale. Están en la Wilmersdorfer Strasse. Estuve allí esta tarde. Según ellos, Herr Eddy Holl está en las oficinas de su central en Pullach.

—Bueno, a lo mejor sí que está allí. En Pullach.

—Nunca he oído hablar de ellos. No puedo imaginarme que haya ninguna oficina central de nada en Pullach.

—Vaya, pues se equivoca.

—De acuerdo —dije—, sorpréndeme.

Neumann sonrió y señaló con la cabeza los cinco dólares que yo estaba volviendo a meter en la cartera.

—Por cinco dólares podría decirle todo lo que sé.

—Nada de rollos.

Asintió y le tiré el billete.

—Será mejor que valga la pena.

—Pullach es un pequeño suburbio de Múnich. También es el cuartel general de la Dirección de Censura Postal del Ejército de Estados Unidos. Todo el correo para los soldados norteamericanos de Tegel tiene que pasar por allí.

—¿Eso es todo?

—¿Qué más quiere, la pluviosidad media anual?

—Está bien, no estoy seguro de para qué me sirve eso, pero gracias de todos modos.

—A lo mejor puedo tener los ojos abiertos por si veo a ese Eddy Holl.

—¿Por qué no? Me voy a Viena mañana. Cuando llegue te telegrafiaré la dirección donde voy a estar por si te enteras de algo. El pago a la entrega.

—Joder, me gustaría poder ir. Me encanta Viena.

—Nunca me has dado la impresión de ser un tipo cosmopolita, Neumann.

—Supongo que no querrá entregar unas cuantas cartas cuando esté allí, ¿eh? Tengo unos cuantos austríacos en mi planta.

—¿Qué dices? ¿Hacer de cartero para unos cuantos criminales de guerra nazis? No, gracias. —Me acabé la bebida y miré la hora—. ¿Crees que todavía vendrá esa amiga tuya?

Me levanté para marcharme.

—¿Qué hora es? —dijo frunciendo el ceño.

Le enseñé la esfera de mi Rolex de pulsera. Casi había decidido no venderlo. Neumann hizo una mueca cuando vio la hora.

—Supongo que algo la habrá retenido —dije.

Movió la cabeza tristemente.

—Ahora ya no vendrá. Mujeres...

Le di un cigarrillo.

—En estos tiempos, la única mujer en la que puedes confiar es en la esposa de otro.

—Es un mundo asqueroso, Herr Gunther.

—Sí, pero no se lo digas a nadie.

Réquiem alemán

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