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6 ÍCARO
ОглавлениеTomamos tierra cerca de la Ciudadela. Un viento pegajoso, contaminado, sacude los altísimos árboles próximos a nuestra cápsula de aterrizaje. El sudor perla rápidamente la parte superior del cuello alto de mi vestimenta. Ya tengo claro que este horrible sitio no me gusta. A pesar de que hemos aterrizado dentro de los límites de la Ciudadela, que está alejada de las ciudades más cercanas y rodeada de bosques y lagos, el aire de la Luna empalaga y se adhiere a los pulmones.
En el horizonte, justo detrás de los chapiteles en punta del campus occidental de la Ciudadela, flota la Tierra, hinchada y azul, y me recuerda lo lejos de casa que estoy. Aquí la gravedad es menor que en Marte, solo un sexto de la de la Tierra, y hace que me sienta inestable y torpe. Parece que floto cuando camino. Y aunque enseguida recupero la coordinación, mi cuerpo sufre su propia levedad con extrañas sensaciones de claustrofobia.
Otra nave aterriza al norte.
—Parece el color plata de los Belona —dice Roque en voz baja y con los ojos entornados mirando hacia el ocaso.
Suelto una risita.
Roque se vuelve de nuevo hacia mí.
—¿Qué?
—Solo me imaginaba cómo sería tener un misil de pulsos en estos momentos.
—Bueno, eso es... encantador por tu parte. —Echa a andar. Lo sigo, con la mirada aún clavada en la nave—. Adoro las puestas de sol de la Luna. Es como si estuviéramos en el mundo de Homero. El cielo tiene el mismo tono cálido que el bronce recién forjado.
Por encima de nosotros, el cielo extraterrestre se funde en la noche con la larga puesta del sol. Durante dos semanas, la luz del día desaparecerá de esta parte de la luna. Dos semanas de noche. Varios yates de lujo navegan por este extraño final del día mientras que los alas ligeras patrulleros pilotados por azules planean junto a ellos como murciélagos formados por añicos de ébano.
La gravedad de un sexto permite que los nacidos de la Luna construyan como les venga en gana. Y vaya si lo hacen. Más allá de los límites de la Ciudadela, el horizonte está cercado de torres y paisajes urbanos. Por todas partes serpentean eolopeldaños para que los ciudadanos puedan ascender por el aire con facilidad. La red de peldaños se extiende como la hiedra entre las altas torres y une los cielos con los infiernos de los distritos inferiores. Miles de hombres y mujeres trepan por ellos como hormigas sobre las vides, mientras que los esquifes de las patrullas grises zumban alrededor de las vías públicas.
A la Casa de Augusto se le ha asignado una villa enclavada en medio de treinta acres de pinos en los terrenos de la Ciudadela. Es una cosa hermosa entre otras cosas hermosas de este majestuoso lugar. Hay jardines, caminos, fuentes talladas con niñitos alados de piedra. Todo ese tipo de frivolidades.
—¿Te apetece una sesión de kravat? —le pregunto a Roque mientras señalo con la cabeza la instalación de entrenamiento situada junto a la villa—. Estoy perdiendo la cabeza.
—No puedo. —Roque esboza una mueca y se aparta del camino del resto de los lanceros y sus ayudantes, que se dirigen en fila hacia la casa—. Tengo que asistir a la conferencia sobre «Capitalismo en la Edad del Gobierno».
—Si quieres echarte la siesta, estoy seguro de que en la villa hay camas.
—¿Estás de broma? Regulus ag Sol dará la charla inaugural.
Silbo.
—El mismísimo Quicksilver. Entonces ¿vas a aprender a fabricar diamantes a partir de la grava? ¿Has oído el rumor de que es el dueño de los contratos de dos Caballeros Olímpicos?
—No es un rumor. Al menos eso dice mi madre. Me recuerda a lo que Augusto le dijo a la soberana durante su coronación: «Un hombre nunca es demasiado joven para ser asesinado, ni demasiado sabio, ni demasiado fuerte; pero sí puede ser demasiado rico».
—Eso lo dijo Arcos.
—No, estoy seguro de que fue Augusto.
Niego con la cabeza.
—Comprueba tus datos, hermano. Lo dijo Lorn au Arcos, y la soberana se volvió para responder: «Te olvidas, Caballero de la Furia, de que soy una mujer».
