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La ciudad deportiva del City en Hangman’s Wood era la mejor de su clase en Inglaterra, con varios campos de tamaño estándar, unas instalaciones cubiertas, con una zona médica y de rehabilitación, saunas, salas de vapor, gimnasio, salas de fisioterapia y masaje, varios restaurantes, una clínica de rayos X y resonancias magnéticas, piscinas de hidroterapia, baños de hielo, una clínica de acupuntura, canchas de baloncesto y un velódromo. Había incluso un estudio de televisión en el que jugadores y personal podían ser entrevistados para la London City Football Television; sin embargo, en el día a día Hangman’s Wood permanecía estrictamente vetado a la prensa y al público, algo que los medios de comunicación detestaban. Nuestros campos de fútbol estaban rodeados de muros altos y alambradas de espino para que las sesiones de entrenamiento no fueran objeto de las atenciones de fotógrafos sensacionalistas con grandes escaleras y lentes largas. De ese modo, las disputas entre jugadores, o incluso entre jugadores y técnicos, que a veces son inevitables en un mundo tan voluble como el del deporte moderno —¿cómo olvidar los tan difundidos empujones que se dieron Roberto Mancini y Mario Balotelli en 2012?— se mantenían en la más absoluta privacidad.

Y, en vista de lo sucedido aquella mañana en Hangman’s Wood, probablemente fuera lo mejor.

Normalmente no había mucho que ver, ya que João prefería dejar en mis manos las sesiones de entrenamiento; igual que a muchos directores técnicos, le gustaba observar desde las bandas o incluso con prismáticos desde la ventana de su despacho. Las cuestiones de forma física y aptitudes futbolísticas eran responsabilidad mía, lo cual significaba que podía entablar una relación más personal con todos los jugadores; yo no era uno de los muchachos, pero tal vez era lo más parecido a ellos.

João Zarco controlaba la filosofía del club, la selección del equipo, la motivación los días de partido, los traspasos, las tácticas y todas las contrataciones y despidos. Además, le pagaban mucho más que a mí —unas diez veces más, de hecho—, pero, con todo su estilo y carisma y su gran cerebro para el fútbol, probablemente fuera el mejor director técnico de Europa. Le quería como si fuera mi hermano mayor.

Empezamos a las diez de la mañana y, como de costumbre, entrenamos fuera. Era una mañana gélida y una dura escarcha seguía cubriendo el terreno. Algunos jugadores llevaban bufanda y guantes; otros incluso se habían enfundado unas medias de mujer, cosa que en mi época les habría supuesto cien flexiones, dos carreras alrededor del campo y una mirada rara del presidente. Lo cierto es que algunos de esos muchachos llevan más cremas para el cutis y productos capilares en sus neceseres Louis Vuitton que los que tenía mi primera esposa en el tocador. Incluso he conocido a futbolistas que se han negado a participar en el entrenamiento porque por la tarde tenían que rodar un anuncio de Head & Shoulders. Son ese tipo de cosas las que pueden sacar al sádico que un entrenador lleva dentro, así que he tenido que llegar a la conclusión de que se consigue más con una patada en el culo y una broma que con solo una patada en el culo. En cualquier caso, los entrenamientos deben ser duros, porque el fútbol profesional lo es aún más.

Acababa de realizar una sesión de paarlauf con los chicos, que siempre produce abundante ácido láctico en el organismo y es una manera muy rápida de averiguar quién está en forma y quién no. Se trata de una carrera de relevos y una versión en equipo del fartlek: un hombre avanza doscientos metros por la pista hasta que toca a su compañero, que ha recorrido todo el diámetro y ahora vuelve a esprintar para tocar al mismo compañero, y así sucesivamente. Eso provoca que la mayoría de las personas empiecen a jadear, sobre todo los fumadores. Yo antes fumaba, pero solo cuando estuve en el talego. Cuando estás allí no hay nada más que hacer. Complementé el paarlauf con una rutina de relevos en la que un jugador corre con la pelota lo más rápido que puede en dirección a la portería y luego chuta. Inmediatamente después, se sitúa bajo los palos e intenta impedir que el siguiente marque. Parece sencillo, y lo es, pero cuando se lleva a cabo con rapidez y estás cansado, pone a prueba tu destreza; es difícil controlar la pelota cuando estás hecho polvo y tienes que correr a toda pastilla.

