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9 LA OSCURIDAD

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La energía, líquida a la vista, sale a borbotones del interior del Sucio, le evapora el cuerpo y se esparce por el suelo como si fuera mercurio derramado para después oscurecerse y deslizarse de nuevo hacia el origen atrayendo hacia sí a hombres, sillas y botellas, como si de un agujero negro se tratase, justo antes de detonar con un profundo y terrible rugido. Agarro al Chacal por la chaqueta y cargo de costado contra la pared. Salgo volando a través de ella mientras a nuestras espaldas se quiebran los cristales, la madera, el metal, los tímpanos y los hombres.

Me fallan las botas. Cruzamos la calle volando y nos estrellamos contra el edificio de enfrente. Resquebrajamos el hormigón y caemos al suelo al mismo tiempo que la taberna Lost Wee Den se encoge sobre sí misma como una uva que se convierte en una pasa que se transforma en polvo. Exhala un estertor mortal de fuego y cenizas y después se hunde bajo las ruinas.

Debajo de mí, el Chacal está inconsciente, con las piernas prácticamente calcinadas. Vomito cuando intento ponerme de pie, los huesos me crujen como el tronco de un árbol joven después de su primer invierno crudo. Me incorporo tambaleándome solo para volver a caer al suelo y vaciar el contenido de mi estómago por segunda vez. Me duele la cabeza. Sangro por la nariz. También por los oídos. Los globos oculares me laten a causa de la explosión. Tengo el hombro dislocado. Me pongo de rodillas, inmovilizo el hombro contra la pared y me recoloco la articulación estremeciéndome y quedándome sin aliento cuando recupera su posición. Siento alfileres en los dedos. Me limpio el vómito de las manos y me tambaleo hasta, al fin, ponerme en pie. Levanto al Chacal y miro el humo de reojo.

Lo único que oigo es el bramar de los estereocilios. Como si un gorrión me chillara en el oído interno, palpitante. Sacudo la cabeza para librarme de las luces que bailan en mi campo de visión. El humo me engulle. Un río de gente pasa por delante de nosotros, corren para ayudar a los que han quedado atrapados. No encontrarán más que muerte, solo cenizas. Los estallidos sónicos perforan la noche. Los equipos de apoyo del Chacal bajan rugiendo desde la ciudad. Y cuando aterrizan para sacarlo de este infierno, los gorriones de mis oídos se desvanecen, devorados por el restallar de las llamas y los gritos de los heridos.

Estoy delante de una fábrica abandonada, a cuatrocientos kilómetros de la Ciudadela, en las profundidades del Sector Industrial Viejo. Las fábricas más modernas se han construido encima de él y lo han enterrado bajo una nueva piel industrial, como si fuera una espinilla enquistada. La mugre recubre todo el lugar. Hay musgo carnívoro. El agua está llena de óxido. Si no conociera tan bien a mi presa, lo habría considerado un callejón sin salida.

El terminal de datos que le robé al rojo sobrevivió a la explosión. Dejé al Chacal al cuidado de sus equipos de apoyo y me alejé calle abajo para robarle un vehículo policial a un gris. Después de borrar el módulo de búsqueda del terminal de datos, me colé en el historial de coordinación del aparato.

Golpeo con fuerza la puerta de la planta principal de la fábrica, cerrada con llave. Nada. Deben de estar cagados. Así que me arrodillo en el suelo, me coloco las manos detrás de la nuca y espero. Al cabo de unos minutos, la puerta se entreabre. Oscuridad en el interior. Luego, varias figuras se acercan a mí con sigilo. Me atan las manos, me cubren la cabeza con una bolsa y me empujan hacia la fábrica.

Tras hacerme bajar en un viejo ascensor hidráulico, me guían a ritmo constante hacia el origen de la música. Concierto para piano n.º 2 de Brahms. Zumbido de ordenadores. Los sopletes refulgen lo bastante para atravesar con su brillo el tejido de la bolsa.

—Venga, apartaos de él, pedazo de animales —ordena una voz que me resulta conocida.

—No te pases, payaso —replica uno de los rojos.

—Farfulla todo lo que quieras, asno oxidado, pero él tiene más valor que diez mil de tus rufianes endogámicos...

—Dalo, márchate —interviene Evey con suavidad—. Ya.

Oigo el ruido de unas botas que se alejan.

—¿Puedo dejar de fingir? —pregunto.

—Desde luego —contesta Mickey.

