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III.
LA CÁRCEL
ОглавлениеAllí están los alegres y los tristes; allí hay hombres muriendo; allí hay hombres nacidos, hay hombres orando; al lado de un tabique de ladrillo hay hombres maldiciendo, y, en torno de todos ellos, está la noche inmensa y vacía.
Carlyle: Sartor Resartus.
La Cárcel de Corte de Madrid estaba formada, en parte, por ese edificio de la plaza de Santa Cruz, que luego ha sido Ministerio de Ultramar, y, en parte, por otro, anejo a él, que fué en tiempo pasado hospedería de los Padres del Salvador.
La Cárcel de Corte, con sus dos cuerpos, formaba un paralelogramo largo y estrecho. Los lados cortos los componían: uno, la fachada de la plaza de Santa Cruz, en donde había entonces una fuente, la fuente de Orfeo, y el otro, varias casuchas que daban a la calle de la Concepción Jerónima. Por los lados largos pasaban, casi paralelas, la calle del Salvador y la de Santo Tomás.
Una parte estaba dedicada a cárcel de mujeres, y muchas de éstas tenían sus hijos pequeños con ellas. Era muy difícil darse cuenta clara de la topografía de la cárcel, porque todo el edificio se hallaba dividido con tabiques, que formaban rincones y pasillos, y en aquellos recovecos se desorientaba uno en seguida.
En la cárcel había mucha más gente que la que buenamente cabía en ella; faltaba luz y ventilación, y, sobre todo en el verano, no se podía respirar por el mal olor. Cuando entraban los magistrados de la Audiencia solían quemar incienso y plantas aromáticas.
Los pobres lo pasaban horriblemente; muchos no tenían ropas ni mantas, y dormían en pleno invierno sobre el suelo, de piedra. Los alcaides solían arrendar los distintos servicios a pequeños industriales, que explotaban a los presos de una manera miserable.
El día de Jueves Santo se asomaban los presos a las rejas que daban a la plaza de Santa Cruz, y pedían limosna a los transeúntes, gimoteando y haciendo sonar sus cadenas.
El domingo y los días de fiesta los ladrones se exhibían en los patios de la cárcel y se daban tono. Había cantos, guitarreo y a veces riñas, en las cuales salían a relucir navajas y estoques.
Los empleados de la cárcel eran: un alcaide, un capellán, tres porteros, seis demandaderos, una demandadera, un llavero, un escribiente, un enfermero, un cocinero, un mayordomo, un médico y un cirujano. Los cuartos costaban: los de primera, siete reales al día; los de segunda, cuatro, y los de tercera, dos. La sección de políticos era más limpia y más cuidada que el resto. Yo tenía un cuarto bastante regular, con una mesa, una cama y una butaca. A los pies de la cama ponía cuatro cacharritos llenos de agua para que no subieran las chinches, porque a estos huéspedes no había manera de exterminarlos.
Al principio no quisieron dejarme tener libros, ni papel, ni tinta; pero luego, sí.
En los primeros días de cárcel, el alcaide me vigilaba de una manera molesta; no me permitía hablar con nadie sin estar él delante. Me trataba con gran consideración y me decía que no hacía mas que cumplir con su deber.
Don Paco, el alcaide, era uno de los mayores bribones de España: robaba a los presos y los explotaba de una manera inicua. Eso sí, lo hacía todo con una gran finura: no se le oía jamás un insulto o una palabra soez.
Don Paco había sido lego en un convento y tambor de una partida realista.
Era el tal don Paco, por entonces, hombre de unos cuarenta años, muy alto, muy encorvado, muy flaco, un verdadero espectro. Tenía la nariz aguileña, los dientes muy blancos, los ojos negrísimos, de extraña expresión; la piel obscura, y el pelo, como decían los autores románticos, del color del ala del cuervo. Iba siempre muy pulcro, muy bien afeitado, y tenía la costumbre de restregarse las manos haciendo un ruido como de huesos.
Su vigilancia sonriente me llegó a exasperar.
