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V.
LUCHAS

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Tienen dos madres, las dos madrastras: la ignorancia y la miseria.

Víctor Hugo: Los Miserables.

La Cárcel de Corte tenía tres patios, que servían para que pasearan los presos. El primero se hallaba dentro del edificio actual, y tenía alrededor oficinas y cuartos para nosotros los políticos; el segundo estaba entre los dos cuerpos del edificio, el que queda y el derribado, que daba a la calle de la Concepción Jerónima.

A los lados de éste se levantaban unos pabellones abovedados, horriblemente sucios y siniestros. A uno de ellos lo llamaban la Grillera. Allí solían estar encerrados los ladrones, y, en una especie de jaula, se metían todas las noches a los muchachos jóvenes y a los niños, jaula que se llamaba la Gallinería. De este patio central se pasaba a otro, pequeño y profundo, que daba hacia la calle de la Concepción Jerónima, y que había sido el antiguo cementerio de los Padres del Salvador. Cortando el edificio había un callejón estrecho, el callejón del Verdugo, por el cual entraba el ejecutor de la Justicia cuando tenía que acompañar a algún reo a la horca.

Hacia la Concepción Jerónima había calabozos irregulares, obscuros, que se destinaban a los grandes criminales y asesinos, y más atrás, una pequeña capilla para los condenados a muerte, en la cual se les tenía tres días.

Los presos del segundo patio vivían horriblemente: a muchos no les llegaba el rancho; si tenían algún dinero podían recurrir a una cantina, donde estaba todo carísimo; si no, se quedaban sin comer. Un preso murió de hambre en un calabozo. Aquel calabozo se le llamó el del Olvido.

Era el tercer calabozo célebre de la cárcel; había otros dos que tenían nombre: el de La Sed y el del Dragón.

Cuando yo visité el segundo patio, en el calabozo del Olvido había un idiota vagabundo a quien tenían que traspasar al hospital. Este idiota chillaba y cantaba y hacía reír a los presos, que le consideraban como un hombre feliz.

Los criminales audaces conseguían allí lo que querían: comían bien, bebían, tenían armas y hacían que les visitasen las mujeres del otro departamento.

Paco el Sastre, a quien, como digo, Candelas me había recomendado, me hizo conocer a dos raterillos a quienes exigió que me obedecieran como a su jefe. Uno de éstos era el Gacetilla, un chico que llamaban así porque sabía todo cuanto ocurría dentro y fuera de la cárcel, y el otro, el Mambrú, un gimnasta que andaba con las manos y daba saltos mortales.

Por estos muchachos pude comunicarme libremente con mis amigos de fuera. Uno de los procedimientos que tenían era cantar. Un preso cantaba una copla, en la que decía disimuladamente lo que quería, y al día siguiente se ponía un ciego con la guitarra en la Concepción Jerónima, y en la canción que entonaba venía la respuesta.

Con Paco el Sastre comencé a organizar una campaña contra el alcaide y los carceleros carlistas. Los presos del segundo patio se dividieron también en liberales y carlistas; pero aquí las fuerzas estaban equilibradas.

Entre aquellos bandidos y estafadores, la influencia de un lugarteniente de Candelas, como Paco el Sastre, era decisiva. Yo les ayudé lo que pude a los que se vinieron al campo liberal.

Con motivo de la división entre carlistas y liberales se producían riñas constantes; un día hubo en el segundo patio una gran pelea entre un bandido que llamaban el Raspa, que había sido procesado a raíz de la matanza de frailes, y un guerrillero carlista, el Ausell.

Se desafiaron: el Raspa le tiró una navajada y le cortó la cara, mientras el otro le dió una cuchillada en el pecho que le dejó medio muerto.

Yo hice un padrón de los presos liberales, de los carlistas y de los indefinidos, y como prefacio al padrón, un ligero estudio acerca de la psicología de los tipos desde el punto de vista del mayor o menor valor que podían tener para una conspiración.

Aviraneta me confesó que en su tiempo pensó hacer, más o menos en broma, el manual del perfecto conspirador.

El Sabor de la Venganza

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