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Cromatismo

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Ante la función centralizante de las constantes discursivas (que marca el establecimiento y el arraigo de los órdenes de realidad), emerge el instante descentrado de las variaciones continuas al hablar. Si bien al hablar funcionan unos u otros centros de validez y estabilidad amparados por designación de los dispositivos sociales extendidos del saber y del poder; si bien tales establecimientos de la enunciación organizan los modos mayores de realización del habla misma y del mundo, también acontece que se efectúa una potencia resistente a dichas zonas centrales y tienen lugar (fugazmente) unos u otros modos menores en virtud de los cuales resurgen infinidad de elementos alternativos tendientes a dispersar la unicidad de lo que se dice y de lo que se es. Elementos fantasmáticos, imaginarios, idiosincrásicos, cargados habitualmente de cromatismos emocionales inusitados que de alguna manera descomponen el principio central de la enunciación, para promover formas incesantes de cambio en los sentidos involucrados al momento de la expresión misma. La variación se libera de tal forma que su realización entreteje los hilos de la creatividad.

En este sentido, las llamadas lenguas secretas como el argot, la jerga profesional específica, los lenguajes particulares de los centinelas, de los vendedores, inventan léxicos propios y formas retóricas que se diferencian de los aspectos comúnmente extendidos de la lengua en uso. Con ello, certifican procesos de variación permanente del sistema-lengua-mundo dominante. Se trata de manifestaciones enunciativas que si bien pueden verse como subsistemas de los centros jerárquicos, trastocan sin embargo esos territorios lingüísticos generalizados por la socialidad. Se trata de un hablar cromático que implica un enorme coeficiente de variación, que si bien hace instalar también determinadas fijaciones o constantes operativas, estas no detentan para nada una condición definitiva. Si el sistema lingüístico tiende a permanecer en los modos mayores de la enunciación, es decir, en el cultivo de lo dominante, de la constancia universal y de la trascendencia, toda lengua en su realización concreta tiende también a la variación inmanente, imprevisible, intensa, innovadora.

Al dialogar y conversar, puede ocurrir que se cree o ejercite una lengua dentro de otra lengua; que se dinamice un subsistema enunciativo más o menos espurio, apócrifo o nómada, respecto de las pautas discursivas instaladas por los ejes de constancia del sistema-lengua-mundo dominante (ejes de constancia que se extienden, desde luego, con vocación de perpetuidad). Tal situación revela entonces un cierto bilingüismo al dialogar y conversar, aun y cuando se converse en el mismo idioma. O, dicho de otra manera, cualquier persona que dialoga, que habla con otra, lo hace siempre poniendo en juego dos idiomas: el idioma de la consigna y la obediencia (o sea, el del afincamiento y reproducción funcional de la realidad tal cual es) y el idioma de la variación y la creatividad (es decir, el de la transformación desobediente del mundo mismo). Cada hablante en sus expresiones, gestos y palabras produce así métodos irrepetibles de variación: abre su abanico heterogéneo de posibilidades enunciativas para alterar con ello el despliegue diacrónico de la lengua sedentaria (encargada esta última de la instalación, validación y fijación permanente de la realidad dispuesta por el saber y el poder dominantes).

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