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Cuando volví al piso encontré a Sonja preparando la cena. Era una cocinera excelente y había hecho una musaca que tenía un aspecto delicioso.

—¿Se ha ido? —preguntó.

—Sí.

Olí la musaca con avidez.

—Podríamos haberle dado algo a Drenno —dije—. Quizás un poco de comida en el cuerpo sea justo lo que necesita.

—No es comida lo que necesita —respondió—. Además, me alegro de que se haya ido.

—Se supone que tú eres la compasiva.

—¿Por qué dices eso?

—Porque tú eres psiquiatra. Yo pensaba que formaba parte del trabajo.

—Lo que necesitan mis pacientes no es compasión, sino comprensión. Es diferente. Drenno no quiere compasión. Y me temo que es una persona muy fácil de entender. Quiere algo que no es posible: volver al pasado. Sus problemas se resolverán en cuanto reconozca ese hecho y adapte su vida y su comportamiento en consecuencia. Como hiciste tú. De lo contrario, es fácil adivinar cómo acabará. Lo raro es una personalidad autodestructiva que verdaderamente quiera destruirse a sí misma. Él es un caso de manual.

—Puede que tengas razón.

—Pues claro que la tengo. Soy doctora.

—Si tú lo dices... —La rodeé con los brazos—. Pero desde aquí me pareces la esposa de futbolista más atractiva que he visto nunca.

—Me lo tomaré como un cumplido, aunque considero la idea de parecerme a Coleen Rooney un anatema.

—Dudo que Coleen sepa quién es Ana Tema.


Estábamos acabando de cenar en la barra de la cocina y barajando la posibilidad de acostarnos temprano cuando sonó el teléfono. En pantalla apareció el nombre de Corinne Rendall, la secretaria de Viktor Sokolnikov. No hablaba a menudo con ella, lo cual a veces me hacía feliz. Como mucha gente del mundo del fútbol, había visto el especial que Panorama había dedicado recientemente a Sokolnikov, y fue así como me enteré del rumor de que había heredado el negocio de otro ucraniano llamado Natan Fisanovich, un jefe del crimen organizado de Kiev. Según la BBC, Fisanovich y tres de sus socios habían desaparecido en 1996, y meses después fueron hallados en cuatro tumbas. Sokolnikov negó tener nada que ver con la muerte de Fisanovich. Algo que haría cualquiera, ¿no?

—Al señor Sokolnikov le gustaría saber si podrá atender una llamada suya en diez minutos —dijo Corinne.

Consulté por instinto mi reloj —un flamante Hublot— y llegué a la conclusión de que no podía decir «no» al hombre que acababa de gastarse diez mil libras en mi regalo de Navidad. Yo, Zarco y el resto de los miembros del equipo habíamos recibido el mismo Hublot.

—Sí, claro.

—Volveremos a llamarle.

Colgué el teléfono.

—¿Qué querrá?

—¿Quién?

—El señor Sokolnikov.

—Quiera lo que quiera, no le digas que no. No tengo ningunas ganas de despertarme un día en la cama y descubrir que he estado calentándome los pies con una cabeza de caballo ensangrentada.

—Él no es así, Sonja. —Metí algunos platos en el lavavajillas—. No es así en absoluto.

—En mi opinión, son todos así —replicó ella y me empujó hacia el comedor—. Vete a esperar tu llamada. Ya recojo yo. Además, debes de estar cansado después de cargar con ese reloj todo el día.

Minutos después, Corinne llamó de nuevo.

—¿Scott?

—Sí.

—Tengo a Viktor al teléfono.

—Viktor, feliz Año Nuevo y gracias otra vez por el reloj. Ha sido muy generoso por su parte.

—Es un placer, Scott. Me alegro de que le haya gustado.

En efecto, me había gustado, pero Sonja tenía razón: pesaba mucho.

—¿Qué puedo hacer por usted?

