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Era un día frío y hermoso. De esa clase que se aprecia mejor si tienes un fuego que avivar y un perro al que acariciar. Yo no tenía ninguna de las dos cosas, ni tampoco había combustible alguno y nunca me han gustado mucho los perros. Pero gracias al edredón en que me había envuelto las piernas, no tenía frío y justo empezaba a felicitarme por poder trabajar en casa —con la sala haciendo las veces de despacho— cuando alguien llamó a lo que pasaba por ser la puerta principal.

Solté un taco y me levanté del sofá.

—Un minuto —grité a través de la madera—, no se vaya. —Di la vuelta a la llave en la cerradura y empecé a tirar del picaporte de bronce—. Sería una ayuda si usted empujase desde su lado —grité de nuevo. Oí el roce de unos zapatos en el descansillo y luego noté la presión al otro lado de la puerta. Finalmente se abrió de golpe.

Era un hombre de unos sesenta años. Con sus pómulos altos, su nariz pequeña y fina, sus patillas anticuadas y su expresión de enfado, me recordaba a un babuino dominante, viejo y malvado.

—Me parece que me he roto algo —gruñó frotándose el hombro.

—Lo siento —dije, y me hice a un lado para dejarlo pasar—. Ha habido muchos hundimientos en el edificio. Sería necesario volver a colocar la puerta, pero, claro, no es posible encontrar herramientas. —Lo acompañé a la sala—. Con todo, no podemos quejarnos. Nos han puesto cristales nuevos y parece que el tejado no deja entrar la lluvia. Siéntese.

Señalé el único sillón y yo volví a ocupar mi sitio en el sofá.

El hombre dejó su maletín en el suelo, se quitó el sombrero hongo y se sentó exhalando un suspiro fatigado. No se desabrochó el abrigo, de color gris, y yo no le culpé por ello.

—He visto su anuncio en una pared de la Kurfürstendamm —explicó.

—¿De verdad? —dije, recordando vagamente las palabras que había escrito en un trozo de cartulina la semana anterior. Fue idea de Kirsten. Con todos los letreros anunciando personas en busca de pareja y transacciones matrimoniales que cubrían los muros de los ruinosos edificios de Berlín, yo suponía que nadie se habría molestado en leerlo. Pero ella había tenido razón, después de todo.

—Me llamo Novak —dijo mi visitante—. Doctor Novak. Soy ingeniero, de procesos metalúrgicos, en una fábrica de Wernigerode. Mi trabajo tiene que ver con la extracción y producción de metales no ferruginosos.

—Wernigerode —dije—, eso está en las montañas Harz, ¿no?

Asintió.

—He venido a Berlín a dar una serie de conferencias en la universidad. Esta mañana he recibido un telegrama en el hotel, el Mitropa...

Fruncí el ceño, tratando de recordar el hotel.

—Es uno de esos hoteles búnker —dijo Novak. Durante un momento pareció inclinado a hablarme de ello, pero luego cambió de opinión—. El telegrama era de mi mujer, instándome a interrumpir mi viaje y volver a casa.

—¿Por alguna razón en particular?

Me dio el telegrama.

—Dice que mi madre no está bien.

Desdoblé el papel, miré el mensaje mecanografiado y observé que lo que realmente decía era que estaba gravemente enferma.

—Lo siento.

El doctor Novak negó con la cabeza.

—¿No la cree?

—No creo que mi esposa enviara esto —dijo—. Puede que mi madre sea anciana, pero tiene una buena salud extraordinaria. Hace solo dos días que estaba cortando leña. No, sospecho que es una treta de los rusos para hacerme volver lo antes posible.

—¿Por qué?

—Hay una enorme escasez de científicos en la Unión Soviética. Me parece que intentan deportarme para que trabaje en una de sus fábricas.

Me encogí de hombros.

—Entonces, ¿por qué le dejaron venir a Berlín?

—Eso sería conceder a la Autoridad Militar Soviética un grado de eficacia que sencillamente no tiene. Sospecho que la orden de mi deportación acaba de llegar de Moscú y que la AMS quiere que vuelva lo antes posible.

—¿Ha telegrafiado a su esposa? Para que le confirme el telegrama.

—Sí. Lo único que me ha dicho es que tengo que volver enseguida.

—Así que quiere saber si los ivanes la han cogido.

—He ido a la policía militar, aquí en Berlín —dijo—, pero...

Su hondo suspiro me informó del éxito que había tenido.

—No, no le ayudarán —dije—. Ha hecho bien en venir a verme.

