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4 CAÍDO

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Estoy ante mi señor, pero a él le da igual.

Las paredes del despacho están revestidas de madera, y en el suelo descansa una antigua alfombra que su antepasado de hierro cogió de un palacio de la Tierra después de la caída del Imperio Indio, una de las últimas grandes naciones que plantó cara a los dorados. Qué miedo debieron de sentir aquellos nacidos humanos por naturaleza al ver a los conquistadores caer desde el cielo. Hombres perfeccionados, pero que llevaban cadenas en lugar de esperanza.

Estoy de pie delante del escritorio de Augusto, una cosa desnuda hecha de madera y hierro, justo frente a la mancha de sangre de setecientos años de antigüedad que dejó el último emperador indio cuando un elegante asesino dorado le separó la cabeza del cuerpo.

Perezosamente, Nerón au Augusto acaricia el león que reposa junto a su mesa. Parecen estatuas gemelas. Tras ellos se extiende el espacio. Un ventanal se asoma a la negrura, donde los barcos de la Armada del Cetro se mecen como autómatas gigantes en un terrible duermevela. Los adelantamos en la última etapa de nuestro viaje de tres semanas desde Marte.

Augusto observa su escritorio mientras una corriente de datos circula sobre la madera.

Parece que ha pasado una eternidad desde que me llevó de gira por Marte para mostrarme nuestros dominios —desde los latifundios donde los rojos superiores trabajan en las cosechas hasta las grandes extensiones polares donde los obsidianos viven en un aislamiento medieval—. Por aquel entonces me favorecía, me acercaba a él, me enseñaba las cosas que su padre le enseñó a él. Era su favorito, precedido tan solo por Leto. Ahora él es un extraño, y yo, una vergüenza.

Han pasado dos meses desde el día en que Karnus me venció en la Academia. Aunque ha vuelto a crecerme el pelo y mis huesos rotos han sanado, mi reputación no lo ha hecho. Y debido a ello, mi posición bajo el mando del archigobernador Augusto es débil, en el mejor de los casos. Mis enemigos crecen día tras día. Pero los nuevos prefieren los susurros a los filos.

Cada vez estoy más convencido de que los Hijos de Ares eligieron al hombre equivocado. No estoy hecho para la guerra fría de la política. No estoy hecho para las sutilezas. Joder, escondería a un muchacho en el vientre de un caballo cualquier día, pero no sabría sobornar a alguien como es debido aunque mi vida dependiera de ello.

Una voz delicada y cálida, hecha para las medias verdades, cruza suavemente el despacho.

—Tres refinerías. Dos clubes nocturnos. Y dos puestos policiales de los grises. Todos bombardeados desde que salimos de Marte. Siete ataques, mi señor. Cincuenta y nueve víctimas doradas.

Plinio. Esbelto como una salamandra, con la piel tan suave como la de un rosa. El político no es un Marcado como Único, ni siquiera fue al Instituto. Sus ojos destellantes miran tras unas pestañas a las que el plumaje de un pavo real no les llegaría ni a la suela del zapato. Un carmín tenue le cubre los labios finos. Lleva el pelo ondulado y perfumado. Su cuerpo delgado pero musculoso de un modo agradable aunque completamente frívolo está enfundado en una túnica bordada y demasiado ajustada. Un niño podría pegarle una buena paliza a este bello minino. Y sin embargo ha terminado con familias gracias a un rumor aquí, una broma allá. Su poder es de una especie distinta. Mientras que yo soy energía cinética, él es potencial.

También he oído que él ha sido el responsable de arruinar mi reputación. Tacto incluso insinuó que Plinio podría haber animado a Karnus a que actuara con violencia en el jardín o, como mínimo, haber instalado una holocámara para grabar mi momento de orgullo.

Junto a Plinio está el cuarto hombre de la habitación, Leto. Es un lancero brillante, diez años mayor que yo, con el pelo trenzado y una sonrisa de media luna. También es un poeta con el filo, un joven Lorn au Arcos, según algunos. Es probable que sea él quien herede el legado de Augusto, y no los herederos consanguíneos del archigobernador, Mustang y el Chacal. A decir verdad, el tipo me cae bastante bien.