Rompo las esposas que han utilizado para inmovilizarme las manos a la espalda y me quito la bolsa que me cubre la cabeza. El laboratorio de cemento y metal está limpio, en silencio excepto por la música relajante. Una ligera neblina, procedente de la pipa de agua de Mickey, situada en la esquina, flota en el aire. Soy mucho más alto que él y que Evey. Esta no puede contenerse.

Ya no es la rosácea seductora de la taberna, y se lanza sobre mí como una niña pequeña que se reencuentra con un tío al que no ve desde hace tiempo. Deja las manos apoyadas en mi cintura cuando al fin se aparta y me clava una mirada rosa en los ojos dorados. A pesar de sus risitas infantiles, es todo sensualidad y belleza, con los brazos esbeltos y una sonrisa lenta, íntima, que no refleja en absoluto el dolor que debería marcarla el haber asesinado a casi doscientas personas. La chica alada se ha convertido en un ave carroñera y no parece haberse dado cuenta. Me pregunto si sonreiría tan abiertamente si tuviera que matar a todas esas personas con un cuchillo. Qué sencillo hacemos el asesinato en masa.

—Te habría reconocido en cualquier parte —dice—. Cuando te vi en la mesa... me dio un vuelco el corazón. Sobre todo por ese ridículo maquillaje de obsidiano que llevabas. Darrow, ¿qué pasa?

Da un grito cuando la agarro por la pechera de la chaqueta y la empujo contra la pared.

—Acabas de matar a doscientas personas. —Niego con la cabeza, dolido y abatido bajo el peso de lo que ha sucedido—. ¿Cómo has podido, Evey?

La zarandeo y vuelvo a ver a la tripulación de mi nave lanzándose al espacio. Vuelvo a ver todos los cadáveres que he dejado a mi paso. Vuelvo a sentir el pulso de Julian desvaneciéndose bajo los dedos.

—Darrow, querido... —empieza a decir Mickey.

—Cállate, Mickey.

—Sí. De acuerdo.

—Rojos. Rosas. Colores inferiores. Tu propia gente. Como si no fueran nada.

Me tiemblan las manos.

—Seguía órdenes, Darrow —contesta ella—. Adrio ha estado investigándonos. Teníamos que derribarlo.

De modo que, pese a sus intrigas, se habían percatado de los avances de Adrio. Las lágrimas brillan en los ojos de Evey. No me amedrento ante ellas. ¿A quién coño le importa cómo se siente después de lo que acaba de hacer? Pero la suelto y dejo que resbale patéticamente pared abajo, con la esperanza de que muestre algún atisbo de arrepentimiento que me lleve a pensar que esas lágrimas son por las personas que ha asesinado y no por sí misma, que no se deban a que le doy miedo.

—No es así como quería que fueran las cosas —dice mientras se seca los ojos—. Cuando volvieras a verme.

La miro con fijeza, confundido.

—¿Qué te ha pasado?

—Tuvo un maestro distinto al tuyo —señala Mickey—. Yo le quité las alas y Harmony le dio garras.

Me vuelvo hacia el tallista.

—¿Qué demonios está ocurriendo?

—Tardaría un año en explicártelo. —Se cruza de brazos y me examina—. Pero deja que, en primer lugar, te digamos, mi querido príncipe, que te hemos echado de menos. En segundo lugar, por favor, no relaciones mi moral con esa alma perdida. Estoy de acuerdo. Evey es un monstruito. —Mira con odio a la rosa, que está detrás de mí—. Tal vez ahora te veas tal como eres. —Su mueca de disgusto desaparece y, con mirada vivaz, me estudia de pies a cabeza—. Tercero, estás divino, mi niño. Absolutamente divino.

Me recorre la cara con la mirada. Abre la boca, la cierra; tiene tanto que decir que no sabe por dónde empezar. Su cabeza de rostro afilado y pelo engominado se desliza hacia delante como una cuchilla sobre el hielo. Todo ángulos. Piel que envuelve huesos finos. ¿Estaba tan delgado la última vez que lo vi? ¿O así me lo parece porque no lleva cosméticos? No. Parpadea con lentitud. Con languidez. Está cansado. Más viejo. Y al parecer, derrotado. Hay un extraño aire de vulnerabilidad en sus hombros caídos y su modo de mirar continuamente a su alrededor, como si esperara recibir un golpe en cualquier momento.

—Te he hecho una pregunta, Mickey —insisto.

