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ENERO DE 2014


Detesto la Navidad. Tengo casi cuarenta años y creo que la he odiado más de media vida. Antes jugaba al fútbol profesional y ahora entreno a otros para que hagan lo mismo, así que la Navidad es una época del año que asocio con un calendario de partidos tan abarrotado como la juguetería Hamleys. Esto conlleva entrenos a primera hora de la mañana en campos congelados, tendones maltrechos que no tienen tiempo para recuperarse adecuadamente, aficionados borrachos que esperan de su equipo mucho más de lo que se antojaría razonable —por no hablar de las elevadas expectativas que abriga un implacable propietario o presidente de club— y presuntos encuentros fáciles contra equipuchos de la parte baja de la tabla que pueden acabar dándote un susto.

Este año no es distinto. Nos enfrentamos al Chelsea el 26, lo cual significa que el día de Navidad a primera hora, cuando el noventa y nueve por ciento del país esté abriendo regalos, yendo a la iglesia, viendo la tele delante de una agradable hoguera o simplemente emborrachándose, nosotros estaremos en la ciudad deportiva de Hangman’s Wood, en Thurrock. Dos días después, el 28, tenemos otra salida a Newcastle, antes de un partido en casa contra el Tottenham Hotspur en Año Nuevo. Tres encuentros en siete días. Eso no es deporte, eso es un puto Ironman. Cuando la gente del mundo del fútbol profesional habla de lo bonito que es este deporte, normalmente no contempla las vacaciones navideñas. Y siempre que recuerdo esa historia de la revista Boy’s Own sobre un partido de fútbol amistoso disputado en tierra de nadie durante la Primera Guerra Mundial por soldados británicos y alemanes, pienso para mis adentros: «Sí, ya, quisiera yo verlos con un portero en baja forma y alineando a un centrocampista gilipollas y holgazán que espera fichar por otro club para duplicar su ficha ya de por sí astronómica en el mercado de invierno». El mercado de invierno es el periodo de cuatro semanas durante el cual la FIFA autoriza a los clubes europeos a fichar a un nuevo jugador a mitad de temporada. Francamente, la idea me parece una estupidez —lo cual es típico de la FIFA—, porque fomenta una mentalidad de mercadillo en el que los clubes intentan desprenderse de los trastos inútiles para pagar barbaridades por una estrella de turno que pueda brindarles la posibilidad de ganar algo o, simplemente, de permanecer en la categoría. Dicho esto, no cabe duda de que todos los entrenadores intentan comprar jugadores: un acuerdo acertado puede decidir el título de Liga o evitar que seas destituido. Basta con echar un vistazo a los jugadores que han sido adquiridos en mercados de invierno recientes para conocer el valor que tiene fichar a alguien a mitad de temporada: Luis Suárez, Daniel Sturridge, Philippe Coutinho, Patrice Evra y Nemanda Vidic llegaron a sus respectivos clubes en el mercado invernal. Si alguna vez habéis formado parte de una cadena de ventas inmobiliarias, en la que una serie de consumidores no pueden adquirir una nueva casa hasta que hayan vendido la antigua, entenderéis un poco la enervante complejidad de lo que sucede en enero. Personalmente, creo que las cosas iban mejor cuando el mercado estaba siempre abierto; pero soy de los que opinan que casi todo en este deporte era mejor antes de que Sky TV, las repeticiones instantáneas y el cambio de las reglas del fuera de juego impuesto por la IFAB en 2005 lo convirtieran en lo que es ahora.

Hay también otro motivo, este más triste, por el cual no me gusta demasiado la Navidad. El 23 de diciembre de 2004 fui hallado culpable de violación y condenado a ocho años de cárcel, y no hace falta ser el fantasma del maldito Jacob Marley dickensiano para imaginarse el efecto negativo que eso tendría en las Navidades de cualquiera, ya sean pasadas, presentes o futuras.

Ya volveré sobre eso más adelante.

Me llamo Scott Manson y soy el segundo entrenador del London City. Puesto que siempre me entreno con los muchachos, me gusta dar ejemplo, lo cual significa nada de alcohol desde el 22 de diciembre hasta la noche de Año Nuevo. Es como ser testigo de Jehová en esas bodas lujosas que aparecen en la revista Hello! entre una novia lerda y un futbolista. Nada de alcohol, nada de acostarse tarde, una dieta sensata y, por supuesto, nada de fumar; Dios no quiera que yo —o, más bien, Maurice McShane, el negociador extraoficial del club— vea en una revista a uno de mis jugadores al volante tras salir de una discoteca en Nochebuena con un Silk Cut en la mano. He llegado a soltar un rapapolvo a un delantero centro por tatuarse un dragón —un regalo navideño de su mujer, que tiene encefalograma plano— el día antes de un derbi en Año Nuevo. Por si no lo sabíais, los tatuajes duelen la hostia, y las tintas y los pigmentos pueden estar contaminados y en ocasiones provocan náuseas, granulomas, afecciones pulmonares, infecciones en las articulaciones y problemas oculares. ¿Habéis oído hablar de un pasaje bíblico que asegura que nuestro cuerpo es un templo? Esto es especialmente cierto en el caso de los futbolistas, y ya puedes ir rezando para no cargarte el tuyo si quieres seguir cobrando cien mil libras a la semana. Hablo en serio. ¿Queréis regalarle algo bonito a un futbolista por Navidad? Compradle una colección de DVD y una botella de Acqua di Parma. No le compréis un vale para cubrir su templo de grafitis, al menos hasta que terminen los partidos de Navidades y principios de enero.

