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Volvimos tarde de Leeds. El vuelo se demoró a causa de la nieve. Como de costumbre, el cerebro me iba a doscientos después del partido y eran casi las dos de la madrugada cuando finalmente me acosté. Me decanté por la cama del cuarto de invitados para no despertar a Sonja, que duerme como un gato. Cuando desperté a la mañana siguiente, lo hice sabiendo que ya se había ido a trabajar —tiene una consulta en Knightsbridge donde trata a gente con trastornos alimentarios: gente gorda o anoréxica— y que alguien llamaba a la puerta.

Salí de la cama, me acerqué renqueando al portero automático y vi a una mujer mirando a cámara. Por un momento creí que era una paciente de Sonja, pero no estaba ni delgada ni gorda; de hecho, estaba en el punto justo.

—¿Señor Manson?

—¿Sí?

—Siento molestarle, señor, pero teníamos una cita esta mañana a las diez. Soy la inspectora Louise Considine, de la comisaría de Brent. Estoy investigando la muerte de Matt Drennan.

—Es verdad. Lo siento. Me acosté tarde. Será mejor que suba.

Abrí la puerta, me puse unos tejanos y un jersey y puse un poco de agua mineral embotellada en la cafetera con molinillo incorporado. Con un precio de casi cuatro mil libras, era el orgullo y la alegría de mi cocina. No es que supiera cocinar demasiado, pero preparaba un café con leche delicioso.

Era más atractiva que la mayoría de los polis que había visto y, creedme, he visto muchos. De aspecto saludable y con cierto aire de hada, tenía una melena rubia, unos ojos grandes y azules y una nariz un poco puntiaguda. Llevaba un abrigo gris corto y guantes de piel.

—¿Había olvidado que teníamos una cita? Oh, Dios, cuánto lo siento. Tiene toda la pinta de que se le olvidó.

—Ayer tuvimos partido y el vuelo se retrasó por culpa de la nieve. Por favor, quítese el abrigo y siéntese.

—Gracias.

—¿Le apetece un café?

—Sí, por favor. Si va a preparar un poco... Con leche y sin azúcar.

Asentí y pulsé un botón de la máquina.

—Es impresionante —dijo.

Su voz sonaba un poco pija, demasiado pija para ser poli.

—Lo hace todo, excepto lavar la taza después.

Se quitó el abrigo y empezó a inspeccionar algunas de las obras que tenía colgadas en la pared.

—Este es bueno —comentó mientras examinaba un cuadro bastante grande de un hombre con pinta de matón, la cabeza afeitada y los puños en alto. Parecía un púgil de boxeo con las manos desnudas—. Da bastante miedo, ¿no?

—Es de Peter Howson —dije—. Es un autor escocés. Compré ese cuadro para no olvidar lo que es estar en la cárcel. Me encontré compartiendo celda varias veces con tipos como él, gente que siempre estaba dispuesta a hundirte el puño en la garganta sin motivo. Cada vez que lo miro, me digo lo increíblemente afortunado que soy, afortunado de haber podido dejar todo aquello atrás, a diferencia de casi todos los que salen del talego.

—Bonita casa, señor Manson. Tiene usted buen gusto.

—Para alguien que se dedica al fútbol, querrá decir.

—Tiene que ser usted rico para vivir en esta zona.

—Yo solo me dedico al fútbol —respondí—. El dinero lo gano con otra cosa que no me exige hacer nada de nada.

—Sí, es usted director de Pedila Shoes —sonrió—. He buscado en Google. Era más fácil que pincharle el teléfono o hacer que le siguieran veinticuatro horas al día. Últimamente, gran parte del trabajo policial se lleva a cabo con la ayuda de arañas web, hipervínculos, html y metatags.

—Eso explica por qué no tiene aspecto de poli.

Sonrió.

—¿Y qué aspecto se supone que tienen los polis?

—El suyo no. Parece usted recién salida de la facultad —sonreí—. He leído su tarjeta de visita. O al menos una foto de ella en mi iPhone. Licenciada en Derecho, ¿verdad?

Arqueó una ceja.

—Tengo pies planos. Y digo mucho «joder». Si eso le sirve de ayuda.

Le serví el café y me senté delante de ella.

—¿Prepara dos tazas a la vez? Joder.

—El tiempo es oro.

—Cierto. —Probó el café y asintió con un gesto de apreciación—. Hum... Y además está bueno.

—Es de Java. Lo compro en Algerian Coffee Stores, en el Soho.

—Me encanta ese lugar. Debo advertirle que es probable que vuelva por aquí. Esto es mucho mejor que mi cafetería habitual.

—Y yo debo advertirle que no me gusta mucho la policía.

—Sí, lo sé. Me avisó el inspector jefe. Y, por lo que he leído sobre usted, suerte tengo de que el café no esté envenenado.

Sonreí.

—Yo de usted esperaría a ver, señorita Considine.

—Entiendo que no tenga buen concepto de la policía. Estoy segura de que yo me sentiría igual si me hubieran condenado por error.

—Me hicieron la cama. Eso es lo que ocurrió.