—¡No puedo pensar en el bosque! ¡Todavía estoy examinando el árbol! Es asombroso cómo ha florecido tu cuerpo. Simplemente asombroso, querido. Te has hecho aún más grande. ¿Cómo van tus receptores del dolor? ¿Se te irritan alguna vez los folículos pilosos, tal como me temía? ¿Qué me dices de la contracción muscular, te parece superior a la media de tus iguales? ¿La dilatación de las pupilas es lo suficientemente rápida? Lo único que he sabido de ti durante meses era lo que decían en la HP. No podían mostrar el Instituto, claro. Pero había vídeos filtrados en la holonet. Y qué vídeos... Tú matando a un Marcado como Único. Y tomando una especie de fortaleza en el cielo, ¡como un campeón de la antigüedad!

Incluso ellos se tragan los mitos de los conquistadores, los nobles campeones de la antigüedad. Se aferra a mi hombro con desesperación, con una mano más débil de lo que la recordaba.

—Cuéntame cosas de tu vida. Cómo es la Academia. Cuéntamelo todo. ¿Sigues siendo el amante de esa encantadora Virginia au Augusto? —De repente frunce el ceño—. Ah, claro que no. Ella está con...

—Mickey. —Lo agarro—. Cálmate.

Se ríe con tanta fuerza que comienza a toser y me da la espalda para secarse los ojos.

—Es que me alegra ver una cara amiga. Últimamente no se me permite tener compañía agradable. En absoluto. Es monstruoso, la verdad.

—Cierra la boca, Mickey —le espeta Evey.

El tallista dirige ahora su mirada hacia la rosa, que se ha situado lejos de mi alcance y tiene la mano sobre el quemador que lleva en la cadera, como si eso fuera a protegerla de mí.

—¿Por qué estás en la Luna? ¿Qué está pasando? —pregunto—. ¿Te has unido a los Hijos?

—Han pasado muchas cosas —murmura Mickey—. No estoy aquí por...

—Ahora trabaja para nosotros, Darrow —lo interrumpe Evey con frialdad—. Le guste o no. Desmontamos su antro de tallista. Utilizamos los fondos que conseguía vendiendo carne para comprar medios de transporte aquí y equipar a un ejército. Estamos contraatacando, Darrow. Por fin.

—Una rosa terrorista y un puñado de rojos jugando con pistolas —digo sin mirarla—. ¿Es ese vuestro ejército?

—Hoy hemos causado bajas entre los dorados, Darrow. Si no me respetas a mí, respeta eso. He matado al hijo del archigobernador de Marte. ¿Qué has hecho tú que te empuje a pensar que puedes venir y escupir en lo que hemos hecho nosotros?

—No lo has matado —aseguro.

Evey me mira sin expresar emoción alguna.

—No seas ridículo.

Le devuelvo la mirada, enfadado.

—Pero ¿cómo...? La bomba... —tartamudea—. Estás mintiendo.

—Lo saqué de allí a tiempo.

—¿Por qué?

—Porque mi misión es complicada. Lo necesito. ¿Dónde está Dancer? ¿Quién manda aquí? Mickey...

—Yo —dice otra voz de mi pasado, una voz con un acento como el de mi esposa, aunque envenenada y amarga de ira.

Me vuelvo para ver a Harmony en la puerta. La mitad de su rostro sigue destrozada a causa de la terrible cicatriz. La otra mitad se muestra fría y cruel, más envejecida de lo que la recuerdo.

—Harmony —digo con tranquilidad. El paso de los años no ha conseguido entibiar nuestra relación—. Me alegro de verte. Necesito dar parte. Tengo mucho que contar. —Ni siquiera se me ocurre por dónde empezar. Entonces noto la mirada que le lanza a Evey—. Harmony, ¿dónde está Dancer?

—Dancer está muerto, Darrow.

Al cabo de un rato, Harmony se sienta conmigo ante el escritorio de Mickey en un despacho con muebles baratos y angulosos y tarros llenos de órganos híbridos flotando en gas conservante. Mickey se sienta detrás de la mesa y juguetea con ese platónico rompecabezas suyo que tiene forma de cubo. Ve que miro el artefacto y me guiña un ojo. Ha mejorado mucho. Evey se apoya contra un barril de productos químicos. Yo permanezco sentado, completamente perdido. Dancer tenía un plan para mí. Tenía un plan para todo esto. Se supone que no debería estar muerto. No puede estarlo.

