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Tras una dura sesión de entrenamiento en Hangman’s Wood, me doy un baño de hielo y un masaje deportivo. Pero un buen masaje deportivo realizado por Jimmy Gregg, el masajista a tiempo completo del club, siempre es terriblemente doloroso. Jimmy tiene unos dedos que parecen pinzas para el carbón. Por eso lo llaman masaje deportivo: porque debes demostrar mucha deportividad para soportar ese nivel de dolor sin propinar a Jimmy un puñetazo en la cara. Y cuanto mayor me hago, más doloroso me resulta. Por más que intente comportarme como un espartano y aguantar estoicamente el dolor sin emitir sonido alguno, siempre acabo chillando como una cobaya asustada. Todo el mundo lo hace. Y, como los futbolistas se juegan dinero por cualquier cosa, a menudo hacen apuestas sobre quién puede soportar treinta minutos encima de la camilla sin soltar un gruñido o gemido. Hasta ahora nadie ha resistido la experiencia sin hacerlo. Jimmy está orgulloso de su trabajo. Dudo que alguien discrepe cuando digo que, a veces, el masaje es peor que la sesión de entrenamiento. Tal vez por eso llaman a la sala de tratamientos de Jimmy la Mazmorra de Londres.

A veces, después de llegar a casa y antes de acostarme, Sonja monta una camilla en el baño, se enfunda unos zapatos de tacón de aguja, una batita blanca que no llega a cubrirle la parte de arriba de las medias y un tanga diminuto y juega a la zorra masajista, final feliz incluido. Tiene unos dedos ligeros y maravillosos y domina a la perfección la técnica del tacto casi sin contacto, no sé si me entendéis. Pero si la caricia de sus manos es mágica —que lo es—, no tiene ni punto de comparación con su boca dulce y cariñosa; le gusta tomarse un martini muy frío antes de meterse mi polla en la boca, y la combinación del alcohol, mis labios y sus dientes es simplemente hipnótica. Jesucristo ascendiendo a los cielos no pudo sentirse mejor que yo mientras ella espera pacientemente que mis eyaculaciones acaben en su boca, y siempre se traga hasta la última gota como si fuera la miel de Manuka más cara del mercado.

—A eso le llamo yo terapia —dije al bajar de la camilla y meterme en la ducha con ella—. Si alguna vez lo incluyeran en la Seguridad Social, toda la puta Rumanía estaría viviendo aquí.

Después de eso dormí como un oso que hibernara. Mi iPhone empezó a sonar justo antes de medianoche.

Normalmente apago el móvil por la noche y activo el contestador del teléfono fijo: los periodistas deportivos no muestran reparos en llamarte a todas horas para preguntar sobre esto o aquello. Bueno, eso era antes de que apareciera Twitter. Hoy en día la prensa es más haragana y recurre a los tuits de los jugadores para obtener todas las citas jugosas que puedan necesitar. Sin embargo, durante el mercado de invierno suelo coger siempre el teléfono por si la llamada guarda relación con algún traspaso. Los representantes de los jugadores son más noctámbulos que sus clientes, como corresponde a su naturaleza vampírica. Algunos de los mejores acuerdos que he cerrado han sido fruto de negociaciones en medio de la noche.

Tengo tonos de llamada personalizados según quién me llame. Para Viktor Sokolnikov, el Ejército Rojo canta una famosa canción tradicional rusa llamada Kalinka. El de Zarco es London Calling, de The Clash. El de Sonja es I’m So Excited, de las Pointer Sisters. Esta vez no era ninguno de esos. Peaches, de The Stranglers, significaba que era Maurice McShane (lo había relacionado con el actor Ian McShane, que aparecía en Sexy Beast); Maurice era asesor personal y negociador extraoficial del City y la primera línea de defensa en cualquier crisis que estallara fuera del terreno de juego. Su labor consistía en ayudar a nuestros jugadores, pagados en exceso y a menudo ingenuos, en todo tipo de cosas: desde abrir una cuenta bancaria en un paraíso fiscal hasta pagar a algún capullo al que alguno de ellos le ha dado una paliza. Eso significaba que Maurice era uno de los hombres más ocupados de la ciudad deportiva. Los jugadores suelen confiar problemas al auxiliar que ni se plantearían mencionar al director técnico; solo ahora se los confiesan a Maurice, que a veces —si el asunto es de gravedad— me informa de ello. Lo de contratar a Maurice fue idea mía; lo había conocido en el talego y en los cinco meses que llevábamos juntos en el City ya habíamos atajado varios escándalos. No entraré en eso ahora mismo. Baste decir que jamás hemos hecho nada ilegal. Solo cosas que mantenían alejados a nuestros jugadores de los periódicos por un motivo u otro.

Entré en el cuarto de baño, cerré la puerta y me senté en el inodoro. Creo que eso es lo que llaman multitarea. Tenía varios mensajes de periodistas deportivos que me pedían que les llamara, pero los ignoré por el momento; mejor obtener información de primera mano, pensé, imaginándome ya algún escándalo en el que estuviera implicado Ayrton Taylor, tal vez por fanfarronear en algún periódico. O metiéndose en otro lío con la mujer de un jugador: no era un tipo tan ejemplar cuando se trataba de tirarse a la novia de otro.