—Los Hijos de Ares se están volviendo demasiado atrevidos —murmura Augusto.

—Sí, mi señor. —Plinio entorna los ojos—. Si es que en realidad son ellos quienes perpetran los actos.

—¿Qué otra mosca nos molesta?

—Ninguna, que nosotros sepamos. Pero en los mundos hay arañas, garrapatas y ratas. Los bombardeos son crudos para Ares, indiscriminados, inusitadamente violentos. Incoherente con el patrón de sabotaje tecnológico y propaganda de su perfil. Ares no es caprichoso, así que me cuesta creer que estos actos procedan de él.

Augusto frunce el ceño.

—Entonces ¿qué sugieres?

—Tal vez haya otro grupo terrorista, mi señor. Con dieciocho mil millones de almas en el censo, no creo que un solo hombre tenga un monopolio sobre el terrorismo. Puede que incluso sea un sindicato criminal. He creado una base de datos que puedo compartir...

Plinio tiene razón. Los ataques terroristas que han hostigado Marte y otros planetas tienen poco sentido. Dancer habló de justicia, no de venganza. Esos ataques son ruines y macabros: bombardeos en barracones, outlets de moda, mercadillos benéficos, cafeterías y restaurantes de los colores superiores. Ares jamás los consentiría. Atraen demasiada atención a cambio de resultados demasiado pobres, desafían a los dorados a actuar, a aplastar a los Hijos.

Le he enviado mensajes a Dancer por medio del holobuzón. Nada. Solo silencio. ¿Es posible que esté muerto? ¿O Ares me ha abandonado en favor de su nueva estrategia de bombardeos?

Plinio bosteza.

—Quizás Ares haya cambiado de tácticas. Es un hombre diabólico.

—Si es que es realmente un hombre —apunta Leto.

—Interesante. —Augusto se vuelve con brusquedad—. ¿Qué te hace pensar que Ares no es un hombre?

—¿Por qué asumimos que Ares es un hombre? Podría ser una mujer. Por lo que sabemos, podría incluso ser un grupo de personas, lo cual explicaría en gran parte la naturaleza discordante de estos nuevos ataques. —Leto se da la vuelta para mirarme con intención de incluirme en la conversación—. Darrow, ¿tú qué opinas?

—¡No aturdas a Darrow con frases complejas! —grazna Plinio poniéndose a la defensiva—. Formúlale preguntas de sí o no para que las entienda. —A continuación, me lanza la más compasiva de las sonrisas y me aprieta el hombro con condescendencia—. Tras sus simpáticas sonrisas, es un animal honesto, simple. Ya deberías saberlo.

Guardo silencio y encajo sus palabras.

Se vuelve.

—De todas maneras, Leto, pareces olvidar que diseñamos la cultura roja para que fuera tremendamente patriarcal. Su identidad como pueblo gira en torno a la recogida de recursos destinados a propagar la embrionaria terraformación de Marte. Tareas físicamente extenuantes, arduas, llevadas a cabo por hombres. Tareas que no permitimos que sus mujeres realicen, ni aunque sean capaces de hacerlo, de acuerdo con el Protocolo de Estratificación. Así que está claro que no puede ser una mujer, porque ni uno solo de esos matones roñosos seguiría a un hombre o a una mujer que no se haya subido nunca a una Garra Perforadora.

Leto sonríe arteramente.

—Si es que Ares es rojo.

Plinio y Augusto se echan a reír a la vez.

—Tal vez sea un violeta enajenado que haya decidido llevar su arte a un nuevo estadio —sugiere Plinio.

—O un cobre cambista torturado por archivar devoluciones de impuestos provinciales —añade Leto.

—¡No! Un obsidiano que, me atrevería a decir, ha vencido por fin su miedo a la tecnología y desarrollado las habilidades necesarias para manejar una holocámara. —Plinio se da una palmada en la pierna—. Daría a una de mis rosáceas solo por ver...

—Buenos hombres. Basta. —Augusto lo hace callar dando golpecitos con el dedo sobre el escritorio. Plinio y Leto intercambian una sonrisa y vuelven a concentrarse en Augusto—. ¿Tu recomendación, Plinio?

