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LA QUERELLA DE LAS ESTATUAS

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AL DECIR QUERELLA DE LAS ESTATUAS no quiero dar a entender que haya estatuas que se querellen, sino todo lo contrario, que hay personas que se querellan contra las estatuas, y entre los querellantes el más notorio, por su alta jerarquía eclesiástica, es el obispo de Londres. No vaya alguno a suponer que se trata de un movimiento religioso, parecido al que suscitó la antigua secta de los iconoclastas en tiempos de León Isaurio, aunque también hay aquí concilio —el concilio o concejo municipal—, como entonces hubo el pseudoconcilio de Constantinopla. No, nada de religión. En todo caso de moral, de moral pública.

En Londres hay 68 teatros; de ellos 18 son music halls, y de los music halls los más importantes son Alhambra, Hipódromo, Empire, Pavilion y Palace. Pues bien, en tres de estos cinco teatros se exhibe un espectáculo que tiene numerosos y fervientes adictos y que se conoce por el nombre de «estatuaria viviente». Descartaremos el Hipódromo y el Empire, porque sus exhibiciones escultóricas no son tan incitativas, atrayentes y suculentas como las del Pavilion. El obispo de Londres también los ha descartado de su anatema, y yo no quiero ser menos que el señor obispo. En el Pavilion residen los verdaderos Fidias Palomos, los estupendos artífices que han esculpido su propia carne (unas cuantas arrobas), como si fuera mármol, la señora o señorita (que de su estado no estoy muy cierto, aunque sospecho que no es lo uno ni lo otro) Olga Seldom con sus tres acompañantes varoniles. Describiré el espectáculo, lector, a fin de que puedas darte cuenta cabal de lo que la «estatuaria viviente» significa.

Cuando llega el momento oportuno, la orquesta ejecuta un motivo misterioso de clásicas inflexiones apacibles. Se abren las dos hojas del inmenso cortinaje de terciopelo rojo que oculta el escenario y aparece este con un teloncillo corto en donde está pintada la acrópolis ateniense, blanca y brillante, con sus templos, escalinatas y esculturas, sobre el radioso cielo ático. Una señora, que va vestida a la griega, y que está en el centro del tablado, desarrolla un cartelón en donde se lee el nombre de alguna obra escultórica consagrada por la fama. Ciérranse las hojas de velludo, vuélvense a levantar y sobre un fondo negro que tapiza la escena vese resaltar el contorno de una mujer y tres hombres en pelota, el cuerpo embadurnado de alba yalde o de otra sustancia blanca que ignoro, los cuales se mantienen inmóviles por espacio de unos segundos. Y esto se repite hasta una veintena de veces. El público aplaude y hace gestos de admiración. Alguna que otra persona jura y perjura que todo aquello es un dechado de arte, y que ni Praxíteles, ni Benvenuto, ni Donatello pudieron soñar nunca cosa semejante. Pero la generalidad de los espectadores machos que hay en el teatro se limitan a estrechar con más fuerza a la otra mitad de espectadores hembras, las cuales están siempre graciosa y convenientemente entreveradas por todas las localidades. Yo, imparcial confrontador de los hechos, necesito apuntar que las estatuas vivientes más del agrado del pueblo son: una de Chamberlain (en el Hipódromo, completamente vestido, como se supone) y otra de la señora o señorita Olga, en calidad de Venus contorsionada. Esta dama, rusa a juzgar por el nombre, y exnodriza por lo que de ciertas señales se deduce, no posee aquella concisión y parca armonía de proporciones que soñaron los artífices helénicos y del Renacimiento. Muy al contrario; su exuberancia viola los límites de lo correcto. Entendiéndolo así, una comisión de pastores, capitaneados por el obispo de Londres, expusieron sus quejas ante el concejo municipal. Como resultas de la queja hubo de nombrarse una comisión inspectora, la cual después de concienzudo examen dictaminó que nada había en el espectáculo que atacase la pública moralidad.

Los periódicos jalearon un tanto el asunto.

El Daily Mail abrió una información acerca de la «estatuaria viviente». La pregunta estaba formulada en estos términos: ¿Considera usted la «estatuaria viviente» artística y elevadora del gusto público o degradante?

A lo cual varios señores han respondido cada cual a su manera. El obispo de Manchester dice, con elocuente sequedad: «¡Degradante!».

El de Newcastle es más modesto: «No tengo aún —contesta— suficiente conocimiento de la cuestión para basar mi opinión». Sólo le falta añadir: «No he visto los grupos arriba de media docena de veces».

El obispo de Llandaff: «No he visto semejantes exhibiciones, pero por lo que he oído es degradante».

Rodin: «La naturaleza es admirable, pero la bella arquitectura humana no puede ser entendida aún por el público. Acaso con el tiempo sí».

Mr. Beerbohm Tree, el celebrado actor: «Aun cuando yo no he visto la “estatuaria viviente” considero que se trata de una cuestión de gusto individual. Cada persona ve siempre en las exhibiciones teatrales aquello que quiere y que le conviene».

Yo: ni elevador, ni degradante. Aquí, en Londres, las virtudes venustas de la estatuaria no son visibles. En Madrid es probable que la exhibición fuera acompañada de un mugido de toro joven o de hombre viejo. Pero lo que yo afirmo es que lo mismo aquí que en España, que en la Patagonia, la estatuaria viviente es una estupidez.

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