—¿Qué pasa, Maurice?

—He pensado que debías saberlo lo antes posible —dijo—. Un colega que trabaja para la Policía Metropolitana acaba de informarme de esto. Y creo que debes prepararte para el impacto. La policía ha encontrado un cuerpo colgando de las verjas de Wembley Way. —Hizo una pausa—. Es Drenno. Ha ido allí y se ha ahorcado.

—No me jodas —dije—. Maldito idiota.

Guardamos silencio unos segundos.

—Ya sabrás que su mujer está en el mismo hospital que Didier —dijo Maurice.

—No, no lo sabía.

—Drenno le dio una buena paliza.

—Dios mío. ¿Se lo han comunicado ya?

—Sí. La prensa está allí. Y, teniendo en cuenta vuestra notoria amistad, imagino que no tardarán mucho en presentarse en tu casa.

—Como una bandada de buitres —dije—. Para picotear las entrañas.

—Es lo que suele ocurrir en estas situaciones.

—Mira, voy a tuitear algo —dije—. Y mandaré un comunicado al departamento de prensa del City de Silvertown Dock. Y al Arsenal. Joder. Estuvo aquí. Anteayer. Borracho, como de costumbre.

—¿Quieres que se lo cuente yo a la policía?

—No, lo haré yo. Pero averigua quién dirige la investigación, ¿vale? Y me envías un número de teléfono. Quiero dar explicaciones una sola vez a esos cabrones.

—Harán preguntas. Así que yo también te haré una: ¿mostraba tendencias suicidas cuando le viste?

—No más de lo habitual. —Suspiré, porque en ese momento recordé lo que había dicho—. Pero mencionó algo de copar un último titular en Wembley. No tenía ni idea. Conque a eso se refería. Dios mío. Qué idiota.

—Scott.

—¿Sí?

—Lo siento. Sé que le apreciabas.

—No —respondí—. No le apreciaba nada, Maurice. Pero quería a ese tío.

Colgué el teléfono, me enjugué las lágrimas, me lavé la cara y me miré en el espejo del cuarto de baño. Sabía qué estaba pensando el tipo que me devolvía la mirada, porque parecía enfadado. Estaba pensando: «Drenno acudió a ti para pedir ayuda, pero fuiste demasiado estúpido para darte cuenta; demasiado estúpido o demasiado vago. Te creías un puto héroe por ofrecerte a llevarlo a la clínica Priory y pagar la primera semana de tratamiento, ¿verdad? Qué generoso, Scott. Él necesitaba un amigo. Un lugar donde dormir un par de días hasta que estuviera preparado para afrontar los hechos. Debía de saber que iban a detenerlo por la agresión a Tiffany. Ya le habían advertido antes. Y le dejaste tirado. Cuando necesitaste un amigo, Drenno estuvo allí, en un momento en que nadie te dedicaba ni un minuto. En cambio, cuando él necesitó a alguien, ¿dónde coño estabas tú? Incluso te visitó cuando estuviste en el talego. Anne no lo hizo. Tu propia esposa. En los dieciocho meses que pasaste allí, Drenno fue el único que te visitó, aparte de tus padres y los abogados. Era de esa clase de amigos. Fue a visitarte cuando todo el mundo en el club le aconsejó que mantuviera las distancias.

—Lo siento —le susurré al reflejo, deseando que fuera Drenno—. Lo siento muchísimo.

«Sentirlo no lo traerá de vuelta, cabrón. Uno de los centrocampistas más dotados que ha dado nunca este país —desde luego, el mejor compañero con el que has jugado—, y ahora ha desaparecido con solo treinta y ocho años. Vaya puta desgracia».

—Lo siento, Matt —dije, y rompí a llorar de nuevo.

—¿Qué ocurre?

Me di la vuelta y vi a Sonja en el umbral. Estaba desnuda. En el espejo del cuarto de baño era la perfección hecha mujer y, si hubiera tenido una manzana de oro, se la habría dado sin pensarlo. Me sentía como Calibán junto a Miranda. O al menos algún ser atroz y feo.

—Es Matt —respondí—. Se ha ahorcado.

—Dios mío, Scott. Lo siento mucho. —Sonja me abrazó un segundo y se sentó en el inodoro—. Es horrible.

—Solo tenía treinta y ocho años —dije, como si eso empeorara las cosas.

—No debes culparte por ello —dijo ella.

—Sí, lo hago. Necesitaba ayuda. Por eso vino la otra noche. Porque no tenía otro sitio adonde ir.

—Sí, necesitaba ayuda, pero la ayuda que necesitaba era profesional. Francamente, lo veía venir desde hacía tiempo. Estaba enfermo. Debería haber ingresado en un hospital. Su familia debería haberlo internado hace mucho. Y creo que acabaremos descubriendo que lo que le llevó a quitarse la vida no fue solo la depresión por no poder jugar al fútbol. Estoy convencida de que había algo más profundo detrás de todos sus problemas psicológicos. No me sorprendería nada que descubriéramos que la infancia de Matt estuvo marcada por la inestabilidad y la tragedia. Puede que incluso el suicidio de alguien cercano a él.