Arcos es tan mito como hombre, al menos para mi generación. Ahora retirado, fue la Espada de Marte y el Caballero de la Furia durante más de sesenta años. Muchos caballeros Únicos de toda la Sociedad le han ofrecido las escrituras de lunas a cambio de instruirlos durante una semana en su método de kravat, el Método del Sauce. Fue él quien me envió el cuchillo dactilar que acabó con Apolo y después me ofreció un puesto en su casa. En aquel momento lo rechacé, elegí a Augusto por delante del anciano Arcos.
—«Te olvidas de que soy una mujer» —repite Roque. Atesora estas historias de su imperio del mismo modo en que yo atesoraba las historias del Segador y el valle—. Cuando vuelva, hablaremos. Y no me refiero a la cháchara habitual.
—¿Quieres decir que no berrearás acerca de un amor de la infancia, beberás demasiado vino y te pondrás poético en cuanto a la forma de la sonrisa de Quinn y la belleza de los cementerios etruscos antes de quedarte dormido? —pregunto.
Se le enrojecen las mejillas, pero se lleva una mano al corazón.
—Por mi honor.
—Entonces lleva una botella de un vino ridículamente caro y hablaremos.
—Llevaré tres.
Lo veo marcharse, con la mirada más fría que la sonrisa que le dedico.
Varios lanceros más asisten a la conferencia con Roque. Los demás se acomodan en la villa mientras los equipos de seguridad grises de Augusto peinan el terreno. Los guardaespaldas obsidianos siguen a los dorados como sombras. Una oleada constante de rosas entra elegantemente en la villa, solicitados al Jardín de la Ciudadela por miembros de la plantilla de la casa del archigobernador que están aburridos por el viaje y buscan un poco de diversión.
Un camarero rosa de la Ciudadela me guía hasta mi habitación. Me echo a reír cuando llegamos.
—Puede que haya habido un error —digo mientras le echo un vistazo a la minúscula habitación, con un baño y un armario adyacentes—. No soy una escoba.
—No entien...
—No es una escoba, así que no entra en este escobero —dice Teodora a nuestras espaldas, apoyada en el umbral—. Está por debajo de su posición. —Mira a su alrededor, olisqueando desdeñosamente con su fina nariz—. Esto ni siquiera valdría como armario para mi ropa en Marte.
—Esto es la Ciudadela, no Marte. —Los ojos rosas del camarero estudian las arrugas del anciano rostro de Teodora—. Hay menos espacio para las cosas inútiles.
Teodora sonríe con dulzura y señala el árbol de cuarzo rosa sujeto al pecho del hombre.
—¡Vaya! ¿Es el álamo negro del Jardín Dryope?
—La primera vez que lo ves, me atrevería a decir —contesta con arrogancia antes de volverse hacia mí—. No sé cómo educan a vuestros rosas en los jardines de Marte, dominus, pero en la Luna tu esclava debería poner todo su empeño en parecer menos afectada.
—Por supuesto. Qué grosero por mi parte —se disculpa Teodora—. Simplemente pensé que conocerías a la matrona Carena.
El camarero se detiene.
—La matrona Carena...
—Crecimos juntas en los jardines. Dile que Teodora le envía saludos y que irá a visitarla si dispone de tiempo.
—Eres rosácea.
Su rostro se vuelve tan blanco como el papel.
—Lo era. Ahora todos mis pétalos están marchitos. Bueno, dime cómo te llamas. Me encantaría recomendarte ante ella por tu hospitalidad.
El camarero murmura algo casi inaudible y se marcha dedicándole a Teodora una reverencia más profunda que a mí.
—¿Te has divertido? —pregunto.
—Una pequeña demostración de fuerza siempre es agradable. Aun cuando todo lo demás comienza a flaquear.
—Parece que mi carrera termina donde comenzó la tuya.
Me río macabramente y me acerco al holodispositivo situado cerca de la cama.
—Yo no lo haría —dice Teodora.
Me muerdo el labio inferior, nuestra señal para los dispositivos de espionaje.
—Sí, bueno, claro. Pero la holonet no es... el lugar donde quisieras estar ahora mismo.
—¿Qué están diciendo de mí?
—Se preguntan dónde te enterrarán.
No tengo tiempo de contestar antes de que unos nudillos golpeen el marco de la puerta de mi habitación.
—Dominus, lady Julii requiere tu presencia.
Sigo al rosa de Victra hasta la terraza privada de su habitación. Solo su baño es ya más grande que mi cama.