Al principio, iracundo por verme tan vigilado, para encontrarme solo comencé a no salir de mi calabozo.
Con aquella vida sedentaria y la humedad del cuarto se me exacerbaron los dolores reumáticos y tuve que guardar cama. El médico me visitó, y dijo que era indispensable para mí el hacer ejercicio, pues si no mi enfermedad se agravaría. Esta prescripción facultativa me obligó a salir al patio con frecuencia, y a dar vueltas y más vueltas, y a conocer a los detenidos.
La mayoría de los presos políticos de la Cárcel de Corte eran furibundos realistas; había también algunos liberales, sospechosos de haber tomado parte en la matanza de frailes. Los realistas eran casi todos de fuera de Madrid: curas, frailes, abogados, guerrilleros de la Mancha llevados a la corte para declarar en procesos de conspiración.
La sección de políticos rebosaba, y su personal era el más extraño y heterogéneo: había allí, desde carbonarios hasta absolutistas rabiosos; desde apóstoles hasta asesinos.
Por ser los carlistas presos gente de más fuste que los liberales, y por tener la protección decidida del alcaide y de los principales celadores, los absolutistas disfrutaban en la Cárcel de Corte de preeminencias y de ventajas que no disfrutábamos los demás.
El abogado carlista Selva, y algunos frailes amigos suyos, llevaban allí la voz cantante y dirigían y mandaban no sólo en el patio de los políticos, sino también en el de los detenidos por delitos comunes. En éstos se verificó una división parecida a la de los políticos, y hubo un grupo liberal y otro carlista, con sus pasiones, sus odios, su intolerancia y su fanatismo. Unos cuantos carlistas valencianos, capitaneados por un arriero, llamado el Roch, y por un esterero de Crevillente, apodado el Tate, entraron por instigación de los frailes y de Selva en el segundo patio, con el asentimiento del alcaide don Paco, y se dedicaron a hacer prosélitos.
Mis dos ayudantes en la cárcel eran Román, el hijo del librero de viejo de la calle de la Paz, y Gasparito, un zapatero remendón, hombre de muy buen sentido.
Además de estos dos tenía como compañeros y correligionarios al Mingo y al señor Bruno, que eran albañiles; al Mulato, que era albeitar, y al Sanguijuelero, que tenía esta profesión unida a la de sangrador y la de herbolario. Todos estos habían sido detenidos durante la matanza de frailes por excitaciones al pueblo.
Entre los carlistas presos, la mayoría eran campesinos, y tenían, en general, buen aspecto.
Había gran diferencia entre los carlistas, casi todos del campo, y los revolucionarios madrileños. Eran mejores tipos aquéllos, más fuertes, más nobles, más enteros; daban una impresión de mayor energía.
—Hoy lo mejor del pueblo es carlista—pensaba yo—; pero dentro de cincuenta años no pasará lo mismo.
Había también gran diferencia entre los presos políticos y los ladrones. Sólo a primera vista, por su aspecto, podían distinguirse los unos de los otros; los políticos tenían un aire más recogido, más ensimismado; los otros alardeaban de la fanfarronería y del cinismo que caracterizan a los criminales de profesión. Como estábamos los liberales en minoría, yo pensé que me convendría frecuentar el patio de los presos de delitos comunes para hacer prosélitos.
Un día encontré en la cárcel al célebre ladrón Candelas, a quien conocía y había tenido como agente de la Isabelina. Reconocimos ambos que estábamos metidos en un callejón sin salida. Candelas abrigaba la esperanza de escaparse. Me propuso un plan de fuga, pero no tenía condiciones para llevarlo a la práctica.
El alcaide, que vió que charlábamos Candelas y yo, no sospechó que pudiéramos conocernos de antemano; Candelas me indicó que me dirigiera a Francisco Villena (Paco el Sastre), por ser éste amigo suyo y hombre de recursos; y, efectivamente, me vi con él y conseguí que él intrigara en el patio de presos de delitos comunes para impedir que los absolutistas se hicieran dueños de la cárcel.
Poco después Candelas fué trasladado a otra prisión.