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PRÓLOGO
ОглавлениеHablemos un poco.
Goethe.
Estas historias violentas de sangre—dice nuestro amigo Leguía—me las contó Aviraneta en San Leonardo, un pueblo de la provincia de Soria, adonde don Eugenio iba a veranear los últimos años de su vida. Yo solía ir a ver a Aviraneta con frecuencia cuando estaba en Madrid y vivía en la calle del Barco. Aviraneta era ya viejo en este tiempo: andaba cerca de los ochenta años; y yo, aunque más joven que él, sentía que también para mí había pasado la época de la acción y del entusiasmo. Los dos, solitarios y olvidados, recordábamos nuestros tiempos, que nos parecían mejores que aquellos en que vivíamos.
Josefina, la mujer de don Eugenio, una francesa de Toulouse, con la que se había casado, ya viejo, me decía que no dejara de visitar a su marido.
—El pobre se aburre y a usted le quiere como a un hijo—me indicaba la francesa.
—Yo voy a verle siempre que puedo.
—¡Está tan abandonado!—añadía ella.
En la época de la guerra francoprusiana, Josefina me escribió que don Eugenio estaba en San Leonardo, un poco delicado de salud, y que se quedaba allí hasta reponerse.
Fuí a verle a don Eugenio al pueblo y lo encontré ya bien.
Pensaba volver en seguida a Madrid; pero me sorprendió una gran borrasca de frío y nieve y tuve que quedarme allí unos días hasta que pasara.
San Leonardo es un pueblo entre pinares, al lado de un cerro coronado por las ruinas de un castillo. Don Eugenio vivía en casa del nieto de un guerrillero del Cura Merino, a quien llamaban el tío Chaparro.
El tío Chaparro era dueño de grandes rebaños y tenía una hermosa casa de piedra con una cocina ancha, que cogía casi la mitad del piso bajo.
El hijo del guerrillero miraba a don Eugenio como a un héroe, y más que como a un héroe, como a un sabio: le escuchaba religiosamente, mandaba que todo el mundo le obedeciese y le ponía un gran sillón de cuero al lado de la lumbre. De noche, en la cocina, solía haber gran reunión de cabreros y de zagales que, por sus indumentarias toscas, sus túnicas como dalmáticas y sus capotes de lana cruda con capucha, me parecían pastores de nacimiento. Aviraneta y yo solíamos tener largas charlas al lado del fuego, en las que recordábamos sucesos políticos, y nuestras conversaciones las escuchaban con gran curiosidad los pastores.
Aviraneta se entretenía escribiendo una relación de sus aventuras de guerrillero de la guerra de la Independencia, las que pensaba cándidamente ofrecer como ejemplo a los franceses, para que viesen la manera de rechazar la invasión alemana.
Yo, entonces, estaba leyendo por primera vez la Biblia, en la traducción de Cipriano de Valera, y hacía comentarios acerca de sus máximas y de sus reflexiones, y, a pesar de que soy un espíritu muy poco bíblico, me entretenía la lectura, aunque muchas veces me repugnaba.
Un día le dije a don Eugenio:
—No me ha contado usted nunca con detalles su vida en la Cárcel de Corte el año 1834.
—¿Qué voy a contar de allí? Era la mía una vida monótona y siempre igual. En la cárcel los días se parecen demasiado uno a otro. Se vive recordando lo que ha pasado y pensando en lo que se va a hacer al salir de la prisión.
—Cuénteme usted con detalles todo cuanto recuerde de la cárcel y de su vida en ella.
—No creo que sea muy interesante, pero te lo contaré.
Los datos que me dió Aviraneta de su estancia en la Cárcel de Corte no fueron ni muy nuevos ni de gran interés.
Si los menciono aquí es porque la Cárcel de Corte sirve de marco a las historias sangrientas que siguen después.
Y ahora una advertencia:
Como los chicos cuando terminan un castillo de arena le adornan con unas banderolas vistosas para que tengan más apariencia, así he hecho yo poniendo después de acabada mi obra frases literarias de escritores célebres al frente de los capítulos.
Así he pretendido dar a éstos cierto aire de pompa y de solemnidad que, naturalmente, no tienen; porque yo nunca he sido ni pomposo ni solemne. De esta manera, al que no le guste el texto se puede entretener con las banderolas.