—Claro. —El hombre se aclara la garganta—. Al contrario que su propaganda y sus ciberataques, la brutalidad es bastante sencilla de contrarrestar. Sea Ares o no, da una respuesta. Nuestros equipos de asesinos están preparados para realizar ataques tácticos en varios campos de entrenamiento situados bajo la superficie de Marte. Deberíamos llevarlos a cabo de inmediato. Si esperamos, temo que los pretorianos de la soberana se hagan cargo del asunto. Los nacidos de la Luna no entienden Marte. Lo convertirán en un vertedero.

—Un estúpido arranca las hojas. Un bruto corta el tronco. Un sabio excava las raíces. —Augusto se detiene—. Es algo que Lorn au Arcos le dijo una vez a mi padre. Está grabado en la Sala de las Espadas de Nueva Tebas. Atacar los campos de entrenamiento no conseguirá más que llenar la holonet de explosiones hermosas. Estoy cansado de juegos políticos. Nuestra estrategia debe cambiar. Con cada bombardeo, la soberana se harta aún más de mi administración.

—Gobiernas Marte —interviene Leto—, no Venus ni la Tierra. El nuestro no es un planeta tranquilo. ¿Qué espera?

—Resultados.

—¿Qué tiene pensado, mi señor? —pregunta Plinio.

—Pretendo envenenar las raíces de los Hijos de Ares. Quiero terroristas suicidas, no grises. Encontrar a los rojos más feos y desagradables de Marte, secuestrar a sus familias y amenazar con matar a sus hijos e hijas si los padres no hacen lo que les ordenamos. Concentrar a los terroristas suicidas en áreas de superficie con alta densidad de población jóvenes y en dos minas bien elegidas. Nada de mujeres terroristas. Quiero división social. Mujeres en contra de la violencia.

Qué poco cuesta aquí la vida. Solo palabras en el aire.

—También en áreas urbanas —continúa—. No solo marrones y rojos mineros y agricultores. Quiero que mueran niños azules y verdes en los colegios o salones recreativos cercanos a los glifos de los Hijos de Ares. Entonces veremos si los demás colores siguen cantando la condenada canción de esa chica.

Me da un vuelco el corazón. La canción de Eo llegó mucho más allá de lo que ella soñaba, alcanzó la holonet y se propagó por todo el Sistema Solar, compartida más de mil millones de veces gracias a los grupos de piratas informáticos anarquistas. No dejo de temer que me reconozcan. Tal vez algún dorado busque en los registros y descubra que el nombre del marido de Eo también era Darrow. Pero incluso a mí mismo me cuesta reconocer a ese chico esquelético y pálido. Y en cuanto a lo de los nombres... No hay verdaderos registros de los nombres de los rojos inferiores. Yo tenía una designación numérica que me había otorgado algún solícito administrador cobre. L17L6363. Y a L17L6363 lo colgaron del cuello hasta que murió, tras lo cual un delincuente desconocido robó su cadáver y presumiblemente lo enterró en la profundidad de las minas.

—Planeas enemistar al resto de los colores con los rojos y después a los rojos con los Hijos. —Plinio sonríe—. Mi señor, a veces hasta me pregunto para qué me necesitas.

—No seas condescendiente conmigo, Plinio. Es indigno para los dos.

Plinio inclina la cabeza.

—Cierto. Mis disculpas, mi señor.

Augusto vuelve a mirar a Leto.

—Te retuerces como un cachorrillo.

—Me preocupa que esto empeore las cosas. —Leto frunce el ceño—. En estos momentos los Hijos son una molestia, sí. Pero no son ni por asomo nuestro principal problema. Si hacemos lo que dices, es posible que lancemos combustible a las llamas. Y lo que es peor, seríamos tan culpables como los propios Hijos. Terroristas.

—No hay culpa. —Plinio mira distraídamente una corriente de datos en su dispositivo—. No cuando el juez eres tú mismo.

Leto no se conforma.

