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II.
SOLO

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Desgracia al hombre solo.

El Eclesiastés.

Poco a poco todos los complicados en aquella causa, por entonces célebre, quedaron libres. Yo solo permanecí en la cárcel vigilado estrechamente durante meses y meses, hasta que pude escapar, gracias a un pronunciamiento.

Nadie fué castigado en serio, y el denunciador de la Isabelina, don Francisco Civat, fué agraciado poco después por el ministerio, contra el dictamen del ministro, Moscoso de Altamira, con el empleo de vista de la aduana de Barcelona. Lo disfrutó poco tiempo, porque en el primer movimiento revolucionario que hubo allí tuvo que esconderse y fugarse a Francia, en donde tomó partido por Don Carlos.

Después de muchas declaraciones mías, el fiscal don Laureano de Jado declaró inocentes a todos los procesados, y consideró que el único culpable era yo. Mientras el proceso duró, la preocupación por lo que tenía que decir y que contestar me tuvo en tensión el espíritu; luego pasé una temporada aburrido y desesperado.

Se comenzó a olvidar mi causa. De tarde en tarde se hablaba de mí en los periódicos. Don Fermín Caballero, que no era de mi cuerda, y que tenía cierta rabia por los que nos sentíamos capaces de jugarnos la vida en una conspiración como la fraguada en julio, dijo que la Isabelina era una sociedad formada por calaveras y gente del trueno, que no tenía más misión que la de alborotar.

Cuando me nombraba a mí en el Eco del Comercio me llamaba el atolondrado Aviraneta. ¡Atolondrado! Claro es, porque yo había expuesto el pellejo y él no lo había expuesto nunca.

Hay demócratas—y al decir esto don Eugenio sonreía con cierto desprecio—, que creen que el mundo puede hacer desaparecer con el tiempo a los héroes y a los aventureros.

Esta idea me parece una idea falsa y ridícula. Siempre habrá un desequilibrio entre la realidad y la utopía que permita una aventura al que tenga fondo de aventurero.

¿Además, es apetecible que desaparezca todo lo que sea esfuerzo, improvisación y energía? No veo por qué el ideal de la vida haya de ser llegar a una existencia mecanizada y ordenada como una oficina de comercio. No creo que se pueda alcanzar esto. ¿Cuándo se han hecho cosas admirables sin esfuerzo y sin heroísmo? ¿Se harán alguna vez? Yo creo que nunca.

Por más que quieran cerrar, alambrar el recinto social, siempre habrá boquetes libres para escaparse; por más que los Gobiernos decreten que los hombres deben ser unos buenos cerdos tranquilos cuyo ideal sea el pesar muchas arrobas, siempre habrá jabalíes entre ellos.

Por esta época del cólera, el partido cristino tuvo el primer quebranto, al hacerse público que la Reina se había enredado con Muñoz y que había tenido un hijo. Todo Madrid debía estar comentando con fruición el caso, y la noticia llegó hasta la cárcel.

Se habló de las citas, en la Granja de Quitapesares, entre María Cristina y el guardia de Corps; se habló de la tía Eusebia, del estanquero de Tarancón, de la niña Gertrudis Magna Victoria, que, según los chuscos, podía poner con el tiempo en su escudo los lirios de los Borbones al lado de las cajetillas de tabaco de los Muñoces.

Se contó que estando de caza en el Pardo María Cristina con la Corte, la Reina le dijo a Muñoz, al ver saltar una pieza: «Para ti, Muñoz»; y que él contestó: «No; para ti, Cristina».

Se contó también que se había reunido el Gabinete con el objeto de discutir la cuestión de los amores de la Reina, y se habló en broma de lo que habían aconsejado los unos y los otros. Se decía que los más conspicuos del partido moderado estaban de acuerdo en aconsejar moderación a aquella italiana, ardiente y fogosa.

Martínez de la Rosa decía que Zarco del Valle, como militar galante, era el más a propósito para llevar a buen término, y de una manera delicada, esta gestión de índole moderada; Toreno aseguraba que Garelly era el más insinuante y jesuítico, y Garelly objetaba que el más indicado de todos era el duque de Rivas, puesto que podía dar a la observación un aire de poesía y de lirismo.

El Sabor de la Venganza

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