—Pero la policía hoy es muy distinta a la de entonces, incluso a la de hace solo unos años.

Tenía una manera de hablar muy sexy, como si conociera el efecto que ejercía su voluptuosa boca en cosas tan corrientes como las palabras; cada frase parecía culminar en un mohín. Bebió un sorbo de café y volvió a escrutar el salón.

—Me lo creeré.

—Hágalo, por favor. Lamento mucho lo que le ha ocurrido al señor Drennan. Aunque, si le soy sincera, creo que solo lo conocía por su fama de borracho y por andar metiéndose en un jaleo detrás de otro. Me cuesta relacionar a alguien tan payaso como él con el deporte de alto nivel.

—No olvide que muchos futbolistas, e insisto en lo de muchos, son niños grandes. En todos los equipos hay alguien igual de payaso que Drenno. Pero en pocos equipos hay alguien con tanto talento como él. En su día, es posible que Drenno fuera el jugador más extraordinario del país. Mire, hay muchos gilipollas en el mundo del fútbol, basta con que vea Soccer AM, pero Matt Drennan no era uno de ellos.

—Sí, leí los tuits que le dedicó y vi algunos de sus goles en YouTube.

Se encogió de hombros, como si no le hubiera impresionado demasiado lo que había visto.

—¿Es seguidora de algún equipo?

—Del Chelsea.

—Se nota.

—¿En serio? Vaya. Parece que soy muy predecible. No como Matt Drennan. Bueno, sé que era amigo suyo y siento decir esto, pero siempre me pareció una bomba de relojería.

—Pero no una bomba de ese estilo.

—¿No?

—Desde luego nunca imaginé que se ahorcaría, si eso es lo que quiere saber.

La inspectora asintió.

—Entre otras cosas.

—Supongo que habrá autopsia y una investigación —dije.

Asintió de nuevo.

—¿Tendré que aportar pruebas?

—Es posible. ¿Conocía también a su mujer?

—Sí. Fui a la boda. De hecho, estuve en sus dos bodas.

—Dice que le había echado de casa. Según ella, esta vez para siempre. Y que fue antes de que le diera una paliza.

—Eso creo. ¿Cómo se encuentra ella, por cierto?

—Ya está en casa. Evita los periódicos y a los periodistas que acampan delante de su puerta.

—La he llamado, pero...

—No coge el teléfono. Entiendo que esto es difícil para usted, pero tengo que hacerle algunas preguntas sobre lo que ocurrió exactamente cuando Drennan estuvo aquí. Al fin y al cabo, usted fue una de las últimas personas que hablaron con él antes de suicidarse. Al menos según Maurice McShane. Se puso en contacto con nosotros a petición suya, ¿verdad?

—Así es. Quería ayudarles en su investigación.

—Por supuesto.

—Y probablemente fui una de las últimas personas que vieron a Matt.

Le conté lo que había sucedido con todo detalle.

—De modo que iba borracho y estaba deprimido —dijo.

Asentí.

—Sin duda. Incluso me ofrecí a llevarlo la clínica Priory. Se le veía muy mal. Pero no me dejó acompañarle. Iba borracho, pero no demasiado. Al menos tratándose de él. Se mantenía de pie. Además, ya había estado antes en Priory y no funcionó.

—¿Le contó por qué estaba deprimido?

—¿De cuánto tiempo dispone? La pelea con su mujer debió de deprimirle. Había perdido el pendiente de diamante que llevaba en la oreja, como ya le he dicho. Me contó que ella le había tirado una bota, pero no que él la había atacado. Imagino que tendría una orden de alejamiento, porque no era la primera vez que ocurría. Eso también debía de deprimirle. —Me encogí de hombros—. ¿Qué más? No poder jugar al fútbol. Envejecer. Su estado de salud. Estar en la ruina. La vida en general. Me temo que es una historia típica del fútbol. Lo que desde luego no mencionó es que pensaba quitarse la vida. De todos modos, si lo hubiera mencionado, dudo que hubiera podido hacer nada al respecto.

—Tal vez podría haberle obligado a quedarse aquí y disuadirlo.

—Se nota que no conocía a Matt Drennan. Si ya era imposible convencerlo de que no entrara en una licorería o de que no jugara una última partida de billar americano, imagínese lo que usted propone, señorita Considine.

—Entonces no le habló de su mejor amigo de Glasgow, Tommy MacDonald.

—¿De Mackie? No, no dijo nada en absoluto.

—Pero sabrá que estaba en el ejército. En Afganistán.

—Más o menos. ¿Le ha pasado algo a Mackie?

—El sargento Thomas MacDonald saltó por los aires cuando patrullaba en la provincia de Helmand el martes pasado.

—Dios mío.

—Murió más tarde en el hospital.

