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IV

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Fijándonos particularmente en España, nos remontaremos á los años 710 y siguientes, cuando Muza conquistó desde Tarifa hasta Barcelona, y aposentó sus taifas en las iglesias latinas, en los palacios episcopales y en los recintos murados que habíamos heredado de la dominación gótica. Zaragoza vió levantarse la primera mezquita de importancia, ó, por lo menos, ostentó un monumento oriental antes que se alzaran los de Córdoba, Calatayud, Sevilla, Toledo y Valencia. Realizando conquistas, construyeron castillos y murallas flanqueadas de torres, restauraron el magnífico puente de Córdoba y se cubrió de fuertes el litoral, extendiendo por todo el territorio las atalayas, que fueron en su origen el primer adelanto hacia las comunicaciones telegráficas. Tan ardientes propagadores de la nueva ley, respetaron el culto de los cristianos y de la multitud de sectas que se alimentaban de las disputas sinodiales y del poderío sistemático de la Iglesia de Oriente. Los cristianos pudieron, en suma, profesar su culto, pero no propagarlo; y sabido es que muchos mártires inscritos en el calendario español no habrían alcanzado la suerte de tales si se hubieran reducido á profesar el culto cristiano, absteniéndose de ir á las puertas de las mezquitas para predicar la falsedad de las creencias mahometanas[5]. Prohibida la propaganda, se imposibilitó la erección de nuevos templos cristianos, de oratorios, y el esculpir imágenes, con lo cual el arte latino, que tan débilmente se había sostenido en la Península, quedó estacionado, y á poco se perdió de la memoria la construcción, el ornato y sus aplicaciones á las artes de la platería, ebanistería y bordado.

Mientras que la raza gótica había vivido sin la religión y para la religión, devorándose en cuestiones puramente teocráticas, olvidada de los intereses materiales de los pueblos, y aun pudiéramos añadir de los intereses morales, los nuevos señores del territorio, al par que eran más profundos creyentes, no descuidaron todo aquello que podía moralizar á los súbditos. Contra lo que se ha creído, juzgando lo que hoy son las poblaciones mahometanas, se fijaron reglamentos de policía para calles y plazas, se establecieron fuentes públicas y baños para los pobres, y, lo que es más notable, Yusuf-el-Fehri hizo restablecer con grandes dispendios los caminos militares de Córdoba, Toledo, Lisboa, Mérida, Tarragona, etc., restaurando los puentes que se ven todavía, y abriendo vías de comunicación que han venido sirviendo durante muchos siglos. No aprovechó á los Visigodos tanto la grandeza de Roma como á los Árabes. Ninguno de sus monumentos de utilidad pública fué demolido. Si los descendientes de Tarik, victoriosos, hubieran en el primer siglo obedecido al emir, y constituído un solo imperio al amparo de las obras antiguas, no habrían perdido cien años antes de que los príncipes musulmanes se reunieran para constituirse en poder único y absoluto bajo el cetro del último de los Omniadas. Mas de cualquier modo, desde aquella época principia una civilización que agita nuestra inteligencia durante diez siglos, y que borra las huellas de la cultura latina.

El pueblo dominado, viendo por una parte el esplendor del culto cristiano reducido á edificios de madera y ladrillo, tierra y escasa piedra, levantados bajo la influencia románica, y por otro el lujo con que se hacían alcázares y mezquitas, alzando minaretes cuyo imponente aspecto los embelesaba, aceptó de lleno el nuevo arte oriental con todos sus originales atavíos. Los Mozárabes, pues, principiaron su obra, y de tal modo cundió entre los cristianos el gusto de la imitación, que lo vemos penetrar en Francia y llegar á Italia en los primeros años del siglo XI[6], hasta identificarse de tal modo, que sus costumbres, su escritura, sus vestidos eran iguales, y vivían en iguales casas, con patios y alhamies, baños y divanes, como si no hubiera diferencia en el origen de ambas civilizaciones. El carácter nacional principió á ser uno, y si no hubiera venido el desmembramiento de aquel poderoso Califato, por exceso mismo de riqueza y de bienestar, la condición de los pueblos mozárabe, mahometano y judío, habría sido preferible á la de los primeros reinos cristianos que se levantaron para la reconquista. Durante tres siglos á lo menos, puede decirse que se borraron todas las tradiciones, excepto en el pequeño rincón de Asturias y en las costas cantábricas.

