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IV.
El PADRE ANSELMO
ОглавлениеFeliz el que nunca ha visto más río que el de su patria, y duerme, anciano, a la sombra do pequeñuelo jugaba.
Alberto Lista: Entre las cimas del Alpe.
Entre los clérigos y frailes que estaban en la cárcel había un cura de pueblo, viejo, sordo, de sotana raída, que se llamaba don Anselmo Adelantado. Yo, al principio de conocerle, desconfié de él; se me acercaba, me saludaba y me mareaba a preguntas.
Yo pensé: éste es un espía, un echadizo. Y, naturalmente, con esa idea le daba informes falsos.
Luego empecé a sospechar que el padre Anselmo era un simple, un pobre de espíritu; sus compañeros y correligionarios presos le daban siempre de lado.
Cuando intimé más con él me convencí de que el padre Anselmo era un hombre de esos de espíritu angelical que pasan por la vida sin enterarse de las miserias de la Humanidad.
El padre Anselmo era un hombre sin ninguna malicia, y, a pesar de esto, se creía muy malicioso. Tomaba al pie de la letra todo lo que le decían.
Era de un pueblo próximo a Molina de Aragón.
Su historia se podría contar en pocas palabras. Le habían hecho cura, le habían nombrado párroco de un pueblo y había estado allí cuarenta años viviendo, primero con una hermana y luego con una sobrina. Al comenzar la guerra, los carlistas le habían hablado de que era indispensable que él les favoreciese y se pusiera de su lado; y como él estaba convencido de que los liberales tenían pacto con el demonio y de que la Reina Cristina era una masona, había ofrecido su concurso. Luego le habían denunciado y le habían traído a Madrid, a la Cárcel de Corte.
El padre Adelantado era un hombre de más de sesenta años, con una cara tosca y terrosa; la boca grande, las cejas, como pinceles blancos, caídas sobre los ojos, y las manos cuadradas y fuertes. Tenía una manera de hablar un poco ruda, entre castellana y aragonesa. Usaba en la cárcel una sotanilla raída, de color de ala de mosca, y un bonete.
Tenía una sotana nueva y un manteo, que guardaba en su maleta, que le parecían a él el colmo del lujo.
Las observaciones del padre Anselmo me regocijaban lo indecible.
Una vez había dos mujeronas de la vida airada en el locutorio esperando a alguno.
—¡Pobres muchachas!—dijo el padre Anselmo—; habrán venido a ver a sus padres o quizá a sus novios.
—Sí, seguramente.
Yo, cuando le oía alguna de estas cosas, hacía un gesto para no echarme a reír, y él se reía también, porque decía que, aunque cura, era muy malicioso.
Al padre Anselmo le gustaba fumar y yo le daba cigarros; pero él no quería.
—Un cigarrito, bien; pero nada más. Ya sería vicio.
Un día, después de muchas vacilaciones, me dijo:
—Don Eugenio.
—¿Qué?
—Me han dicho una cosa muy grave.
—¿Qué le han dicho a usted?
—Que usted es liberal.
—¡Ah!; ¿pero no lo sabía usted?
—No. ¡Así que usted es liberal! ¡Ave María Purísima! ¡Y yo que le creía a usted una buena persona!
—Y lo soy.
—Pero, bueno, dígame usted la verdad. ¿Usted ha hecho pacto con el Demonio?
—No, no; puede usted creerme, padre Anselmo: no he hecho pacto con él.
—¡Ah, vamos! Así que usted sigue siendo cristiano.
—Sí, sí.
—Porque hay otros, ¿sabe usted?, que van a las logias masónicas, y allí creo que hacen horrores. ¡Ave María Purísima!
El padre Anselmo me entretenía con su conversación, cándida e inocente.
Muchas veces me hablaba del campo, de lo que estarían haciendo por aquellos días en su pueblo. Su charla tenía un sabor de aldea que me encantaba. No hay sitio, ciertamente, en donde los recuerdos del campo tengan más valor, ni más encanto, que en la cárcel; así que yo le oía al cura viejo entretenidísimo.