—Amo, nuestro imperativo de gobierno existe porque somos los más apropiados para guiar a la humanidad. Somos los reyes filósofos de Platón. Nuestra causa es el orden. Proporcionamos estabilidad. Los Hijos son anarquistas. Su causa es el caos. Deberíamos hacer que esa sea nuestra arma. No los grises en mitad de la noche. Ni los terroristas rodeados de niños.

—¿Deberíamos aspirar a un propósito más alto? —pregunta Plinio.

—¡Sí! Tal vez diseñar una campaña mediática contra los Hijos. Darrow, ¿no estás de acuerdo?

Una vez más, me niego a contestar. No lo haré hasta que el archigobernador reconozca mi presencia. No valora el atrevimiento ni la falta de decoro excepto en caso de que le beneficien.

—Idealismo —dice Plinio con un suspiro—. Admirable en los jóvenes, aunque equivocado.

—Cuidado con hablarme como si fuera inferior, político —gruñe Leto, que recorre con la mirada el rostro socarrón de Plinio en busca de la ausente cicatriz de Único—. Tu plan debería ser menos brutal, archigobernador. A eso me refiero.

—Brutal. Brutalidad. —Augusto deja que la palabra quede suspendida en el aire—. No es ni buena ni mala. Es simplemente un adjetivo para una cosa, una acción en este caso. Lo que debes analizar con detenimiento es la naturaleza de la acción. ¿Es bueno o malo detener a los terroristas que bombardean a personas inocentes?

—Bueno. Supongo.

—Entonces ¿qué importan nuestros métodos siempre y cuando dañemos a menos inocentes de los que dañarían ellos si permitimos que continúen existiendo? —Augusto entrelaza sus manos de largos dedos—. Pero, en el fondo, no se trata de una cuestión filosófica. Es un asunto político. Los Hijos de Ares no son la verdadera amenaza. En absoluto. Tan solo son un arma para nuestros enemigos políticos, concretamente para los Belona, que los utilizan como excusa para asegurar que no soy capaz de controlar Marte.

»Esos cabelleras rizadas están buscando despojarme del puesto de gobernador. Como ya sabéis, la soberana tiene poder unipersonal para quitármelo, incluso sin el voto del Senado. Si lo desea, puede entregar Marte a otra casa: a Belona, a nuestros aliados los Julii o incluso a una casa de fuera de Marte. Ninguna de esas entidades regiría este planeta con la misma eficacia que yo. Y cuando se gobierna Marte con eficacia, todos ganamos, los inferiores y los superiores. No soy un déspota. Pero un padre debe tirar de las orejas a sus hijos si estos intentan prenderle fuego a su casa; si tengo que matar a unos cuantos miles de personas por el bien común, para que fluya el helio-3 y para que los ciudadanos de este planeta continúen viviendo en un mundo intacto por la guerra, lo haré.

»Lo cual nos lleva a Darrow au Andrómeda.

Ahora su mirada fría se vuelve hacia mí, justo después de ordenar la muerte de un millar de inocentes, y no puedo evitar estremecerme cuando un odio oscuro crece en mi interior. Inclino la cabeza en señal de educada deferencia.

—Amo. ¿Has requerido mi presencia?

—Sí. Y tu propósito aquí será breve. Cuando te capté en el Instituto y te di empleo, fue una táctica. ¿Lo sabes?

—Sí.

—Pensé que tu mérito era el suficiente y tu rivalidad con Casio au Belona me resultaba divertida desde una perspectiva de patio de colegio. Pero la reyerta que se ha declarado entre vosotros se ha convertido en —le lanza una mirada breve a Plinio— una carga para mis intereses, tanto económica como políticamente. Se han perdido cantidades sustanciales de ingresos debido al aumento de aranceles en el Núcleo, donde se sitúan los partidarios de los Belona. Las Casas flaquean en su compromiso de honrar los tratos acordados hace años sobre la mesa de comercio. Así que, como acto de reconciliación con esas partes agraviadas, he decidido vender tu contrato a otra casa.

Me estremezco por dentro.

—Amo... —intento intervenir. Esto no puede ocurrir. Si me despoja de mi puesto, mis casi tres años de trabajo no habrán servido para nada—, si pudiera...