Fundáronse desde 786 tantos castillos, madrisas, baños y oratorios, tantas escuelas y hospitales, que en ningún país del mundo vióse desarrollo tan grande en menos tiempo. El hospicio fué entonces una institución piadosa y necesaria, pues los primeros siglos no dieron verdadera organización pública á estas casas de socorro para los desvalidos. En ellas entraban sin distinción los mozárabes y mahometanos; y no fué sólo en Córdoba, sino también en Sevilla, Granada, Valencia, etcétera, donde se crearon estos establecimientos. El Museo Arqueológico de Madrid ha recogido un frontispicio de dibujo calado que debía hallarse sobre la puerta del hospital de Zaragoza, y nos interesa su estudio porque revela el estilo del siglo XI, con la particularidad de que representa dos trazas distintas y superpuestas una á otra diagonalmente, de manera que por los huecos ó vacíos del adorno que está encima se ve el que hay por debajo. Las fábricas de moneda eran numerosas, y tal fué la abundancia de metales acuñados, que hasta en el reinado de Alfonso VIII no se usaban más que los dirahmes, fabricados en la metrópoli y principales Waliatos. No se hacía por aquel tiempo moneda más perfecta, siendo deplorable que no pudieran grabar en ella más que signos é inscripciones de muy poco interés artístico. En Córdoba llegaron á estudiarse las artes y ciencias con tal celo, que había centenares de catedráticos y académicos protegidos por los emires. Nada más admirable que el reinado de Abderrahman II: la más adelantada civilización moderna en el terreno del progreso material, de las obras públicas, de la paz, de la protección, puede muy bien comparársele; en 844 mandó aquel sabio emir que en sus dominios no hubiese hombre que por falta de ocupación quedase sin recursos. Una cuarta parte de las rentas públicas se dedicó á dar trabajo á los obreros, y los alarifes se ocuparon todos en proyectar y edificar cuanto pudiera ejecutarse por lujo ó por necesidad[7]. No de otro modo se concibe que el país entero, después de mil años, esté sembrado materialmente de cimientos, bóvedas y torreones en número tanto, como no hemos visto de la famosa Edad Media en parte alguna. En este tiempo se construyó el encantado palacio de Ruzafa, donde había fuentes esculpidas en jaspes con figuras de animales y cisnes de plata; y entonces, á pesar de las prohibiciones alcoránicas, se hicieron imitaciones de objetos naturales no inferiores á los del arte romano y gótico de la decadencia. En las madrisas se sostenía, recibiendo una sólida educación, cierto número de alumnos pobres, y además la escuela de la casa del emir ocupaba 500 huérfanos instruyéndose á sus expensas. Lejos de Roma no se vió nunca tanto lujo en las poblaciones, como entre los árabes de España. Las calles pavimentadas de grandes piedras, jardines que refrescaban el aire en las plazas públicas, y, lo más notable todavía, paseos margenados de árboles que conducían á los principales alcázares[8], y en donde, según los poetas de aquellos tiempos, «el pueblo se regocijaba». Los minaretes de Segovia, Zaragoza, Ávila y Sevilla eran más esbeltos y elevados que los campanarios de nuestras iglesias; y si en estas obras se prodigaban tantos tesoros, ¿no puede sostenerse con el testimonio de los contemporáneos, que las ciencias é industrias reproductivas daban en aquellos tiempos más medios de vivir y aumentar la población, que los que cuenta la España del siglo XIX?

Los castellanos y aragoneses, en los últimos siglos, por más esfuerzos que hicieron, no habían conseguido cultivar las artes como lo alcanzaron sus enemigos. De tal manera en la mitad de España, hacia el Norte, se había abandonado el espíritu trabajador, que los artistas andaluces fueron llamados muchas veces á construir iglesias bajo el plan de las basílicas antiguas, y se observa en la mayor parte de los monumentos cristianos de los siglos X al XIV una mezcla agradable de árabe y gótico; bizantino, árabe y renacimiento; gótico y árabe, con el sello indeleble del genio oriental campeando en todos sus trazados y composiciones.

Estudio descriptivo de los monumentos árabes de Granada, Sevilla y Córdoba (edición ilustrada)

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