—No, no lo sabía —asentí—. Eso explica el estado de ánimo de Drenno. Nunca hablaba demasiado de Mackie. Al menos conmigo. Pero sé que él y Mackie estaban muy unidos. Podríamos decir incluso que eran compinches, porque siempre andaban metidos en líos por una cosa o por otra: peleas, vandalismo, inocentadas que iban demasiado lejos y mala conducta en general. Casi siempre todo estaba relacionado con la bebida. Cuando Mackie se alistó en el ejército, creo que mi antiguo club, el Arsenal, se sintió muy aliviado. Lo consideraban una mala influencia para Drenno. Yo estoy convencido de que era a la inversa. Mackie se alistó para alejarse de Drenno y de la bebida. Al menos eso decía siempre Drenno.

—¿Conocía al sargento MacDonald?

—Coincidí con él varias veces. Pero no puedo decir que fuéramos amigos. No lo éramos. No me caía bien, si le soy sincero. Lamento que haya muerto. Sirvió a su país y hay que respetar a quienes lo hacen.

—¿Por qué no le caía bien? ¿Hay algún motivo en particular?

Me encogí de hombros.

—Como le decía, en mi opinión era una mala influencia. Sinceramente, me sorprendió mucho que se alistara en el ejército. Se había pasado la vida gorroneando a Drenno y era el tío menos disciplinado que uno se pueda imaginar. El típico escocés agresivo. No entendí por qué de repente decidió que quería hacer algo como alistarse. A menos que fuera para distanciarse de Drenno.

—Y, dígame, ¿qué llevaba puesto Matt Drennan cuando vino a verle?

—¿Se refiere a si llevaba la camiseta de Inglaterra?

—No, me refiero a qué llevaba puesto.

—Chaqueta de cuero, tejanos, zapatillas de deporte y una camisa blanca lisa. Tenía sangre en el cuello de la camisa. Y en el lóbulo de la oreja. Ya se lo he contado. ¿Llevaba la camiseta de la selección inglesa cuando se ahorcó?

—No estoy autorizada a decírselo.

—Lo ponía en el Daily Mail.

—Entonces será verdad.

—¿Por qué tengo la sensación de que no está siendo sincera conmigo, señorita Considine?

—Uno: no le gusta la policía. Lo ha dicho usted mismo, señor Manson. Y dos: no estoy siendo sincera con usted porque he venido aquí a hacer preguntas, no a dar respuestas. Lo siento. Esto es una investigación policial sobre la muerte de un hombre. Aunque tenga toda la pinta de ser un suicidio, todavía debo cumplir ciertas pautas de comprobación. Como agente de policía, sigo criterios distintos de los del Daily Mail. Mire, yo solo intento reconstruir las últimas horas de Matt Drennan para despejar cualquier duda de que fue un suicidio. Y si le parece que es un proceso bastante engorroso, en efecto, lo es. Sin embargo, vivimos en la era de las conspiraciones y pronto aparecerá alguien que haya leído algún libro llamado ¿Quién mató a Kurt Cobain?, ¿Quién mató a la princesa Diana? o ¿Quién mató a Michael Jackson? y tendrá la tentación de escribir ¿Quién fue el verdadero asesino de Matt Drennan? Eso es lo que espero evitar. Por él, por su familia y por sus amigos.

—Me parece bien. Y le agradezco que me lo diga.

—Me alegra que piense así. No me gustaría que volviera a demandar a la policía por mi incompetencia o falta de honestidad.

Asentí.

—Empiezo a entender por qué la han mandado a verme.

—Bien. Entonces estamos haciendo progresos.

—Está usted haciendo progresos. No estoy tan seguro de que los haga la policía.

—¿Le importa que le haga una pregunta que tal vez le resulte un poco insensible?

—¿No le parece que cuando ha dicho que Drenno era un desecho humano ya lo ha sido?

—Yo no he dicho eso.

Me encogí de hombros.

—Adelante.

—Gracias. Pues allá va. Estoy confusa. Ha estudiado usted en la universidad. Habla varios idiomas. Vive en Chelsea en un piso de quince millones de libras. ¿Por qué alguien tan próspero como usted, señor Manson, era amigo de un fracasado como Matt Drennan?

—Eso no es insensible. Es solo ignorancia sobre el mundo del fútbol, señorita Considine. El fútbol es un club internacional, una fraternidad, un poco como los francmasones. Allá donde vas es casi inevitable que te encuentres a alguien con quien has jugado o a quien te has enfrentado. Matt Drennan era un compañero de equipo. Es más, fue el único compañero de equipo que vino a visitarme a la cárcel, pese a que la gente que intentaba gestionar su imagen le aconsejó que no lo hiciera. En aquel momento el fracasado era yo, no él. Yo era basura. Un violador. Ese retrato de Peter Howson. Eso es lo que veía la gente cuando pensaba en mí. Todos excepto Drenno. No lo sabe mucha gente, pero Drenno perdió un contrato de patrocinio con una empresa farmacéutica porque fue a verme al talego. Así que, con todos sus defectos, tenía buen corazón y yo le quería por ello.

La inspectora asintió y dejó la taza de café sobre la mesa de centro.

—Gracias por su ayuda —dijo—. Y gracias por este excelente café. A propósito, ¿ganaron ayer?

—Sí, ganamos 0-8. —Sonreí—. Eso es bueno, por cierto. Muy bueno. Por si no lo sabía.

Mercado de invierno

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