—No es justo —dice una voz desde detrás del tronco blanco mármol de un árbol de lavanda. Me vuelvo y veo a Victra jugando con las espinas de un arbusto—. Que te hayan despedido como a un mercenario gris.
—¿Desde cuándo te preocupa a ti lo que es justo, Victra?
—¿Es que siempre tienes que ponerte a la defensiva conmigo? —me pregunta—. Ven a sentarte. —Pese a las cicatrices que la diferencian de su hermana, su larga silueta y su rostro luminoso carecen de verdaderos defectos. Se sienta mientras fuma una especie de cisco de diseño que huele como una puesta de sol sobre un bosque talado. Su estructura ósea es más fuerte que la de Antonia, es más alta, y parece haber cobrado vida en una forja, como una punta de lanza que se enfría hasta convertirse en una forma angular. El enfado destella en sus ojos—. Soy lo más lejano a una enemiga que tienes, Darrow.
—Y entonces ¿qué eres? ¿Una amiga?
—A un hombre en tu posición no le irían mal unos cuantos amigos, ¿no?
—Preferiría tener una docena de guardaespaldas Sucios.
—Y ¿quién tiene dinero para eso? —ríe.
Enarco una ceja.
—Tú.
—Bueno, los guardaespaldas no podrían protegerte de ti mismo.
—Estoy un poco más preocupado por los filos de Belona.
—¿Preocupación? ¿Es eso lo que vi en tu cara cuando aterrizábamos? —Deja que un suspiro alegre escape entre sus labios—. Qué curioso. Verás, creía que era miedo. Terror. Todas esas cosas verdaderamente inquietantes. Porque sabes que esta luna será tu tumba.
—Creía que ya no íbamos a pelearnos —digo.
—Tienes razón. Es solo que me pareces muy raro. O, al menos, las elecciones que haces en cuanto a las amistades me resultan muy raras. —Está sentada delante de mí sobre el bordillo de la fuente. Sus talones rozan la piedra antigua—. Siempre me has mantenido a cierta distancia, y sin embargo te acercabas a Tacto y Roque. Entiendo lo de Roque, aunque sea tan blandito como la mantequilla. Pero ¿Tacto? Es como jugar con una víbora y esperar que no te muerda. ¿Crees que porque fuera uno de tus hombres en el Instituto es tu amigo?
—¿Amigo? —Me río ante la ocurrencia—. Después de que Tacto me contó que sus hermanos le rompieron su violín favorito cuando era un crío, hice que Teodora empleara la mitad de mi cuenta corriente en un violín Stradivarius en la casa de subastas de Quicksilver. Tacto no me dio las gracias. Fue como si le hubiera regalado una piedra. Me preguntó que para qué era. Le dije: «Para que lo toques». Me preguntó que por qué. «Porque somos amigos». Le echó un vistazo al instrumento y se marchó. Dos semanas después, descubrí que lo había vendido y se había gastado el dinero en rosas y drogas. No es mi amigo.
—Es lo que sus hermanos lo obligaron a ser —señala Victra dubitativa, como si fuera reacia a compartir su información conmigo—. ¿Cuándo crees que ha recibido algo sin que alguien quisiera algo a cambio? Lo incomodaste.
—¿Por qué crees que soy precavido contigo? —Me acerco a ella—. Porque tú siempre quieres algo a cambio, Victra. Igual que tu hermana.
—Ah. Creía que tal vez fuera por Antonia. Ella siempre estropea las cosas. Siempre, desde el momento en que esa loba consiguió salir dando zarpazos del vientre de mi madre y disfrazarse de humana. Menos mal que yo nací antes, si no bien podría haberme estrangulado mientras aún estaba en la cuna. Y, además, solo somos hermanastras. Tenemos padres distintos. Mi madre nunca le encontró mucho sentido a la monogamia. Ya sabes que Antonia incluso utiliza el apellido Severo en lugar de Julii solo para fastidiar a mi madre. Mocosa cascarrabias. Y luego me cargan a mí con su bagaje moral. Ridículo.
Victra juguetea con los muchos anillos de jade que lleva en los dedos. Me resultan extraños, en contraste con la severidad espartana de su rostro lleno de cicatrices. Pero Victra siempre ha sido una mujer de contrastes.
—¿Por qué estás hablando conmigo, Victra? No puedo hacer nada por ti. No tengo posición social. No tengo mando militar. No tengo dinero. Y no tengo reputación. No tengo ninguna de las cosas que tú valoras.
—Bueno..., también valoro otras cosas, querido. Pero sí cuentas con una reputación, sin duda. Plinio se ha asegurado de ello.