—¿Puede ayudarme, Herr Gunther?

—Eso significa entrar en la Zona Este —dije, medio para mis adentros, como si necesitara que me convencieran, lo cual era cierto—. Ir a Potsdam. Conozco a alguien a quien podría sobornar en el cuartel general de las fuerzas armadas soviéticas en Alemania. Tendrá que pagarlo, y no me refiero a un par de chocolatinas.

Asintió solemnemente.

—¿No tendrá algunos dólares, por casualidad, doctor Novak?

Negó con la cabeza.

—Y también está la cuestión de mis honorarios.

—¿Qué me sugeriría?

Señalé su maletín.

—¿Qué tiene?

—Me temo que solo papeles.

—Debe de tener algo. Piense. Quizá algo en el hotel.

Bajó la cabeza y suspiró de nuevo mientras trataba de recordar alguna posesión que pudiera tener algún valor.

—Escuche, Herr Doktor, ¿se ha preguntado qué hará si resulta que los rusos tienen a su mujer?

—Sí —dijo, sombrío, y los ojos se le nublaron durante un momento.

Estaba suficientemente claro. Las cosas no pintaban bien para Frau Novak.

—Espere un momento —dijo, metió una mano en la americana y sacó una pluma de oro—. Tengo esto.

Me dio la pluma.

—Es una Parker, de dieciocho quilates.

Valoré rápidamente lo que valía.

—Unos mil cuatrocientos dólares en el mercado negro —dije—. Sí, con esto será suficiente para los ivanes. Adoran las plumas estilográficas, casi tanto como los relojes.

Arqueé las cejas, insinuando lo evidente.

—Me temo que no puedo separarme del reloj —dijo Novak—. Es un regalo de mi esposa. —Sonrió levemente al darse cuenta de la ironía.

Asentí, comprensivo, y decidí seguir con el asunto antes de que el sentimiento de culpa lo dominara.

—Y en lo que respecta a mis honorarios... Mencionó la metalurgia. No tendrá acceso a un laboratorio, ¿verdad?

—Sí, claro que lo tengo.

—¿Y a una fundición?

Asintió, pensativo, y luego con más decisión cuando comprendió de qué se trataba.

—Quiere carbón, ¿es eso?

—¿Puede conseguir algo?

—¿Cuánto quiere?

—Cincuenta kilos estaría bien.

—De acuerdo.

—Vuelva dentro de veinticuatro horas —le dije—. Para entonces debería de tener alguna información.

Treinta minutos más tarde, después de dejar una nota para mi esposa, salía del apartamento y me dirigía a la estación de ferrocarril.

A finales de 1947, Berlín seguía pareciéndose a una colosal Acrópolis de muros derrumbados y edificios en ruinas, un vasto y rotundo megalito en honor a los desechos de la guerra y al poder de 75.000 toneladas de explosivos. La destrucción que había asolado la capital de las ambiciones de Hitler no tenía parangón; una devastación de una escala wagneriana en la que el Anillo* hubiera completado su círculo; la iluminación definitiva de aquel crepúsculo de los dioses.

En muchas partes de la ciudad un plano habría sido casi de tanta utilidad como la bayeta de un limpiaventanas. Las calles principales serpenteaban como ríos alrededor de montones de escombros. Los caminos se abrían entre inestables montañas de traicioneros escombros que, a veces, cuando hacía más calor, daban al olfato una pista inequívoca de que allí había enterrado algo más que los muebles de una casa.

No era fácil hacerse con una brújula y se necesitaba mucho valor para encontrar el camino a lo largo de aquellos remedos de calles en las cuales solo las fachadas de las tiendas y los hoteles se mantenían en pie, inestables, como los decorados abandonados de una película; y se necesitaba muy buena memoria para recordar dónde vivía alguien todavía, en húmedos sótanos o, con mayor precariedad, en los pisos inferiores de los edificios de los que había desaparecido limpiamente un muro entero, dejando al descubierto todas las habitaciones y la vida interior, como si de una casa de muñecas gigante se tratara. Pocos eran los que se arriesgaban a ocupar los pisos superiores, sobre todo porque había pocos tejados intactos y muchas escaleras peligrosas.

La vida en medio de los restos del hundimiento de Alemania seguía siendo, con frecuencia, tan poco segura como lo había sido en los últimos días de la guerra: una pared que se hundía aquí, una bomba sin explotar allá. Todavía se parecía bastante a una lotería.

En la estación de ferrocarril compré lo que esperaba que fuera un billete ganador.

Réquiem alemán

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