—El último deseo de Dancer fue que Mickey nos tallara un ejército nuevo. Un ejército que rivalizara con los dorados en velocidad y fuerza. Hemos cogido a nuestros mejores hombres y mujeres y hemos comenzado la talla. No pueden sobrevivir a un procedimiento de conversión en dorado como el que tú soportaste, pero algunos se las ingenian para tolerar este nuevo programa. —Hace un gesto hacia el cristal tras el que un centenar de tubos con forma de ataúd descansan en el suelo. Dentro de cada uno de ellos, un rojo de una nueva raza—. Pronto tendremos cien soldados que pueden hacer más daño a los dorados que cualquiera de los anteriores.

Como si cien fueran bastantes para enfrentarse a la máquina bélica dorada. Probablemente, mis Aulladores y yo podríamos hacer pedazos cualquier unidad que montaran estos terroristas. Y ni siquiera somos los dorados más mortíferos.

Señala con un brazo nuevo, pues perdió el de carne y hueso a manos de un obsidiano cuando asaltó una armería para tratar de hacerse con su contenido. Ahora tiene un miembro de metal. Fluido y fuerte, con cavidades ilegales, procedentes del mercado negro, para guardar armas. Un buen trabajo, pero nada que pueda compararse con las tallas de Mickey. Obviamente, Harmony jamás le permitiría trabajar en ella.

—Entonces ¿Mickey es vuestro prisionero? —pregunto.

—Más bien su esclavo —gruñe él con una breve sonrisa—. Ni siquiera me dan vino.

—Cierra la boca, Mickey —le ordena Evey.

—Evey. —Harmony le dedica a la chica una mirada intensa pero tolerante antes de desviarla hacia Mickey—. Te acuerdas de lo que hablamos, ¿verdad? Cuidado con esa boca.

Mickey se estremece y lanza una rápida mirada a la mano izquierda de la mujer. Harmony lleva una funda vacía en el cinturón. Algo que asusta a Mickey. Harmony se contiene ante mi presencia.

—¿Te da miedo que cuente que le maltratas?

Se encoge de hombros e ignora mi comentario.

—Mickey vendía chicos y chicas. No se puede convertir en esclavo a un esclavista. Desde mi punto de vista, es jodidamente afortunado por no tener una bala en el cerebro. Podría contratar a un tallista para que le pusiera cuernos, alas y rabo para que tuviera el aspecto del monstruo que es. Pero no lo he hecho. ¿A que no, Mickey?

—No.

—¿No?

—No, domina.

Esa palabra hace que me invada el asco.

—Dancer siempre lo respetó —digo—. Yo lo respeto, a pesar de todas sus... excentricidades.

—Compró personas. Las vendió —interviene Evey.

—Todos hemos pecado —replico—. Especialmente tú, ahora.

—Te dije que sería mucho más santurrón que tú. Que actuaría como si él no comprometiera su moralidad día sí, día también. Que encontraría excusas para los malditos bastardos como nuestro Mickey. —Harmony le dedica una sonrisa burlona a Evey como parte de la broma privada—. Esa actitud va muy bien ahí arriba, Darrow. Pero ya te darás cuenta de que aquí ya no hacemos concesiones. Eso es el pasado.

—Entonces Dancer está muerto de verdad.

—Dancer era un buen hombre. —Guarda silencio durante un instante demasiado corto para ser considerado respetuoso—. Pero los hombres buenos tienden a morir antes. Hace medio año, contrató a un equipo de mercenarios grises para que atacara un centro de comunicaciones y pudiéramos robar datos. Le dije que deberíamos matarlos una vez acabaran el trabajo. Dancer me contestó... ¿Cómo fue exactamente...? «No somos demonios». Pero, en cuanto recogió su paga, el capitán gris fue con el cuento al cuartel de la Policía de la Sociedad y les dio la localización de Dancer. Un maldito escuadrón de lurchers hizo morder el polvo a Dancer y a otros doscientos Hijos en cuestión de dos minutos. Nunca más. Si matan a uno de los nuestros, matamos a cien de los suyos. Y no confiamos en los grises. No pagamos a los violetas. Han vivido de nuestros esfuerzos durante mucho tiempo. Solo confiamos en los rojos.

Evey cambia de postura, incómoda.

—Había otro rojo en el Instituto —digo un instante después—. Tito. ¿Era uno de los tuyos? —pregunto dirigiéndome a Mickey.