—Un par de cosas. Primero quería preguntarle por Didier. Le ha visto hoy ¿verdad?

—Me temo que sigue inconsciente.

—Una pena. Tengo pensado ir a verle en cuanto regrese. El caso es que ahora mismo estoy en Miami, de camino al yate en el Caribe.

Con ciento diez metros de eslora, el yate de Sokolnikov, al que había bautizado como Lady Ruslana, no era el más grande del mundo, pero tenía las mismas dimensiones que un campo de fútbol internacional, un hecho que no pasó desapercibido a los periódicos. Había estado en el barco en una ocasión y me quedé asombrado al descubrir que tan solo llenar los depósitos de combustible costaba tres cuartos de millón de libras, lo mismo que ganaba yo en un año.

—Es un chico fuerte. Si alguien puede recuperarse, ese es Didier Cassell.

—Eso espero.

—¿Y qué hay de Ayrton Taylor?

—¿La cabeza que se transformó en mano?

—Eso es.

Durante el mismo partido contra el Tottenham, Howard Webb, el árbitro, había concedido un gol al London City cuando nuestro delantero centro, Ayrton Taylor, pareció cabecear un córner. Pero, casi de inmediato, mientras el resto de nuestro equipo lo celebraba, Taylor había hablado disimuladamente con Webb y le había informado de que en realidad había empujado la pelota con la mano. En ese preciso instante, Webb cambió de parecer y señaló penalti a favor del Tots. Ese fue el pistoletazo de salida para que nuestros seguidores empezaran a insultar tanto al árbitro como a Taylor.

—¿Cree que hizo lo correcto? —preguntó Sokolnikov.

—¿Quién?, ¿Taylor? Bueno, en la repetición quedó muy claro lo sucedido. Y el hombre se anota un diez de diez en deportividad por haberlo reconocido. Eso es lo que han dicho los periódicos. Quizá ha llegado el momento de que haya más juego limpio en este deporte. Como aquella vez, en 2000, cuando Paolo Di Canio cogió la pelota en lugar de chutarla jugando con el West Ham en Goodison. Sé que João opina otra cosa, pero el hecho está ahí. En 2013 vi de manera bastante clara a Daniel Sturridge, cuando ya jugaba en el Liverpool, meterle uno al Sunderland con la mano, y por cómo miró furtivamente al juez de línea era obvio que sabía que no era un gol legal. A pesar de eso, el gol subió al marcador y el Liverpool ganó el partido. Y mire lo que ocurrió con Maradona en el Mundial de 1986 contra Inglaterra.

—La mano de Dios.

—Exacto. Es uno de los mejores jugadores de la historia del fútbol, pero desde luego no contribuyó a aumentar su reputación en este país.

—Buen argumento. Pero Webb ya había concedido el gol, ¿no? Y una mano involuntaria no es lo mismo que una mano intencionada.

—El reglamento estipula claramente que el árbitro puede cambiar de parecer hasta que el juego no se haya reanudado. Y no lo había hecho. Así que Webb tenía bastante derecho a hacer lo que hizo. Y, dicho sea de paso, hay que ser un árbitro con bastante carácter para hacer algo así. Si hubiera sido otro y no Howard Webb, estoy seguro de que el gol habría subido al marcador pese a lo que dijo Taylor. La mayoría de los árbitros odian cambiar de opinión. Supongo que fue una suerte ganar el partido por 2-1. A lo mejor yo no estaría tan satisfecho si hubiéramos perdido dos puntos. Pero no me sorprendió nada que Taylor ganara el premio a jugador del mes gracias a esa confesión. Es el tipo de juego limpio que a la Asociación del Fútbol le gusta resaltar.

—De acuerdo. Me ha convencido. Ahora hábleme de ese portero escocés, Kenny Traynor. Zarco dice que lo conoce desde hace tiempo y que le ha visto jugar.

—Así es.

—João quiere ficharlo.