En el transcurso del ejercicio ofrecí algunas explicaciones sobre el motivo por el que estábamos realizándolo. Una sesión de entrenamiento resulta más fácil cuando conoces el propósito que hay detrás:

—Si estamos en forma, podemos abrir el campo y crear espacios, que consiste simplemente en quebrar el viento y el espíritu del hombre que intenta marcarte. Tened ojos en la nuca y aprended a ver quién ocupa el espacio y pasadle la pelota a él, no al que esté más cerca. Pasadla rápido. El Leeds defenderá con intensidad y jugará sucio. Así que, sobre todo, sed pacientes. Aprended a ser pacientes con el balón. La impaciencia es la que acaba haciéndonos perder la pelota.

Zarco se había implicado más de lo habitual en esa sesión de entrenamiento, gritando instrucciones desde la banda y criticando a algunos jugadores por no correr lo suficiente. Cuesta bastante estar en esa situación cuando te has quedado sin resuello; cuando estás a punto de vomitar por el agotamiento es aún peor.

Una vez finalizado el entrenamiento, Zarco entró en el terreno de juego y, por instinto, los muchachos se reunieron para oír sus comentarios. Era un hombre alto y delgado, y todavía recordaba al central fuerte y audaz que fue en los años noventa jugando en el Porto, el Inter de Milán y después el Celtic. Además era atractivo, aunque con un estilo desaseado, sin afeitar, con ojos soñolientos y una nariz rota tan ancha como un poste de portería. Su inglés era bueno y hablaba en un tono monocorde, hastiado y profundo, pero la suya era una risa ligera, casi afeminada, que a la mayoría de la gente —excepto a mí— le resultaba intimidatoria.

—Caballeros... Escuchadme —empezó pausadamente—. Mi filosofía es sencilla. Jugad el mejor fútbol que sepáis, con la mayor intensidad posible. Por los siglos de los siglos, amén.

Empecé a traducir para nuestros dos jugadores españoles, Xavier Pepe y Juan Luis Dominguín. Hablo bastante bien el español —y el italiano—, y además mi alemán es casi fluido gracias a mi madre, que es alemana. Sabía que aquella iba a ser una bronca de las buenas. Las peores reprimendas de Zarco siempre eran las que daba en voz baja y con su tono más triste.

—Esa filosofía nunca os decepcionará, no como esos otros, Lenin, Marx, Nietzsche o Tony Blair. En cambio, en toda la historia de la humanidad quizá no exista misterio filosófico más profundo e inexplicable que el hecho de que pierdas un partido por 3-4 cuando habías llegado con un 3-0 al descanso. Y con el puto Newcastle.

Los menos inteligentes empezaron a sonreír. Craso error.

—Al menos yo lo consideraba un misterio. —Esbozó una sonrisilla maliciosa y agitó el dedo índice—. Hasta que he visto la pantomima que ha sido el entrenamiento de esta mañana. No te ofendas, Scott, amigo mío. Como siempre, has intentado sacar petróleo de donde no lo había. De repente he entendido por qué había ocurrido, como si me hubiera caído una manzana en la cabeza: sois todos una panda de gilipollas holgazanes. ¿Sabéis por qué a los gilipollas holgazanes les llaman «gilipollas holgazanes»? Porque no valen para una mierda. Y un gilipollas que no vale para una mierda no vale para nada.

Alguien se rio disimuladamente.

—¿Te parece divertido, gilipollas? Yo no estoy para bromas. ¿Me ves reír? ¿Crees que Viktor Sokolnikov me paga varios millones de libras al año para hacer bromitas? Pues no. Los únicos que hacéis bromas aquí sois vosotros cuando chutáis una pelota. ¿Empate a cero con el Manchester United? Eso sí que fue una broma. Os voy a decir una cosa: la naturaleza no es la única que detesta los empates sin goles. Yo también. No ganaremos a menos que marquemos, y no hay más.

