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II.
UN PRESO NUEVO

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El despertar que sigue a una primera noche de prisión es una cosa horrible.

Silvio Pellico: Mis prisiones.

Los lectores de folletines y de novelas por entregas, en los cuales hay con frecuencia odios sostenidos y venganzas a largo plazo, como en el Conde de Monte Cristo, suelen discutir si estos sentimientos son o no lógicos y verdaderos. Afirman unos, que la venganza es un instinto natural del hombre, que perdura y no se borra jamás; y dicen otros, que todo se olvida, hasta las mayores ofensas, con el transcurso de los años.

Yo siempre me he inclinado a pensar que la mayoría de la gente llega a perder el recuerdo de los agravios con el tiempo y que no se vengan mas que rara vez.

El caso que les voy a contar demuestra un rencor profundo y sostenido, terminado en una cruel venganza.

Como decía la otra noche, a los quince o veinte días de estar en la cárcel tuve que guardar cama una temporada, porque se me exacerbaron los dolores reumáticos.

Después se me permitió andar por la cárcel y entrar en el segundo patio, en donde se hallaban los presos de delitos comunes.

Hacía dos meses que estaba en la cárcel cuando conocí a un nuevo preso, de aspecto extraño.

Acababa de entrar. Era un muchacho joven, sombrío, moreno, de ojos negros, cabello largo, a la moda de la época, y aire reconcentrado y fuerte. Pasó por el primer patio vigilado por dos alguaciles. Subieron los tres a una oficina donde se tomaba la filiación a los detenidos.

En la mesa había un empleado escribiendo, un hombre con el pelo rizado y la mano llena de anillos.

Los alguaciles le hablaron en voz baja y le entregaron unos papeles, que el escribiente leyó con gran indiferencia.

—Ahora viene don Paco—dijo uno de los alguaciles.

Don Paco era el alcaide. Efectivamente, llegó, tomó los papeles que había traído el alguacil y los leyó con atención.

El alcaide interrogó al preso con una voz amable y una dulce sonrisa que, para el que sabía cómo las gastaba aquel hombre, no eran nada tranquilizadoras.

—Soy inocente—dijo el joven con aire dramático—. No tengo más dinero que el que he ganado con mi trabajo.

El alcaide sonrió, porque consideraba como algo lógico y natural que todo preso suyo y aun toda persona que tuviese que ver con él fuera un perfecto granuja.

—Si ha guardado usted el dinero en alguna parte yo no pretendo que me lo diga usted. Aquí sabemos también ser caballeros.

—Afirmo que soy inocente—replicó el joven.

El alcaide explicó a su nuevo huésped el precio de los cuartos que se alquilaban en la cárcel y las diferencias que había entre las distintas clases.

—Venga usted, caballero—le dijo después—; permita usted que le acompañe. Puede usted tranquilizarse.

—No necesito tranquilizarme. Estoy tranquilo.

—Quiero decir—repuso el alcaide—que aquí nadie le quiere mal. Le voy a llevar a su cuarto.

El joven preso siguió al alcaide hasta el fin de un corredor; un carcelero descorrió el cerrojo de una puerta maciza, al lado de la cual se veían dos mozos con un cabo de vara de aire siniestro.

Recorrieron otro corredor, salieron al segundo patio, y el alcaide mandó abrir la puerta de un cuchitril obscuro, bajo de techo y con un banco de madera.

—Aquí tiene usted su cuarto. Puede usted pedir a su casa unas mantas para dormir. Si quiere usted le pueden traer una cama, una mesa y una silla.

—Está bien—dijo el joven; y se sentó en el banco con un aire entre resuelto y desesperado.

Los carceleros cerraron llaves y cerrojos, y el joven se quedó allí dentro.

El Sabor de la Venganza

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