—A mí no me mires —contesta él.

—¿Cómo supiste que Tito era rojo? —pregunta Harmony a toda prisa—. ¿Te lo dijo él?

—Se le notó. Pequeños gestos. Nadie más se dio cuenta.

—Entonces ¿os encontrasteis el uno al otro? —pregunta sin sonreír pero dejando escapar un suspiro largamente contenido—. Era un buen chico. Estoy segura de que os hicisteis amigos.

—Él no me descubrió. ¿Lo tallaste tú, Mickey?

Tras recibir la aprobación de Harmony, contesta:

—No, querido. Tú fuiste el primero para mí. Y el único. —Me guiña un ojo—. Asesoré durante su talla. Pero un colega mío llevó a cabo el procedimiento basándose en los éxitos en los que tú y yo fuimos pioneros.

—Dancer te encontró a ti —explica Harmony—. Yo encontré a Tito. Aunque se llamaba Arlus cuando lo sacamos de las minas de Tebos. No le importó cambiar de nombre.

No me extraña que Harmony encontrara a Tito. Dios los cría...

—¿Qué le pasó? —continua Harmony—. Sabemos que murió.

¿Que qué le pasó? Que dejé que un maldito dorado se lo cargara.

Los miro a los tres con el rostro pétreo, agradecido de que no puedan leerme el pensamiento. No saben nada. Apenas puedo imaginar lo que deben de pensar de mí. Tienen tan poca idea de lo que he hecho, de en qué me he convertido... Creía que había un plan, una razón que justificara mis esfuerzos y sufrimientos. Pero no había nada. Ahora ya lo sé. Incluso Dancer se limitaba a esperar para ver qué pasaba. A la expectativa.

Esperaba que me recibieran con los brazos abiertos. Esperaba un ejército a punto. Un gran plan. Que Ares se quitara el infame casco, me deslumbrara con su brillantez y demostrase que toda mi fe estaba justificada. Joder, lo único que quería era volver a encontrarlos para no sentirme solo. Pero me siento más solo que nunca sentado en una habitación de cemento sobre una silla de plástico desvencijada con estas tres personas mediocres.

—Lo mató un dorado llamado Casio au Belona —respondo.

—¿Fue una buena muerte?

—A estas alturas ya deberías saber que eso no existe.

—Casio. El mismo con el que mantienes una reyerta. ¿Es ese el motivo? —pregunta Evey con ansiedad—. ¿Es esa la razón por la que los Belona quieren matarte?

Me paso una mano por el pelo.

—No. Maté al hermano de Casio. Es una de las razones por las que me odian.

—Sangre por sangre —murmura Evey como si supiese de qué demonios está hablando.

—Hoy les hemos hecho mucho daño, Darrow. Doce explosiones a lo largo y ancho de la Luna y de Marte. Hemos vengado a Dancer y Tito —asegura Harmony—. Y en los próximos días les daremos aún más fuerte. Esta célula no es más que una de muchas.

Agita la mano ante el escritorio y las imágenes aparecen cuando el holodispositivo cobra vida. Los presentadores de noticias violetas no paran de hablar de la matanza.

—¿Se supone que debo estar impresionado? —pregunto—. Sois tan malos como ellos. Lo sabéis, ¿verdad? La estrategia no importa. Da igual que tratéis de despertar a un dragón dormido. La propia Evey ha matado a más de cien colores inferiores hace apenas unas horas.

—No eran rojos —señala Harmony, y después, al cabo de unos segundos asombrosamente hipócritas, añade—: Ni rosas.

—¡Sí lo eran!

—Entonces su sacrificio será recordado —repone Harmony con solemnidad.

Vox clamantis in deserto —exclamo.

Mickey permanece sentado en silencio, pero se permite esbozar una ligera sonrisa.

—¿Intentas impresionarnos con tus sofisticadas palabras de dorado? —pregunta Harmony.

—Se siente como una voz que clama en el desierto. Que grita en vano —explica Mickey—. Es latín básico.

—O sea que tú lo sabes todo —dice Harmony—. Te conviertes en dorado y de repente tienes todas las respuestas.

—¿No era ese el objetivo de que me convirtiera en dorado? ¿Para que pudiéramos ver cómo piensan?

