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VI.
EL SEGUNDO PATIO

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En el patio de la cárcel hay escrito con carbón: «Aquí el bueno se hace malo, y el malo se hace peor».

Carcelera.

Yo no soy precisamente un sentimental, ni un poeta de delicadezas ni de ternuras, y, sin embargo, la perspectiva del segundo patio, la primera vez que entré en él, me hizo un efecto terrible. Era un cuadrado con paredes altas y lleno de gente.

Aquel patio tenía algo de plazuela, de casa de juego, de manicomio, de foro, de plaza de toros y de hospital.

Todas las aglomeraciones de hombres solos son, indudablemente, malsanas, repugnantes; huelen a sentina, ya sean cárceles, cuarteles, seminarios o conventos; pero la cárcel es la cloaca máxima.

Allí se reúne la basura humana, los detritos de la sociedad. Lo que no está podrido se pudre pronto, y la infección envenena el ambiente con sus miasmas.

La cárcel es como la imagen negativa de la vida moral. Allí la bajeza, la fealdad, la maldad, el odio, todo lo más horrendamente humano, se muestra a lo vivo.

Es un pantano en una fermentación constante que exhala vapores fétidos bastantes para envenenar toda la atmósfera.

La cárcel es la universidad de lo perverso. La Naturaleza se divierte, a veces, en formar monstruos con lo físico o con lo moral. Los monstruos físicos vagan por el mundo; los monstruos morales tienden a reunirse en la cárcel. Aquí se completan, se complican, se hacen más perfectos en su monstruosidad.

En la Cárcel de Corte, por entonces, había de todo: políticos, homicidas, lechuguinos, jovencitos elegantes y bien puestos, viejos barbudos y enfermos, locos desnudos que lanzaban horribles lamentos, reñidores desesperados que pasaban la vida entre gritos y blasfemias.

Allí el robo, el asesinato, la estafa, la locura, el cinismo, la enfermedad, la miseria, la matonería, la sodomía se daban la mano y bailaban una terrible danza macabra.

Esta fermentación de la cárcel, que acaba con los sentimientos nobles del hombre, no sólo no acaba, sino que deja el egoísmo, el instinto de vivir más ágil que nunca. Nada se parece tanto a un gallinero, a una casa de fieras, a una selva virgen, a un bosque de bestias feroces, como una cárcel. El preso vive allí como un piel roja, siempre en acecho, dispuesto a destrozar al prójimo por la fuerza, por la malicia o por el engaño.

Lo característico de la cárcel es esto: que no hay piedad. El valiente allí muere o vence, el tímido sucumbe; para el desdichado sin energía son todas las miserias, todos los horrores, todas las groseras mixtificaciones.

El fuerte manda y gallea; el cobarde adula y se envilece. Allí no hay que hacerse ilusiones. Hay que dejar toda esperanza; no hay mas que miradas de odio, de rabia, de desesperación o de desprecio. El que teme caer, sabe que si cae todos pasarán por encima de su cabeza; por eso hay que pisar fuerte y no resbalar. En una cárcel no se puede ser mas que un santo, un miserable o un misántropo. Vivir en una cárcel es hacerse para siempre enemigo del hombre.

Al principio, al entrar en el segundo patio se creía notar que todos los encerrados allí tenían una gran alegría: se cantaba, se jugaba, se vociferaba; pronto se podía ver que la alegría era ficticia y que por debajo de ella latía una sorda irritación.

Otra cosa se notaba, y es que no había nadie independiente; allí ninguno podía apartarse de la acción común. Ya el lenguaje era especial para la cárcel, mezcla de germanía y de caló. Jorge Borrow, el escritor inglés, me explicó varias veces cómo la germanía y el caló no son lo mismo, pues la germanía es una lengua figurada, como el argot francés, y, en cambio, el caló es un idioma.

Además de la comunidad de lengua, había en la cárcel la comunidad de la acción. Cuando se comía había que repartirse por cuadrillas; al hacerse la limpieza del patio, unos la hacían; otros, no; al jugar, unos tenían categoría para jugar; otros no podían ser mas que espectadores, y otros ni eso; para dormir existían también sus categorías. Había una disciplina cuya dirección se subastaba a cada paso, y se daba al más audaz y al más valiente. Cuando entré por primera vez en el segundo patio, me acompañaban Román y el padre Anselmo. A éste le dirigieron las más innobles chacotas:

—Oiga usted, pae cura. Me tiene usted que dar el modelo de esa sotanilla.

—La sotana es vieja—replicó el padre Anselmo—; pero los que no somos ricos no podemos llevarlas mejores.

—Bien dicho—afirmé yo.

—Oiga usté, pae cura—le preguntó otro de los presos—,¿cuántos hijos tiene usté en el pueblo?

—Yo no tengo hijos, porque soy cura—contestó él—; pero a todos mis feligreses los considero como si fuesen hijos míos.

El pobre hombre contestó varias veces con prontitud y con gracia, y llegó a hacerse respetar.

El Sabor de la Venganza

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