—No puedes. —Abre un cajón y le lanza perezosamente una tajada de carne a su león. El animal espera a que Augusto chasquee los dedos antes de comérselo—. La decisión se tomó hace un mes. No te servirá de nada hablar conmigo. No soy Quicksilver negociando el precio de futuros de litio. Plinio...

—Los detalles son bastante simples, Darrow. Así que no te costará entenderlos. —Plinio no ha apartado la mirada de mí—. El archigobernador ha tenido la enorme amabilidad de darte el aviso previo en caso de finalización, como estipula tu contrato.

—Mi contrato dice que se me deben dar seis meses de aviso previo.

—Si recuerdas la sección ocho, subsección C, cláusula cuatro, se te deben dar seis meses de aviso previo excepto en el caso de que seas incapaz de comportarte como un lancero digno de la reconocida Casa de Augusto.

—¿Es una broma? —Miro a Leto y Augusto.

—¿Acaso ves que nos riamos? —pregunta Plinio con afectación—. ¿No? ¿Ni siquiera una risita ahogada?

—¡Quedé el segundo de todos los lanceros de la Academia! Tú no fuiste capaz ni de superar el Instituto.

—Ah, ¡es que no es eso! Lo hiciste... bien.

—Entonces ¿qué pasa?

—Es tu continua presencia en los programas de debate de la HP.

—¡Jamás he ido a la HP! ¡Ni siquiera la veo!

—Por favor... Te recreas en tu propia fama. Aunque se burlen de ti, te rebozas en el fango y cubres de vergüenza a esta casa. Conocemos el historial de búsqueda de tu terminal de datos. Te vemos deleitándote con tus imágenes de la HP como si de tu espejo personal se tratara. Circulan historias sobre ti y la hija del archigobernador...

—¡Mustang está en la corte en la Luna!

—Cosa que probablemente fue idea tuya. ¿Le pediste que se uniera a la corte de la soberana? ¿Forma parte de tu plan para separar a la hija del padre?

—No dices más que gilipolleces, Plinio.

—Y tú le das mala imagen a Augusto. Te peleas con los Belona en baños destinados al descanso y la contemplación. No podemos tolerarlo.

Ni siquiera sé qué decir. Se lo está inventando. Bastaría con la realidad para argumentar su posición, pero miente solo por meter el dedo en la llaga, por demostrar que estoy a su merced.

Plinio prosigue.

—La finalización del contrato tendrá lugar dentro de tres días.

—Tres días —repito.

—Hasta entonces, nos acompañarás a la superficie de la Luna y te alojarás en la residencia reservada para la Casa de Augusto durante la Cumbre, aunque, a partir de este momento, ya no eres lancero de esta casa. No representas al archigobernador y no puedes utilizar su nombre para acceder a las instalaciones ni para ganarte el favor de jovencitas o jovencitos, ni para jactarte, hacer promesas o proferir amenazas. Se te confiscará el terminal de datos de la casa. Tus códigos identificativos de lancero ya han sido degradados y cesarás y abandonarás tu participación en todos los proyectos a los que fuiste previamente asignado.

—Solo se me han asignado proyectos de construcción.

Los labios de Plinio se curvan en una sonrisa viperina.

—Entonces la transición te resultará sencilla.

—¿A quién me vendéis? —consigo articular.

Augusto no me mira a los ojos mientras me abandona. Acaricia a su león. Cualquiera pensaría que ni siquiera estoy en la habitación. Leto tiene la mirada clavada en el suelo. Está avergonzado. Es más noble que esta charada, pero Augusto quería que estuviera aquí para observar, para que aprenda cómo debe amputarse un miembro putrefacto.

—No vamos a venderte, Darrow. Pese a tu origen, habría esperado que entendieras cuál es tu lugar. No somos rosas ni obsidianos que se venden como esclavos. Tus servicios se comercializarán en una subasta —contesta Plinio.

—Es lo mismo —siseo—. Me estáis abandonando. Quienquiera que «compre mis servicios» no podrá protegerme de los Belona. Esos cabrones de cabellera rizada me perseguirán hasta darme caza y me matarán. El único motivo por el que no lo hicieron hace dos meses fue que...