—Gracias —asentí—. Y tienes razón. Su hermano se suicidó. Saltó a las vías del tren cuando tenía quince años. Y había otras cosas de las que no le gustaba hablar. Como el hecho de que su mejor amigo y compañero de borracheras, Mackie, se desintoxicara y se alistara en el ejército. Drenno siempre se sintió bastante perdido sin la presencia de Mackie para compartir sus hazañas. De una forma u otra, ha estado jodido toda la vida.

—Vuelve a la cama —dijo Sonja—. Yo cuidaré de ti.

—Voy dentro de un rato.

Me tuvo abrazado un minuto.

—Eres un buen hombre —dijo—. Un hombre decente. Por eso Drenno vino aquí, porque eres la clase de hombre decente al que una persona como él necesitaba aferrarse.

—Me cuesta creerlo después de todo lo que me ha pasado en la vida.

—Créetelo —insistió—. Porque es cierto.

Asentí.

—Bueno, si es así, lo es sobre todo gracias a ti, Sonja. Me haces mejor persona.

Entré en mi estudio, encendí el ordenador y silencié el teléfono cuando empezó a sonar de nuevo: era alguien de The Sun con quien no quería hablar. Luego me conecté y pasé una hora escribiendo algo amable pero probablemente anodino sobre Matt en Twitter —¿cómo describir a un gran personaje como Drenno en ciento cuarenta caracteres?— y redactando un correo electrónico para el departamento de prensa del Arsenal con una cita para la página web de los Gunners. Minutos después recibí un mensaje de Maurice con el nombre y número de teléfono del agente que se ocupaba de la investigación sobre la muerte de Drennan: la inspectora Louise Considine de la Policía del municipio de Brent, 020 8733 3709. En la página web de BBC News aparecía una famosa fotografía de Drenno celebrando un gol que le marcó en 1998 al Aston Villa cuando jugaba en el Arsenal, pero el único dato que yo desconocía de lo que habían escrito era que, cuando se ahorcó, llevaba la camiseta blanca de Inglaterra con el número ocho, probablemente la única que todavía no había vendido en eBay.

Sonja tenía razón, por supuesto: fue más sorprendente que se quitaran la vida jugadores como Gary Speed o Robert Enke que un hombre como Drennan, pero siempre había esperado y creído que mi antiguo compañero de equipo reconduciría su vida. Al fin y al cabo, yo era una prueba viviente de que se podía volver al fútbol después de un desastre. ¿No es así?

Me senté en una butaca con el iPad y me pasé otra hora viendo una selección de los mejores goles de Drenno en YouTube. Algunos eran los tantos más bonitos que había visto nunca, y algunas asistencias eran mías, lo cual estaba bien, pero la música que los acompañaba —Shine On You Crazy Diamond, de Pink Floyd—, aun resultando totalmente apropiada para un hombre como Drenno, no me animó en absoluto y rompí a llorar una vez más.

Estaba a punto de volver a la cama cuando vi otro mensaje de Maurice pidiéndome que lo llamara de urgencia. Lo hice.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Siento llamarte otra vez y tan tarde, pero estoy en la Corona de Espinas. Y creo que tienes que venir aquí lo antes posible. Ha ocurrido algo. Algo desagradable.

—¿Como qué?

—Por teléfono no. Por si acaso. Las paredes oyen.

—No se atreverían. No después de pagarme daños y perjuicios por pincharme el teléfono.

—Podrían hacerlo, ya lo sabes.

—Son las dos y media de la madrugada, Maurice. Acabo de perder a un buen amigo y tenemos sesión de entrenamiento a las diez.

—Que se ocupe otro.

—¿En serio crees que tengo que ir a Silvertown Dock esta noche?

—Yo no lo habría expresado mejor.

—Nadie ha muerto, ¿verdad?

—No exactamente.

—¿Qué coño significa eso?

—Mira, Scott, no puedo hacer esto yo solo. No logro contactar con João Zarco ni con Sarah Crompton, y Philip Hobday está en el yate de Sokolnikov.

Philip Hobday era el presidente del London City y Sarah Crompton la directora de relaciones públicas del club.

—No sé qué cojones decir en este caso —prosiguió—. Y tendré que decir algo. Entenderás el motivo cuando llegues a Silvertown Dock.

—¿Decir algo a quién?

—A la puta prensa, por supuesto. Han llegado aquí antes que la policía. Parece que algún gilipollas de Royal Hill les ha dado el soplo.

—¿Royal Hill? ¿Qué es eso?

—La comisaría de Greenwich. Confía en mí. Es importante que vengas lo antes posible. En serio, esta situación habrá que manejarla con delicadeza.

—No creo que sea el hombre adecuado para ese trabajo, sobre todo con la prensa. Tengo la sensación de que llevo guantes de boxeo cuando hablo con ellos. Pero lo entiendo. Tienes razón, tienes razón. Si es serio, me necesitas igual que yo a ti. —Consulté el reloj—. Tardaré una hora en llegar.

Mercado de invierno

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