»Como sabéis la mayoría, leo mucha historia para que mi equipo pueda hacer historia. Y eso es una tontería, porque no tenéis físico ni para preparar el té en el autobús que os lleva a casa. Así que lo de hacer historia mejor lo dejamos. En serio. Os miro y pienso: “¿Por qué me molesté en venir a dirigir este club cuando ellos ni siquiera lo intentan?”. Ayer, un periodista de tres al cuarto me preguntó no sé qué chorradas sobre qué te convierte en un buen director técnico. Y yo le respondí: “Ganar, idiota. Ganar es lo que te convierte en un buen director técnico. Ahora hazme otra pregunta más decente, que no sea tan estúpida como la última; pregúntame cuál debería ser el objetivo de un buen director técnico y te daré una respuesta más extensa para tus lectores. Te escribiré yo mismo el artículo, capullo”. Como siempre, estaba haciendo yo su trabajo ¿de acuerdo? Porque soy así de servicial. Zarco siempre es una buena noticia. El objetivo de un buen director técnico en el fútbol es enseñar a once gilipollas a jugar como un solo hombre. Pero creo que hoy esa tarea se me escapa incluso a mí. Todos los entrenadores de esta Liga son producto de la época en que vivimos, pero, en mi opinión, soy el único que puede estar por encima del pensamiento dominante de su tiempo. La verdad es que soy capaz de hacer lo imposible. Pero tampoco soy Jesucristo, y creo que hoy ni siquiera yo puedo obrar el milagro bíblico de conseguir que once gilipollas jueguen como un solo hombre.

»Los gilipollas más grandes que he visto esta mañana sois tú, Ron, tú, Xavier, y tú, Ayrton. Holgazanes es lo que sois, lo cual significa que sois más holgazanes que el resto. Holgazanes con el balón y holgazanes sin él. Si no buscáis la pelota, buscad espacios. ¿Os acordáis de Gordon Gekko en aquella película? «La avaricia es buena». Eso es lo que decía. Y eso es lo que digo yo también. Sé avaricioso para robarle la pelota a tu oponente, Xavier. Por todos los medios. Ron, deberías querer la pelota igual que querías la teta de tu mamá.

—Sí, jefe —dijo Ron Smythson.

—En tu caso, probablemente fuiste gilipollas la semana pasada, Ayrton. Juegas como un puto crío, no como un hombre. Mírate. Con los cordones desatados, los calcetines bajados... ¿Por qué no te chupas también el dedo como el pequeño Jack Wilshere? Ni siquiera te falta la respiración, amigo mío. Mírate y verás a un gilipollas que no vale una mierda. Un gilipollas al que ni siquiera merece la pena dar por saco. Y otra cosa, Ayrton: jugar a fútbol por amor al deporte y porque una vez leíste un poema sobre un caballero inglés es un lujo que ni Viktor Sokolnikov puede permitirse. Si quieres jugar a fútbol así, será mejor que te largues al Eton College, al Harrow o a uno de esos equipos de colegiales maricas que destacan y juegan a esto porque verdaderamente quieren ganar la batalla de Waterloo. Pero no lo hagas en el London City. O, mejor aún, vete a chupar pollas a la FIFA y a lo mejor te dan un premio al juego limpio. A mí esa mierda no me interesa. Si tienes que ir empalmado para meter la puta pelota en la red, hazlo. Me da igual que agotes tus posibilidades de tener hijos por marcar un gol; será mejor que lo hagas, amigo mío. Para eso te pagan cien de los grandes a la semana. Para ganar. Así que la próxima vez que empujes el balón con la mano, o juras sobre un montón de biblias que has marcado con la cabeza o el pie o estás fuera de este puto club. ¿Me he expresado con claridad?

—Que te follen —le espetó Taylor—. No tengo por qué aguantar esas gilipolleces ni de ti ni de nadie.

Cerré los ojos por un instante. Sabía lo que ocurriría. O al menos eso pensaba.

—Sí, tienes que aguantarlas —Zarco dio dos pasos al frente, se detuvo delante del pobre Taylor y le empujó—. Sí, tienes que aguantarlas, imbécil. Mi trabajo es hablar. Y parte de tu trabajo es escuchar, incluso lo que no quieres oír. Sobre todo cuando es lo que no quieres oír. Y en este caso concreto es en lo que tienes que poner más empeño.

—Que te follen.