—No. Se trataba de posicionarte para que pudieras atacarles directamente a la yugular. —Cierra la mano en un puño y se golpea la palma de la mano de metal para subrayar sus palabras—. No te comportes como si hubieras nacido mejor que yo. Recuerda, yo sí sé lo que eres por dentro. No eres más que un niño asustado que intentó suicidarse cuando fue demasiado débil para salvar a su esposa de la horca.

Me quedo sin palabras.

—Harmony, tan solo intenta ayudar —dice Evey con dulzura—. Sé que debe de ser duro, Darrow. Has pasado años con ellos. Pero tenemos que hacerles daño. Verás, es lo único que entienden. El dolor. Así es como nos controlan, por medio del dolor.

Continúa, despacio:

—El primer día que serví a un dorado sentí el mayor placer de mi vida. No puedo explicártelo. Es como conocer a Dios. Ahora sé que lo que sentí no fue placer. Fue ausencia de dolor.

»Así es como nos forman a los rosas para vivir una vida de esclavitud, Darrow. Nos crían en los jardines, con un implante en el cuerpo que llena nuestra vida de dolor. Al artilugio lo llaman el Beso de Cupido... La quemazón en la columna, el dolor en la cabeza. Nunca para. Ni siquiera cuando cierras los ojos. Ni cuando lloras. Solo se detiene cuando obedeces. Al final nos quitan el Beso. Cuando cumplimos los doce años. Pero... es imposible que te imagines cómo es el miedo a que regrese, Darrow.

Evey juguetea con sus uñas.

—Los dorados tienen que sentir dolor. Tienen que temerlo. Y tienen que aprender que no pueden hacernos daño sin sufrir las consecuencias. Eso es lo que Harmony quiere decir.

Y yo creía que los dorados estaban destrozados. Todos somos simples almas heridas que se tambalean en la oscuridad, intentando recomponerse desesperadamente, esperando rellenar los agujeros que han cavado en nosotros. Eo me apartó de este final. Sin mi esposa, estaría como ellos. Perdido.

—No se trata de hacerles daño, Evey —digo—. Se trata de vencerlos. Me lo enseñó Eo, y Dancer también. Nos estamos yendo por las ramas cuando deberíamos estar atacando la raíz. ¿Qué conseguiremos poniéndoles bombas? ¿Qué lograremos asesinándolos? Tenemos que socavar su Sociedad al completo, minar su forma de vida, no eso.

—Has perdido de vista el objetivo de tu misión, Darrow —afirma Harmony.

—¿Y eso me lo dices tú? —pregunto—. ¿Cómo podrías entender lo que he visto?

—Exacto. Lo que has visto. Te has sentado a la mesa con los señores y te has olvidado de los esclavos. Puedes permitirte vivir una vida de teorías. ¿Qué hay de lo que hemos visto nosotros? Estamos hundidos en la mierda. Estamos muriendo. Y ¿qué haces tú? Filosofar. Vivir una vida de lujos. Acostarte con rosas. Yo tuve que escuchar la muerte de Dancer. Tuve que oír los malditos gritos que resonaban por los intercomunicadores cuando los lurchers vinieron a matarnos. Y no pude hacer nada por salvarlos. Si hubieras vivido aquello, sabrías que el fuego solo puede ser combatido con fuego.

Sé adónde llevan esas palabras. Me abrieron un agujero en las entrañas. Me hicieron sollozar sobre el barro, con Casio encima. Así terminará esto.

—Puede que hayas perdido todo lo que amas, Harmony. Lo lamento mucho. Pero mi familia sigue en una mina. No sufrirán porque tú estés enfadada. El sueño de mi esposa era lograr un mundo mejor, no más sangriento. —Me pongo de pie—. Ahora, quiero hablar con Ares.

La habitación se sume en un pesado silencio.

—Dadnos un momento.

Les lanza una mirada a Mickey y Evey. Observa al tallista mientras este se incorpora a regañadientes. Mickey se detiene como si quisiera decirme algo, pero, al sentir la mirada de Harmony clavada en él, se lo piensa mejor.

—Buena suerte, querido —dice sin más al tiempo que me da unas palmaditas en el hombro.

—Deja que me quede —dice Evey acercándose a Harmony—. Puedo ser de ayuda con él.

Harmony se toca la cadera.

—Ares no lo permitiría.

—Después de lo que he hecho hoy... ¿no confías en mí? No soy como los demás.

—Confío en ti tanto como en cualquier rojo. Pero esto es algo que no puedo compartir contigo. —Besa a Evey en los labios con delicadeza—. Vete.

