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Capítulo 1 Redes autoorganizadas y agentes comerciales en las franjas de la Mosquitia y Yucatán durante los siglos XVII y XVIII

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Antonino Vidal Ortega

Centro Estudios Caribeños. PUCMM. RD

La costa de la Mosquitia y Yucatán es extensa y dilatada y está constituida por un alto número de islas bajas y cayos con extensos arrecifes que hacen que la navegación sea peligrosa. Este cinturón de cayos siempre fue una barrera efectiva de protección del litoral que provee así un colchón de aguas calmadas entre islas y continente. Aunque está ubicada entre los trópicos, el clima es atemperado por brisas oceánicas que barren sus costas ocho o nueve meses al año ininterrumpidamente. La temporada seca va de febrero a mayo y la lluviosa de septiembre a noviembre. Sus exuberantes selvas y la abundancia de maderas preciosas atrajeron, desde comienzos del siglo XVII, a grupos de marinos ingleses marginales que hicieron de la piratería forestal y el contrabando su forma de vida en esta periferia del Imperio español, una frontera de agua, una región de contactos donde diferentes grupos étnicos, europeos y criollos urdieron relaciones complejas (Rupert, 2012; Victoria, 2015).

Por su valor geopolítico, fue durante dos siglos un área de disputa política, diplomática y militar, una franja imperial de gran valor por la abundancia de sus recursos naturales y la posibilidad de tener acceso al comercio del Pacífico (Elliot, 2007). Un territorio donde, desde el siglo XVII, se conformaron redes comerciales autoorganizadas de aventureros que supieron insertarse al comercio británico, vía Kingston, y al tráfico del añil, el cacao y la zarzaparrilla de América Central, desde sus asentamientos costeros. Fue un área del Caribe carente de poblaciones españolas que pasó a ser un lugar de interacciones frecuentes entre los nativos y los nuevos actores sociales de origen europeo y africano venidos del mar.

Un espacio enlazado al mundo Atlántico que configuró instituciones integradoras y flexibles fuera de los marcos jurídicos imperiales. Un crisol caribeño, entre imperios, esclavitud y contrabando, que dio paso a un comercio no bilateral, enmarañado en comisiones con diferentes escalas de negocios durante la travesía oceánica. Un intercambio mercantil entre individuos de diferentes nacionalidades, razas y religiones, agentes involucrados en torno a diferentes intereses en una amplia gama de negocios dentro del circuito comercial atlántico. El monopolio y el contrabando fueron dos aspectos complementarios de la economía del periodo colonial durante los siglos XVII y XVIII.

Tras la toma inglesa de Jamaica en 1655, la isla se transformó en una base marítima y comercial en el Caribe occidental, cuyos puertos recibían embarcaciones de distintas nacionalidades para abastecerse de esclavizados y productos caribeños y europeos. El tratado de Utrecht, en 1713, permitió a Inglaterra el acceso directo a los mercados de la América española con el Asiento. Desde inicios del siglo XVII, los agentes ingleses transitaron en sinuosos caminos entre la piratería, lo ilícito e, incluso, lo legal, centrándose en lugares y actividades sin reprimir el impulso egoísta del individuo y donde a veces, como en la trata humana, los intereses católicos y protestantes coincidieron.

Desde mediados del XVII, los asentamientos de la franja mosquita y la costa yucateca explotaron la caoba, el cedro y los palos de tintes. El aumento de las navegaciones volvió a estos territorios espacios de sociabilidad, de intercambios y de transferencias culturales y de conocimiento en un marco mercantil cada vez más mundial. Entre los años de 1620 y 1650, los primeros colonos llegaron vía islas Bermudas y Providencia y, paulatinamente, se desplegaron por las costas de Yucatán, el río Walix y la Mosquitia. Negociaron la protección política y militar, en primer lugar, pactando con los pueblos mosquitos, actores importantes de la creación de este espacio colonial y organizados en un reino independiente (Offen, 2008, pp. 1-36), y, después, de manera oficial, con Inglaterra a través de Jamaica.

En 1630, tras la aprobación del almirantazgo en Londres, se organizó una compañía puritana con interés en establecer plantaciones, tomando como base Providencia y Bermuda, pero con intención de explotar la costa de América Central (Sorsby, 1982, pp. 69-76; Solorzano, 1992, pp. 41-60). Las islas recibían asiduas visitas de piratas holandeses de Curazao, que navegaban la región desde antes de la llegada inglesa. Entre ellos destacó el holandés Abraham Blauveldt, quien como intermediario facilitó los contactos y las relaciones entre los recién llegados y los pueblos nativos del litoral continental (García, 2002, pp. 441-462).

Cuando Providencia fue recuperada por los españoles en 1641, los colonos decidieron trasladarse a la costa de Mosquitos, lejos de los puertos españoles; algunos eran prófugos de la justicia y otros estaban unidos sentimentalmente a mujeres nativas. Los mosquitos negociaron con los ingleses todo tipo de acuerdos, como formar parte de las expediciones para cortar maderas o embarcarse en las correrías piratas por ser excelentes marineros y expertos pescadores de tortugas y manatíes. Proveyeron, desde entonces, el abasto de los asentamientos y los barcos madereros (Offen, 2002, pp. 319-372).

Desde 1679, la diplomacia española acogió el derecho adquirido de estos hombres enraizados que sostenían prósperos enclaves madereros. En 1730, destacaban tres colonias organizadas con autoridades propias: Black Rivers, Cabo de Gracias y Bluefields. Los tratados de París (1763) y de Versalles (1783) reconocieron los enclaves del golfo de Honduras, nunca derogados por la monarquía hispánica, a pesar de las arremetidas bélicas desde el virreinato de Nueva España y la capitanía General de Guatemala (Reichel, 2013; Conover, 2016, pp. 91-133). Incluso, se extendieron los derechos en la convención de 1786.

Entendemos el Caribe occidental como un territorio marítimo articulado por encadenamientos transimperiales y transfronterizos más allá de cualquier regulación. Conexiones que acoplaron circuitos interregionales y vincularon regiones distantes, a menudo eludiendo los centros metropolitanos, pero afectando sus aconteceres políticos, económicos y sociales. No debemos entender este territorio sin contemplarlo como un nodo de interacción transimperial.

La piratería forestal desempeñó un papel crucial en la integración de las regiones interiores a los procesos atlánticos y fue una actividad que forjó vínculos de larga duración entre sujetos de múltiples procedencias y mezclas culturales que cristalizaron en redes comerciales independientes. Más allá de su ubicación estratégica, el Caribe occidental fue un escenario que propició la interacción y diversidad de los agentes comerciales. Territorio de escasa población y periferia colonial que padeció largas disputas, un espacio fluido donde los imperios se disputaban la soberanía en negociación con grupos nativos (Prado, 2019, pp. 1-25; Bassi, 2017; Rupert, 2019).

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