—Y yo también.

—Nueve millones es mucho dinero por un portero.

—Se alegrará de haber gastado nueve millones en un portero si llegamos a la tanda de penaltis en una final europea. Fue Manuel Neuer, el portero del Bayern, quien detuvo el penalti de Lukaku y dio a los alemanes la Supercopa de Europa en 2013. El año anterior estuvo a punto de ganar la Champions contra el Chelsea. Incluso marcó un penalti en la tanda. No, jefe, cuando el equipo se ve presionado, uno no quiere descubrir que tiene a Calamity James en la portería.

Calamity James era el apodo que los aficionados del Liverpool le habían puesto a David James —un poco injustamente— cuando jugaba en su equipo.

—Dicho así, sí, supongo que tiene razón.

—Traynor es el número uno en Escocia. También es cierto que allí tampoco es que haya mucho donde escoger. Pero lo vi hacer una parada salvadora contra Portugal en Hampden Park de la que los escoceses todavía hablan. Cristiano Ronaldo chutó un balón desde dieciocho metros que iba directo a la escuadra, pero le juro que Traynor debió de saltar seis metros para despejarlo por encima del larguero. Si lo hubiera visto, creería que un hombre es capaz de volar. Búsquelo en YouTube. Los escoceses lo llaman Clark Kent por algo. Es un buen muchacho. Tranquilo. No es irritable como alguna gente del norte. Entrena duro. Y tiene las manos más grandes y fiables del fútbol. Su padre es un carnicero de Dumfries y heredó sus pezuñas de él. Son como jamones enormes. Y la coordinación entre ojos y manos es espléndida. Cuando se presentó al BATAK Challenge paró ciento treinta y seis. Su récord está en ciento treinta y nueve.

—Si supiera qué es eso... —dijo Viktor.

—Por no hablar de su despeje. Ese chico tiene un guante en el pie y nunca falla.

—He visto algunos vídeos y coincido en que es bueno, pero me sentiría más cómodo fichándolo si su representante no fuera Denis Kampfner. Ese tipo es un estafador, ¿no?

Contuve mi primer impulso, que era añadir aquello de «le dijo la sartén al cazo», y le di la razón.

—¿Los representantes? Son todos unos estafadores. Pero al menos Kampfner es un estafador con carné de la FIFA.

—Como si eso cambiara algo.

—Es como la evolución, Viktor. Por lo visto, los representantes satisfacen una necesidad y supongo que tenemos que tolerarlos. Como esos pájaros que se posan encima de los rinocerontes y les arrancan las garrapatas de las orejas con el pico.

—Un diez por ciento de nueve millones de libras es algo más que una garrapata.

—Cierto.

—En ese caso, puede que le pida a mi representante que se encargue de ello. Zarco cree que debería hacerlo.

—Yo pensaba que para eso teníamos un director deportivo. Para ayudar a negociar acuerdos como este.

—Trevor John es más un embajador que un negociador. Ayuda a promocionar el club y le da buena imagen cuando, gracias a la BBC, yo no la doy. Entre usted y yo, sería incapaz de comprar una bolsa de patatas sin pagar demasiado por ella.

—Ya. Bien, Viktor. En las manos de quien deje la negociación de un acuerdo es decisión suya. Tanto la decisión como el dinero.

—Claro. Por cierto, ¿vio Panorama?

—¿Yo?

A menos que sea fútbol o una película decente, nunca veo la tele. Y todavía menos si son porquerías como Panorama.

—Para su información, voy a denunciarlos. En el programa no hubo una sola palabra cierta. Incluso se equivocaron con mi patronímico. Es Semiónovich, no Serguéievich.

—Vale. Entiendo. Son una panda de capullos. Eso no se lo discutiré. ¿El domingo irá a ver el partido contra el Leeds en Elland Road?

—Puede que sí. No estoy seguro. Depende del clima en el Caribe.

Mercado de invierno

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