Evey se detiene en la puerta y se vuelve para mirarme.

—Nosotros no somos tus enemigos, Darrow. Tienes que saberlo.

La puerta se cierra a sus espaldas con un clic y Harmony y yo nos quedamos solos en el despacho de Mickey.

—¿Ella lo sabe? —pregunto.

—¿A qué te refieres?

—A que la enviaste a una misión suicida.

—No. No es como nosotros. Ella confía.

—Y ¿tú la sacrificarías?

—Sacrificaría a cualquiera de nosotros para matar a un Marcado como Único. Solo conseguimos florecillas y bronces sin utilidad. Quiero a los verdaderos tiranos.

—La estás utilizando de peor forma que Mickey.

—Puede elegir —masculla Harmony.

—¿Ah, sí?

—Basta. —Harmony se sienta y le hace un gesto para que la imite—. Puede que Dancer esté muerto, pero Ares tiene un plan para ti.

—No. No. Estoy harto de escuchar sus planes a través de otros. He sacrificado tres años de mi vida por él. Quiero verle la cara.

—Imposible.

—Entonces se acabó.

—¿Cómo podría acabarse, eh? Estás atrapado. Maldita sea, está claro que no puedes volver a Lico, ¿verdad? Una salida. Abróchate el cinturón y aguanta hasta el final.

Siento sus palabras como un bofetón. No puedo regresar. La soledad que contiene esa frase es inexplicable. ¿Dónde está mi hogar? ¿Adónde iré aunque todo esto acabe con los dorados hechos pedazos?

—No conocerás a Ares. Ni siquiera yo le he visto la cara, sondeainfiernos.

—¿No? Llevas trabajando para él casi tanto tiempo como Dancer. Años. ¿Cómo puedes confiar en él, tú precisamente?

—Porque fue él quien me puso una pistola en la mano por primera vez. Llevaba puesto su casco y me colocó en la palma de la mano un achicharrador de grado IV con cargador de iones.

—¿Ares es un hombre? —pregunto.

—¿A quién le importa?

Levanta un holodispositivo. Los electrones se arremolinan en el aire y se fusionan para crear una serie de mapas. Reconozco la topografía. Marte. Venus. Luna, creo. Docenas de puntos rojos parpadean sobre planos de ciudades, astilleros y varios órganos vitales más. Me doy cuenta de que son bombas. Harmony observa el mapa con aspecto cansado.

—Este es el plan de Ares. Cuatrocientos atentados. Seiscientos ataques a depósitos de armas, instalaciones del gobierno, compañías eléctricas y redes de comunicaciones. Es la suma de los Hijos de Ares. Años de planificación. Años de acumular recursos lenta y dolorosamente.

No tenía ni idea de que pudiéramos realizar tal acción. Contemplo el mapa asombrado.

—Los ataques de hoy estaban destinados a provocar una respuesta. A cabrearlos y molestarlos. Queremos que se movilicen. Si lo hacen, se concentran. Es más fácil quemar víboras cuando van en manadas.

—¿Cuándo se llevará a cabo esto?

—Dentro de tres noches.

—Tres noches —repito—. Cuando termine la Cumbre. No querrá que yo haga l...

—Sí. Dentro de tres noches, la Cumbre termina con una gran gala. Vino, rosas, sedas, lo que demonios sea que hagáis los oropelos. Todos los malditos gobernadores, todos los senadores, pretores, emperadores y corregidores de la Sociedad estarán allí. Un Sistema Solar de monstruos atraídos a un solo lugar por el poder de la soberana. Pasarán otros diez años antes de que volvamos a ver algo así. No hay forma de que los Hijos entren, pero tú puedes ir adonde nosotros no llegamos. Puedes dar el golpe que nosotros somos incapaces de asestar.

Siento que sus palabras se precipitan hacia mí como un tren por un túnel.

—Cuando todos estén ya bien juntitos, cuando la soberana se ponga en pie para dar su discurso, matas a esos oropelos cabrones con una bomba de radio que llevarás escondida. Mickey y un equipo de tecnólogos han diseñado el aparato. En cuanto veamos a través de la grabadora de datos que te implantaremos que la bomba ha estallado, desataremos el infierno por todo el sistema. Los fundiremos.

¿A esto se reduce todo lo que hemos hecho?

—Tiene que haber otra forma de hacerlo.