—¿Porque eras un representante de Augusto? —pregunta Plinio—. Pero el archigobernador no te debe nada, Darrow. ¿Es ese el malentendido que te turba? En realidad, ¡tú estás en deuda con él! Protegerte nos cuesta dinero. Nos cuesta oportunidades, contratos, tratos comerciales. Y ese coste ha resultado ser demasiado alto. Debe verse que nosotros apoyamos la paz con los Belona. La soberana quiere paz. ¿Tú? Tú eres una fuente de fricción, una rebaba fastidiosa en nuestra proverbial montura, un instrumento de guerra. Así que ahora fundimos nuestra espada para hacer un arado.

—Pero no antes de utilizarla para cortarme la cabeza.

—Darrow, no supliques. —Plinio suspira—. Muestra un poco de determinación, jovencito. Tu tiempo aquí se ha agotado, sí, pero tienes agallas. Tienes el vigor de un hombre joven. Ahora, endereza esa espalda y márchate con la dignidad de un dorado que sabe que ha hecho cuanto ha podido. —Sus ojos se ríen de mí—. Eso quiere decir que te vayas de este despacho. Ya, buen hombre, antes de que Leto te dé una patada en esas nalgas tan absurdamente tonificadas.

Miro al archigobernador de hito en hito.

—¿Eso es lo que piensas de mí? ¿Que soy un niñito llorón al que puedes acorralar en una esquina?

—Darrow, sería mejor que... —comienza a replicar Leto.

—Eres tú el que nos ha acorralado en una esquina —responde Plinio, que me pone una mano en el hombro—. Si lo que te preocupa es que no vayamos a darte el finiquito, sí lo haremos. El dinero suficiente para...

—La última vez que uno de los lacayos del archigobernador me tocó, le clavé un cuchillo en el cerebelo. Seis veces. —Le miro la mano mientras la aparta a toda prisa. Me yergo—. No respondo ante un elfo florecilla sin cicatriz. Soy un Marcado como Único. Archiprimus de la 542.ª clase del Instituto de Marte. Solo respondo ante el archigobernador.

Doy un paso hacia Augusto, y eso hace que Leto adopte una posición defensiva. Recuerdan bien hasta dónde puede llegar mi temperamento.

—Tú emparejaste a Julian au Belona conmigo en el Paso, mi señor. —Lo abraso con la mirada—. Lo maté por ti. Luché contra Karnus por ti. Mantuve mi boca y las de mis hombres cerradas cuando intentaste comprar la victoria de tu hijo en el Instituto. —Leto se estremece al oír aquello—. Manipulé los registros. Demostré ser mejor que tus herederos de sangre. Y ahora, mi señor, dices que soy un lastre.

—Eres un Marcado como Único —concede el archigobernador mientras examina unos datos en su escritorio—. Pero tienes poca fortuna. Tu familia está muerta. Te dejaron sin tierras, sin propiedades con recursos naturales o industrias, sin un puesto en el gobierno. Cuando sus deudas vencieron, les arrebataron todo, incluido su honor. Agradece las migajas que te hayan dado tus superiores. Recuerda cualquier favor que hayas podido ganarte.

—Creía que tú valorabas los hechos, no los títulos. Mi señor, Mustang te ha dejado. No cometas el error de desvincularte también de mí.

Al fin levanta la cabeza para mirarme. Esos ojos pertenecen a una criatura que no es un hombre, impregnados de un cálculo distante, cruel, alimentado por un orgullo monstruoso, inhumano. Un orgullo que va más allá del archigobernador y se retrotrae hasta los primeros y tímidos pasos del hombre en la negrura del espacio. Es el orgullo de una docena de generaciones de padres y abuelos y hermanas y hermanos, todas destiladas ahora en un único recipiente, brillante y perfecto, que no tolera ni un fracaso, no soporta ni un fallo.

—Mis enemigos te avergonzaron. Así que me avergonzaron a mí, Darrow. Me dijiste que ganarías. Pero perdiste. Y eso lo cambia todo.

Hijo dorado

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