Hacía tiempo que nadie veía a Zarco levantar la voz en lo que popularmente se conocía —con perdón de Phil Spector— como el muro de sonido. Probablemente no era tan estridente como parecía, ya que Zarco solía hablar en un tono bastante bajo, pero sí era lo suficiente cuando se te ponía a un palmo de la cara y estabas lo bastante cerca para verle el paladar, e incluso lo que había desayunado.

—¡Esfuérzate más! —gritó—. ¡Esfuérzate más! ¡Esfuérzate más!

En tales circunstancias, lo mejor era cerrar los ojos y aguantar; había visto a algunos resistir y llorar después. Hombres corpulentos, hombres duros. Ahora Taylor era un jugador veterano, un muchacho duro procedente de Liverpool que no estaba acostumbrado a que le gritaran a la cara, así que se dio la vuelta y se fue, cosa que probablemente fue peor idea que contestar.

Zarco cogió lo que tenía más a mano, que era un cono de plástico para los entrenamientos, y se lo arrojó a Taylor. El objeto impactó entre los omóplatos y el chico estuvo a punto de caerse al suelo. Taylor volvió hasta donde estaba Zarco con gesto de pretender estrangularlo y auténtica maldad en la mirada.

—Pedazo de hijo de puta —gritó mientras otros jugadores lo agarraban de los brazos y lo inmovilizaban—. Lo voy a matar. Voy a matar a ese listillo hijo de puta.

Zarco no se movió, como si no le importara que Ayrton Taylor se dirigiera hacia él, y entendí que, cuando era central del Celtic, recibiera casi sin inmutarse un puñetazo de Billy Gibson, el delantero del Hibernian, que le había costado dos dientes. Gibson fue expulsado, pero Zarco no solo decidió no tomar represalias, sino que permaneció en el campo e incluso marcó de cabeza el gol de la victoria. Famoso por sus brutales placajes, Zarco había lanzado a numerosos jugadores a las gradas y no era de extrañar que Bleacher Report todavía calificara al «Carnicero Zarco» como uno de los hombres más duros de la historia del fútbol, «debido a sus manotazos».

—Estás fuera —dijo Zarco—. Estás fuera por gilipollas. Siempre andas tuiteando cosas para tus siete mil seguidores. Pues ahora tuitea eso, niñato.

La cosa no terminó ahí. Aquella la misma tarde, Zarco incluyó a Taylor en la lista de traspasos de enero y no tardé en conjeturar que el maquiavélico portugués había orquestado el incidente para dar ejemplo con un jugador veterano y espolear así a los demás. Qué deportividad en este hermoso juego, podríamos exclamar. Pero Zarco tenía razón en una cosa: Ayrton era un holgazán, quizá el más holgazán del equipo. Bastante gente pensaba que Didier Cassell tal vez no habría sufrido una lesión si no se hubiera concedido espacio a Alex Pritchard para que disparara porque Taylor no había cargado contra él como debería haberlo hecho. Además, todo el mundo sabía que teníamos delanteros más jóvenes y tan capaces como Ayrton Taylor por menos de la mitad de su salario. A veces, para mejorar el equipo, deshacerse de un jugador puede ser igual de eficaz que comprar uno nuevo.

Cuando volví a mi despacho, anoté lo que había dicho Zarco, no porque discrepara, sino porque solía apuntar todo lo que recordaba de sus discursos futbolísticos, especialmente los comentarios más expresivos; un día me planteé escribir un libro sobre el portugués. La mayoría de las biografías futbolísticas son un tostón, pero a mi jefe no podía acusársele de tal cosa. Junto con Matt Drennan, João Gonzales Zarco era de lejos la figura más fascinante del fútbol inglés y, seguramente, también del europeo. Él no era consciente, por supuesto, y probablemente se habría opuesto a que yo escribiera algo sobre él, aunque fuera solo una nota del programa. Puede que Zarco fuera directo, pero también era un hombre muy discreto.