—O sea que sí estuvo involucrado en el rumor. Creía que Tacto no estaba diciendo más que tonterías.
—¿Involucrado? Darrow, ha estado en guerra contigo desde el momento en que te arrodillaste ante Augusto. —Se ríe—. Desde antes, incluso. Le aconsejó a Augusto que te matara en aquel mismo momento, o que al menos te juzgara por el asesinato de Apolo. ¿No lo sabías? —Niega con la cabeza ante mi mirada vacía—. El hecho de que te estés dando cuenta de esto ahora mismo demuestra lo mal equipado que estás para jugar a este juego. Y, debido a ello, van a matarte. Por eso estoy hablando contigo. Preferiría que encontraras una alternativa en lugar de quedarte enfurruñado en tus horrendos aposentos. Si no, Casio au Belona vendrá, cogerá un cuchillo y te lo clavará justo aquí... —Me acaricia el pecho con un dedo y traza el contorno de mi corazón con su larga uña—. Para darle a su madre su primera comida de verdad desde hace años.
—Entonces ¿cuál es tu sugerencia?
—Que dejes de ser tan capullo. —Me sonríe y me tiende una ficha de datos.
A regañadientes, cojo el borde de la delgada ficha de metal, pero ella no la suelta y tira de mí hacia el borde de la fuente, entre sus piernas. Abre la boca y se pasa la lengua por el labio superior mientras me recorre el rostro con la mirada, hasta dejarla clavada en mis ojos, donde intenta encender un fuego. Pero allí no hay nada. Con un suspiro felino suelta la ficha de datos. La paso por mi terminal de datos personal y en mi pantalla aparece el anuncio de una taberna.
—Esto no está dentro de los límites de la Ciudadela —digo.
—¿Y?
—Pues que si salgo mi cabeza corre peligro.
—Entonces no digas que vas a salir.
Doy un paso atrás.
—¿Cuánto te pagan?
—¡Crees que es una trampa!
—¿Lo es?
—No.
—¿Cómo sé que me estás diciendo la verdad?
—La mayoría de la gente no puede permitirse la verdad. Yo sí.
—Ah, es cierto. Se me había olvidado. Tú nunca mientes.
—Soy del gens Julii. —Se pone en pie lentamente y su ira se extiende como un filo—. Mi familia obtiene del comercio suficientes beneficios para comprar continentes. ¿Quién podría permitirse comprar mi honor? Si... algún día me convierto en tu enemiga, te lo diré. Y también te diré por qué.
—Todo el mundo es honesto hasta que lo pillan en una mentira.
Su risa es áspera y hace que me sienta pequeño e infantil, me recuerda que Victra tiene siete años más que yo.
—Entonces quédate, Segador. Confía en la suerte. Confía en los amigos. Escóndete aquí hasta que alguien compre tu contrato y reza para que no lo hagan solo para servirte en la mesa de los Belona como un lechón.
Sopeso las opciones y extiendo una mano para ayudarla a levantarse.
—Bueno, cuando lo explicas de ese modo...
—¿Coronel Valentin?
Victra se dirige al más bajo de los dos grises que nos esperan en la rampa de la lanzadera. Es una carraca. Una de las más feas que he visto en mi vida. Parece la mitad delantera de un tiburón martillo. Miro al más alto de los grises con desconfianza.
—Sí, domina —contesta Valentin, que mueve la cabeza de bloque con la rígida precisión de un hombre que ha sido criado en las filas—. ¿Estás segura de que no te han seguido?
—Totalmente segura —dice Victra.
—Deberíamos partir de inmediato, entonces.
Sigo a Victra al interior de la nave sin dejar de estudiar el terreno a nuestras espaldas. Nos pusimos espectrocapas en cuanto salimos de la villa de Augusto. Una docena de pasillos ocultos y seis viejos graviascensores después, llegamos a una polvorienta y raramente usada sección de las plataformas de lanzamiento de la Ciudadela. Teodora nos dejó allí. Quería venir, pero me niego a llevarla adonde nos dirigimos.
Un gris nos escanea tanto a Victra como a mí en busca de virus cuando embarcamos en la nave.
La rampa del barco se desliza hasta cerrarse detrás de nosotros. Doce grises hoscos atestan el pequeño compartimento de pasajeros de la lanzadera. No son de los elegantes. Más bien son artesanos de un oficio oscuro.
