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III.
MIGUEL ROCAFORTE
ОглавлениеPor ser muy propio de enfermos no durar mucho en un estado, tomando por remedio las mudanzas.
Séneca: De la tranquilidad del ánimo.
Al día siguiente, en compañía del padre Anselmo fuí al segundo patio para ver qué hacía el nuevo detenido, que me había llamado la atención. Su tipo y la expresión de su rostro me indujeron a creer en su inocencia.
Nos acercamos a él a hablarle. El muchacho estaba asqueado de encontrarse entre aquella canalla; pero no tenía miedo, porque a uno de los raterillos que había querido robarle le había pegado un puntapié, lo que hizo que los demás le miraran con cierto respeto.
Este muchacho era de Lerma, y se llamaba Miguel Rocaforte. Sus padres tenían una buena hacienda; yo recordaba haberlos conocido y haber estado en su casa con el Empecinado.
Miguel estudió en el Seminario tres años; luego perdió la vocación; quiso ser militar y su padre le envió a Madrid a casa de un primo suyo, dueño de un almacén de sal de la calle de la Misericordia.
Miguel llevaba cuatro años en la corte.
Estaba en la cárcel porque le acusaban de haber robado cinco mil duros a un señor en un gabinete de lectura de la Carrera de San Jerónimo, cosa que era falsa, completamente falsa, según afirmó.
Le dije que me explicara el caso con detalles para darme cuenta del motivo por el cual podía haber provenido el error.
—Yo suelo ir muchos domingos a la librería que tiene don Casimiro Monnier en la Carrera de San Jerónimo—me dijo—. Estoy estudiando francés e inglés con un profesor de idiomas que se llama Brandon, y éste me ha indicado que para perfeccionarme en la traducción lea periódicos. La otra tarde, acompañado de mi principal, estuve en el gabinete de lectura leyendo periódicos, y, de pronto, uno de los abonados se lamentó de que le habían quitado la cartera del gabán. Yo me marché a mi casa, y ayer, por la mañana, al ir al almacén donde trabajo, me prendieron y me trajeron aquí, a la cárcel.
El caso me pareció bastante extraño. Le pedí detalles aclaratorios al joven; pero éste no esclarecía los hechos ni protestaba, y parecía dispuesto a aceptar su suerte con un estoico fatalismo.
Días después, en una larga conversación con Miguel, le interrogué de nuevo. ¿No tenía enemigos? ¿Alguna mujer o algún hombre que le quisiera mal? El joven se envolvía en obscuridades; estaba envenenado con las ideas de la época, que por entonces comenzaban a llamarse románticas.
A los cinco o seis días apareció en el locutorio de la cárcel el inglés profesor de idiomas amigo de Miguel. Habló conmigo: me dijo que el muchacho era un exaltado de ideas absurdas, pero absolutamente incapaz de robar a nadie. Sin embargo, en la conducta observada por el joven Rocaforte encontraba él algo misterioso.
El profesor Brandon había presenciado la escena en la librería.
—¿Qué pasó?—le pregunté yo—. Porque él no me lo ha contado con detalles.
—Pues sucedió lo siguiente—dijo Brandon—: un capitán, llamado Sánchez Castelo, estaba aquel día en el gabinete de lectura de Monnier, y al salir a la calle notó que le faltaba la cartera del gabán. El dueño del gabinete, para demostrar que ninguno de sus abonados era capaz de sustraer nada a nadie, invitó a éstos a que se dejaran registrar; todos aceptaron la proposición, más o menos a regañadientes; pero Miguel se negó con violencia a este registro; y poniéndose la mano en el pecho, como para impedir que nadie pudiera intentar reconocer el bolsillo interior de su americana, dijo que a él no le tocaba nadie, y que sólo delante del juez se dejaría registrar.
—¡Ah! ¿Pasó eso? De aquí que hubiesen tomado cuerpo las sospechas de la policía.
—Claro.
—A pesar de esto, ¿usted le cree a Miguel inocente?—le pregunté a Brandon.
—Sí, sí. Completamente inocente.
—¿Y por qué cree usted que se negara con tanta violencia al registro? ¿Por baladronada? ¿Por tomar una actitud?
—¡Qué sé yo! Quizá Miguel llevaba algo en el bolsillo que no quería que viese su principal, algún papel político. El principal es un absolutista...
—No me parece que sea eso.
—¿Por qué?
—Yo he hablado con Miguel y no tiene preocupaciones políticas.
—Sin embargo...
—¿Usted le conoce al principal?
—No.
—Pues entérese usted de si está casado y si tiene mujer guapa.
—¿Usted cree que esa sea la clave?
—Sí.
—Es posible; yo le tengo a Miguel por hombre serio.
—¿Y eso qué importa?
Me chocó que el principal de Miguel, y pariente, no fuera ni una vez a visitar al preso. Esto me hizo pensar que entre tío y sobrino no debía reinar la mejor armonía.