Aquella noche vi el programa Match of the Day 2 y allí estaba otra vez, franco como de costumbre, pero esta vez, a Zarco —que era judío— le habían preguntado por el Mundial de 2022, que iba a celebrarse en Qatar:

—Personalmente no quiero visitar un país en el que quizá no puedo tomarme una copa de vino con un amigo de Israel. O con un amigo gay. Sí, tengo amigos gais. ¿Quién no? Soy una persona civilizada. Ser civilizado conlleva ser también tolerante con la gente que es distinta. Y con quienes disfrutan tomándose una copa. O quizá demasiadas. Es decisión de cada uno, a menos que vivas en Qatar. Tal vez sea diferente dentro de diez años, pero lo dudo. Mientras tanto, leo en The Guardian que casi cien trabajadores nepalíes han muerto ya trabajando en las obras que se hacen en ese país. Piénsenlo. Han muerto cien personas para que un pequeño país pueda celebrar un torneo de fútbol insignificante. Es una locura. Es un torneo insignificante porque ya no tiene nada que ver con el fútbol y todo con el dinero y la política. Para mí, el último Mundial que significó algo lo ganó la República Federal de Alemania en 1974, que también fue la anfitriona. Desde Argentina, en 1978, todo ha sido una broma de mal gusto. Jamás debió celebrarse el Mundial en un país bajo una dictadura como ese en el que la copa se ganó con engaños.

»Todo lo que tenga que ver con Qatar, el país anfitrión en esta ocasión, me parece un error. Es de todos sabido que ser mujer en un país árabe no es fácil. Así que tal vez sea bueno que el principal estadio de Qatar parezca una vagina gigantesca. Desde luego, me resulta irónico que la vagina más grande del mundo se encuentre ahora en Qatar. Personalmente estoy a favor de las vaginas. Empecé mi vida en una; todos lo hicimos. Y creo que ya iba siendo hora de que un país árabe afrontara el hecho de que medio mundo tiene chocho.

»También cabe preguntarse por qué un país en el que pueden darte una paliza por beber alcohol quiere ser anfitrión de un montón de aficionados ingleses, holandeses y alemanes. Pero ¿me sorprende que la FIFA eligiera Qatar? No, no me sorprende en absoluto. De la FIFA nunca me sorprende nada. A lo mejor nadie les explicó que en Qatar hace mucho calor. Incluso en invierno hace demasiado calor para todo lo que no sea darle una tunda a un pobre hombre por ser gay. He oído que los qataríes piensan utilizar energía solar para paliar el efecto de los rayos del sol en sus nuevos estadios; dudo que la energía solar pueda enfriar tan fácilmente las alegaciones de soborno. Por supuesto, es fácil cerrarme la boca en todo este asunto. Solo hace falta que me paguen un millón de dólares como a esos directivos de la FIFA. O mejor, que sean dos. Y ¿saben qué? Que entonces yo también creeré que en 2022 todo será maravilloso.

Típico de João Zarco. Siempre había sido noticiable, pero a veces se había excedido; incluso él lo habría reconocido. En ocasiones hablaba demasiado y la gente le devolvía el golpe. Literalmente. En una impopular entrevista concedida a Sky Sports, Zarco describió al comentarista de fútbol irlandés y exrepresentante de jugadores Ronan Reilly —que en aquel momento estaba sentado junto a él— como «un pedazo de mierda» y «una persona incapaz de manejar un tren de juguete y mucho menos un equipo de fútbol». Reilly respondió que Zarco tenía la boca más grande del fútbol, que algún día el portugués acabaría metiéndose el pie en la boca y que, si no sucedía, él mismo estaría encantado de hacerlo. Una o dos semanas después, en la fiesta posterior a los premios Personalidad Deportiva del Año de la BBC, celebrada en el ExCel Arena, ambos intercambiaron puñetazos y patadas, y tuvo que separarlos el personal de seguridad. Pero no todos aquellos a los que Zarco criticaba públicamente eran capaces de plantar cara como Ronan Reilly.

Por ejemplo, Lionel Sharp, que arbitró un partido de la UEFA que jugamos contra la Juventus el pasado octubre: era la vuelta de una eliminatoria que el City perdió. En la entrevista para ITV tras la derrota por 1-0, Zarco insinuó que la Juventus —que no es manca en materia de trampas— había «presionado» a Sharp en el descanso para que señalara un penalti en la segunda mitad. Luego, Sharp fue víctima de virulentos ataques en Twitter, cosa que lo llevó a tomarse una sobredosis mortal de somníferos.

Lo amaras o lo odiaras, João Zarco era siempre interesante.

Mercado de invierno

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