—Siempre hubo dos planes, sondeainfiernos. Este y tú. Ares y Dancer decían que tú eras nuestra esperanza, nuestra oportunidad de tomar otro camino. Alardeaban como niños de que serías capaz de destruir a los dorados desde dentro. Pero has fallado, tal como yo dije que sucedería. Dices que Evey tiene las manos manchadas de sangre. Bueno, pues tú también.

—No tienes ni idea de la cantidad de sangre que me mancha las manos, Harmony. No soy ningún maldito santo. Pero el ataque de Evey ha sido una vergüenza.

—La única vergüenza sería que perdiéramos.

Me caigo a pedazos.

—Nos estamos jugando mucho más de lo que crees. No podemos enfrentarnos a los dorados. Da igual el golpe que les asestemos, nos erradicarán de un plumazo.

Chasqueo los dedos.

—Así que no vas a hacerlo.

—No, no lo haré, Harmony.

—Entonces la guerra comienza sin tu ayuda —me espeta—. Teníamos a dos Hijos listos para intentar entrar en la gala. No son dorados, así que lo más seguro es que los pillen y los hagan papilla en una celda de tortura pretoriana antes de que completen su misión. Eso significa que los líderes de los dorados conservarán la vida y que nuestras escasas oportunidades de ganar en este maldito desastre disminuyen porque tú no confías en Ares.

—¡A la mierda! ¡Ares debería habérmelo contado en persona si quería mi ayuda!

—¿Cómo? Está en Marte preparando la revolución. No hay forma de comunicarse con él. Lo controlan todo. ¿Cómo iba a ponerse en contacto contigo sin desvelar tu identidad? —Se inclina hacia mí, enseñando los dientes como un gato salvaje—. Dime, Darrow. ¿Acaso sabes cuánto te han robado?

Hay algo extraño en su tono de voz.

—¿Qué quieres decir?

—Esto es lo que quiero decir. —Con brusquedad, inserta unas cuantas órdenes en el holocubo y aparece una imagen de las minas de Lico. Se me hiela la sangre—. La grabación de la muerte de Eo, la que pirateamos y retransmitimos...

El corazón me late en la garganta.

—No estaba completa.

Pulsa el botón de «Play» y la habitación que nos rodea se convierte en la mina. Formamos parte de un holo tridimensional. Es el metraje sin editar, no el que sale en los noticiarios, no el que he visto un centenar de veces. Muestra el ahorcamiento sin banda sonora.

Oigo mis propios gritos de dolor mientras los grises golpean al niño que solía ser. Llorando entre la multitud. El silencio incómodo de la grabación no editada. Mi madre agacha la cabeza y el tío Narol escupe sobre el polvo. Kieran, mi hermano, les tapa los ojos a sus hijos. Se oye un arrastrar de pies. Dio, la hermana de Eo, sube al patíbulo de metal tambaleándose. Se oyen unos zapatos que arañan el óxido. Sollozos. Entonces Dio se inclina hacia mi esposa. Eo está de pie, pequeña, muy pálida y delgada, poco más que el humo de la chica en llamas que recuerdo. Mueve los labios. Una vez más, no oigo lo que dice, igual que no lo oí aquel día. De pronto, Dio rompe a llorar, inconsolable, y se aferra a Eo. ¿Qué se dijeron?

—Utiliza el equipo. Para eso está aquí, ¿no?

Me lo he preguntado mil veces, pero nunca había tenido acceso a esta grabación. Nunca supe cómo podría encontrarla sin levantar sospechas. Y además me daba miedo, como ahora... ¿Por qué creía ella que yo no era lo suficientemente fuerte para oír según qué? ¿Qué podía soportar Dio que no fuese yo capaz de aguantar?

En el metraje pirateado de las noticias, ni siquiera muestran a Dio. Pero aquí, en el que no está editado, puedo rebobinar. Lo hago. Puedo amplificar el sonido. Lo hago. Veo cómo ocurre de nuevo: mi madre agacha la cabeza. Narol escupe. Kieran les tapa los ojos a los niños. Pies que se arrastran. Dio sube al patíbulo. Todos los sonidos están aumentados. Elimino el ruido de fondo con los controles y oigo lo que mi mujer le dijo a Dio:

—En nuestra habitación hay una cuna que he hecho con mis propias manos. Escóndela antes de que vuelva Darrow.

—Una cuna... —murmura Dio.

—No debe saberlo nunca. Lo destrozaría.

—No lo digas, Eo. No.

—Estoy embarazada.

Hijo dorado

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