Aunque existen medias, los colores son distintos en su composición debido a la genética humana y a los diferentes ecosistemas de la Sociedad. Los grises de Venus suelen ser más oscuros y densos que los de Marte, pero las familias se mudan, se mezclan y procrean. Los niveles de talento de cada color son aún más variables que su apariencia. La mayor parte de los grises no están destinados más que a vigilar los centros comerciales y las calles de las ciudades. Algunos van a las tropas. Otros, a las minas. Pero luego están los grises que nacieron dentro de una estirpe especial de malvados y astutos y han sido entrenados durante toda su vida para cazar a los enemigos dorados de sus señores dorados. Como estos que nos acompañan en la lanzadera. Los llaman lurchers, como los chuchos cruzados de la Tierra criados para desarrollar un sigilo, una astucia y una velocidad fuera de lo común, todo con un único propósito: matar a cosas de mayor tamaño que ellos.
—¿Nos dirigimos a la Ciudad Perdida y sois solo vosotros doce? —pregunto.
Sé que son suficientes. Pero es que no me gustan los grises. Así que les meto el dedo en la llaga.
Me observan con la silenciosa reserva de una familia que se encuentra a un extraño en la carretera. Valentin es el padre. Tiene una constitución similar a la de un bloque de hielo sucio y achaparrado tallado por una hoja oxidada, y su rostro chamuscado por el sol es oscuro y rígido, de ojos rápidos. Su teniente, Sun-hwa, se inclina hacia nosotros, dura y retorcida como un olivo.
Ambos han nacido de la Tierra, a juzgar por el aspecto de sus rasgos continentalmente étnicos. Estos grises no llevan ninguna insignia triangular de la Legión de la Sociedad en sus ropas de civil. Eso significa que ya han servido sus veinte años obligatorios.
—Se nos ha encomendado protegerlos, dominus —dice Valentin al tiempo que Sun-hwa carga una exótica arma circular en la parte interna de su muñeca izquierda. Parece hecha de plasma—. Mi equipo ha preparado una ruta segura. Tiempo estimado del trayecto: veinticuatro minutos.
—Si Plinio descubre adónde voy, o si los Belona se enteran de que estoy fuera de la Ciudadela...
—Los lurchers conocen la situación —interviene Victra.
—No veo insignias doradas. ¿Mercenarios?
—En realidad quiere decir que somos lo bastante buenos para haber sobrevivido todo este tiempo, dominus —dice Valentin sin expresar la menor emoción—. Nos hemos preparado para todas las eventualidades. Se han organizado planes de contingencia y apoyo.
—¿Cuánto apoyo?
—Suficiente. Nosotros solo somos los transportistas, dominus. —Se le curvan los labios en una sonrisa y decido creerme sus palabras—. Hay un problema más grande que los Belona, y es que haya terceras partes que piensen que una oportunidad acaba de cruzarse en su camino. En nuestro destino, habrá un montón de puñeteras terceras partes, dominus. Esa mierda complica nuestro RSI. ¿Sun-hwa?
—Ponte esto. —Sun-hwa me lanza una bolsa de ropa sencilla. Su voz continúa con un sonsonete monótono—: Eres alto, no puedo hacer una mierda al respecto, pero realizaremos un rápido trabajo de teñido con esto, eso y lo otro. —Le lanza otra bolsa a Victra—. Para ti. El jefe pensó que irías vestida con demasiada elegancia.
Victra se echa a reír.
—Bocachas fuera, chicos —ladra Valentin cuando la nave tiembla y se eleva en el aire—. Estamos en marcha.
Las porras eléctricas y los quemadores se preparan en manos expertas. Un ruido irregular de metal contra metal. Como unos nudillos de acero que chasquean cuando los proyectiles magnéticos entran en las cámaras. Los lurchers esconden armas en fundas ocultas sobre las ajustadas armaduras piel de escarabajo. Tres de ellos llevan armas de muñeca ilegales. Observo el contrabando mientras me embuto en mi piel de escarabajo. Bebe de la luz, de un color negro extraño, similar al de las pupilas. Más que otra cosa es la ausencia de color. Es mejor que las duroarmaduras que teníamos en el Instituto y detendrá unas cuantas hojas y alguna que otra arma de proyectiles como el achicharrador común.
La nave se estremece cuando sus motores principales sobrepasan los propulsores verticales.
—Garra y Minotauro, os informo. Ícaro está en marcha —dice Valentin con voz ronca por su intercomunicador—. Repito. Ícaro está en marcha.