A la postre, el London City empató a cero con el Manchester United, perdió por 4-2 con el Newcastle y se impuso por 2-1 al Tottenham —esto nos situó novenos en la Premier League—, y volvió a empatar a cero con el West Ham en la primera eliminatoria de la Capital One Cup. Pero nada de eso parecía tener importancia —al menos para mí—, porque en el minuto nueve del partido en Silvertown Dock contra el Tottenham, Didier Cassell, nuestro portero titular, sufrió una lesión grave en la cabeza tras chocar con el poste en un intento por detener un potente chute en parábola de Alex Pritchard.

Las imágenes del impacto son estremecedoras; al principio todo el mundo pensó que el sonido captado por el micrófono situado junto a la portería era el de la pelota chocando contra una valla publicitaria, y hasta que Sky Sports mostró el incidente varias veces a cámara lenta —cosa que debió de encantar a la familia de Didier— la gente no se dio cuenta de que, en realidad, el ruido sordo era el cráneo del guardameta fracturándose contra la madera. No sé si estaban más preocupados nuestros chicos o los del Tottenham.

Cuando el personal médico se llevó a Cassell del terreno de juego aún no había recobrado el conocimiento. Cuatro días después seguía inconsciente en el hospital. Nadie utiliza la palabra «coma» —nadie excepto los periódicos, por supuesto, que ya lo sitúan defendiendo la portería del equipo de Dios—, pero, con una tercera ronda de la FA Cup contra el Leeds United programada para el fin de semana, estamos pensando en fichar a un portero del que fuera el club de mi padre, el Heart of Midlothian, cuyos acreedores consideran que saldar sus deudas es más importante que no conceder goles. Kenny Traynor es una ganga por nueve millones, casi dos tercios de lo que, al parecer, deben los del Heart a los bancos.

João Gonzales Zarco, nuestro flamante primer entrenador, habló de Didier Cassell con su habitual aire enigmático ante las cámaras de televisión y los periodistas apostados frente al Royal London Hospital cuando ambos fuimos a visitarlo:

—No quiero hablar de sustitución de porteros. Por favor, no me hagáis esa clase de preguntas. En este momento, nuestros pensamientos están con Didier y con su familia. Obviamente, le deseamos una pronta recuperación. Lo único que puedo decir sobre lo ocurrido es que, por muchos planes que hagas o por mucho que controles a tu equipo, la vida siempre manda la pelota al fondo de la red.

Zarco, un hombre a menudo emocional, se enjugó una lágrima y añadió:

—Mirad, en el fútbol no se puede jugar bajo los focos sin que haya sombras. Tomad nota. Todo jugador, todo entrenador de nuestra Liga, sabe qué es jugar a veces bajo una sombra. Sin embargo, también me gustaría añadir, y me dirijo a quienes han escrito o dicho cosas que no deberían decirse jamás cuando un joven valiente está luchando por su vida, que soy como un elefante. No me olvido de quién dice qué y cuándo. Yo no olvido. Así que, cuando todo esto haya terminado, os pienso aplastar, me limpiaré el culo con vuestras palabras y luego me mearé en vuestras cabezas. El resto debéis recordar siempre que el London City es una familia unida. Uno de nuestros hijos predilectos está enfermo, sí, pero lo superaremos. Os prometo que este club volverá a caminar bajo las luces. Y Didier Cassell también lo hará.

Yo no lo habría expresado mejor. Me gustó especialmente el momento en que João Zarco dijo que se limpiaría el culo con las palabras de ciertos periodistas y que se mearía en sus cabezas. Así que yo también lo haría, ¿no? No tengo ningún motivo para que me guste ningún periódico. Muchos de los periodistas que conozco son agitadores, aunque ellos lo llaman «conseguir una noticia», como si eso lo justificara todo. Pues no. Para mí, no.

Por supuesto, en aquel momento todavía no lo sabíamos, pero nuestros problemas en la Corona de Espinas no habían hecho más que empezar.

Mercado de invierno

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