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MEDICINA PARA EL ALMA
ОглавлениеSABEMOS, porque así nos lo asegura Diodoro Sículo, que sobre la puerta o entrada principal de la biblioteca de Tebas había una inscripción, y decía de esta suerte: «Medicina para las almas». Londres está cuajado, por donde quiera que se vaya, de tiendas, grandes o chicas, austeras o fastuosas, en donde se administra esa droga o sustancia medicinal que hace bien a las almas, las conforta y las vivifica. Detrás del vidrio de los escaparates, pulcro, transparente y sin mácula, como reposando en el seno cristalino de las ideas puras, se despliega «toda la dulce serenidad de los libros» (Longfellow). Sólo hay otro linaje de establecimientos que compita en número, a lo largo de las calles de esta urbe infinita, con los despachos de libros: las tabaquerías. El pueblo inglés ama entrañablemente el tabaco y el libro, o el libro y el tabaco, ignoro qué orden de prioridad debe establecerse. Con la humeante y recia pipa tostada, pendiente de la boca, y un libro, o dos libros, o varios libros en la mano, bajo el brazo, en el bolsillo, va el inglés de un lado a otro, apresuradamente tranquilo, graciosamente grotesco, a grandes zancadas, con aire de dominio, como si pensase que allí en donde pone el dilatado pie es tierra conquistada, absorto en sus pensamientos, glabro, desmadejado y potente. Si se encarama en la techumbre de un ómnibus, o se alberga en el interior, o se mete bajo tierra, a fin de tomar el ferrocarril llamado tubo, de que se acomoda en el asiento abre su libro (cuando no el periódico), apura la pipa, y lee y fuma, o fuma y lee. Tampoco es raro que las damas, en los restaurantes de moda, inclinen el pensativo rostro, de suaves tonos albos y aurinos, sobre elegante volumen, en tanto con distinguida parsimonia paladean el té y aspiran el blanco humo fragante de un cigarrillo, apenas sustentado, casi aéreo, entre los dedos sutiles de la mano distraída. Yo, a hurtadillas y con el rabillo del ojo, intento en ocasiones indagar el carácter del libro, y observo, sorprendido gratamente, que las páginas en donde fijan sus ojos místicos estas quebradizas mujeres prerrafaélicas —es el tipo que más abunda— son de amazacotada y densa prosa, y que, por el contrario, en el libro que estos grandes y hoscos señores colocan ante su hirsuto entrecejo aparecen, vacilantes y sensitivos, pequeños renglones de poesía.
El pueblo inglés ama los libros; siente hacia ellos veneración y respetuosa codicia. A la parte de fuera de las librerías existe siempre un grupo heterogéneo de amadores, que contemplan embebecidos los volúmenes, y este público se renueva sin cesar. En el interior de algunas de ellas (la del periódico The Times), es un gentío hormiguean-te que viene y va, revuelve en los estantes, examina los libros, ajetrea a las muchachas que los expenden. Ha dicho un autor inglés que los libros más beneficiosos para la cultura son aquellos en que el editor pierde dinero. En Inglaterra hay diez, veinte, cincuenta casas editoriales que publican colecciones de toda suerte de obras, literarias, científicas, históricas, a seis peniques (0,60), a un chelín, a dos chelines cuando más; y son volúmenes de 600 páginas, papel excelente, encuadernación sólida y de suprema distinción, en cuero flexible no pocas veces. Estos libros se venden por millones, es cierto, pero la lógica parece insinuar que cuantos más ejemplares se vendan más considerable ha de ser la pérdida de quien los imprime. Esto acaso sea un sofisma; porque nadie gusta de arrojar al viento su pecunia, y menos un sajón.
Los ingleses aman el libro; han amado siempre el libro. La literatura inglesa está constelada de sentencias, en las cuales se patentiza este amor. Phelps dice: «No importa que lleves un vestido viejo, pero no dejes de comprar un libro nuevo». En la cubierta de las obras que edita Ernesto Khys aparece esta máxima, escrita por Carlyle en El culto de los héroes: «La verdadera universidad de hoy es una colección de libros». Beecher, desde el púlpito de Plymouth, decía: «Un libro es un jardín. Un libro es un huerto. Un libro es un almacén. Un libro es la tertulia. Es un camarada en el camino; es un consejero; es una muchedumbre de consejeros». Y el gran Emerson, si no inglés, primo hermano de ellos, nos advierte: «El libro es el placer más alto en la más alta civilización. Aquel que una vez ha conocido las dulzuras que proporciona posee el mejor recurso contra la adversidad».
Del amor a los libros se pasa a la pasión por los libros; de la bibliofilia a la bibliomanía. Dentro de esta manifestación patológica, morbosa, los bibliómanos ingleses de principios del siglo XIX se han hecho célebres. Uno de los libros que han alcanzado mayor precio es cierta biblia inglesa, editada por Clarendon de Oxford en 1717. Se la conoce ordinariamente por la «Biblia vinagre». La razón del precio y del apodo se debe a una errata. En el título del capítulo XX de San Lucas, que trata de la parábola del viñadero, está trocada la palabra vineyard (viña) por esta otra, vinegard (vinagre). Lord Spencer va a Roma en cierta ocasión, dirígese en derechura a las bibliotecas, comienza a rebuscar ediciones antiguas; en esta labor transcurre un año. Lord Spencer no conoce de Roma otra cosa que bibliotecas. Ni el Vaticano, ni San Pedro, ni el Coliseo tientan a solicitar su curiosidad. Un día, por fin, da con el Marcial, de Sweynheym y Pannartz (1483). Este hombre es feliz. Retorna inmediatamente a Inglaterra. Otro lord, sir Edward FitzGerald, sufre en Francia dos años de prisión a causa de haber sido sorprendido hurtando una biblia políglota en los muelles del Sena.
El amor a los libros es propio de los temperamentos silenciosos. Aplicándolo a los pueblos, podemos trazar esta gradación, que acaso no sea errada. Todo pueblo silencioso es un pueblo reconcentrado; todo pueblo reconcentrado es un pueblo pulso un poema épico.