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A BORDO DEL BRASILE
ОглавлениеA poco de haber vivido a bordo se experimenta, con clarividente intensidad, el alumbramiento de las dos categorías fundamentales del espíritu humano: el sentido de libertad y la obligación del respeto mutuo. La primera es la fuerza motriz de la democracia; la segunda, su ideal, claramente concebido, pero arduo de conseguir. Puede asegurarse que la civilización tiene su punto de partida en aquel divino sentimiento de autonomía individual, de conciencia de la propia dignidad, sin la cual no aceptaríamos el hecho caprichoso de haber nacido, y obtendrá su plena sazón y madurez cuando la voluntad de cada uno respete de buen grado la voluntad ajena. ¿Dónde mejor que en el mar se hará oír la innata conciencia de nuestra libertad? Las anclas cuelgan en el aire, con pasiva docilidad, esperando asir la tierra y hacer un alto transitorio cuando nos venga en gana. Todo en torno, el infinito azul, sobre el cual los ojos se reposan, y por su virtud el corazón se hincha de intrepidez y esperanza. Los cuatro puntos cardinales del horizonte se ofrecen a la elección como grandes rutas fáciles. De otra parte, la convivencia estrecha entre los navegantes, lo circunscrito del lugar de acción, impone una vigorosa respetuosidad entre todos. Cada persona aparece en todo su relieve de ser racional y reclama nuestra simpatía. Las actividades humanas se avaloran objetivamente. Este hombre que por las noches tañe el acordeón y provoca emociones inefables no es un cualquiera, dotado de una habilidad vulgar: es Orfeo, creador de la música. Y aquel turco, de amarillo turbante y flameante barba rala, que sigue con pupila absorta el vuelo cabalístico de una gaviota, no es un emigrante fracasado y cochambroso: es, casi casi, un arúspice. Porque todas las cosas que hacen cauce a la vida efímera tienen misterioso sentido trágico, son signos que fatalmente nos hieren con el eco de su influjo.
Este barco viene de los trópicos, trae escasos pasajeros. La mayoría viste de blanco. A primera vista, los más conspicuos son un matrimonio italiano, con dos niños: Angiolino, de unos cuatro años, y Edith, de pecho. El marido, rozagante y calvo, más viejo que su esposa, y trazas de mercader, se sienta en la mesa a la izquierda del comandante del buque. La mujer, morena, espigada, gentil, se pasa el día tumbada entre cojines en una silla de lona. Sus atavíos son holgados y sutiles, de manera que no es raro que las formas, algo cansadas por la maternidad, se manifiesten claramente. Angiolino es un políglota: habla francés, inglés, español e italiano. Va medio desnudo, con mandilillos hasta medio muslo; su expresión, muy avispada, y su conducta muy desenvuelta y graciosa. La niña está al cuidado de un monstruo femenino: una joroba rotunda, un rostro exiguo y cuatro extremidades alongadas, a modo de pulpo. La italiana mira de continuo, entornando los ojos, el manso seno del dulce mare nostrum, ansiando, sin duda, como Ulises, el retorno a la suave patria.
Hay también una familia de simios, matrimonio y una hija, esqueléticos los tres y el continente de gran humildad zoológica. Parece que van diciendo a la gente: «Ustedes perdonen si aún no hemos pasado de antropopitecos».
Luego viene otra familia, constituida en la misma forma. La dama, muy voluminosa; su rostro propende a la conformación negriforme. El caballero, insignificante. La hija está en la mejor edad de su belleza, una belleza relativa, de dientes saledizos. Esta señorita exhibe una trenza de pelo, de color de miel, recia como un calabrote, que le arrastra dos palmos por detrás de los talones, en términos que, para andar, la lleva recogida como si fuera un manto. Un negrito desteñido anda, a lo que parece, enloquecido en pos de la gran pieza capilar: ¡Dios se la otorgue!
Pero la jocosidad, el arte del vivir ruidoso, la celeste alegría sin mácula está a cargo —¿de quién había de ser?— de dos viajantes de comercio italianos. Uno es bermejo, judío, enjuto e indignantemente móvil. El otro, moreno, agraciado y jactancioso de su belleza. Ellos cantan, hacen juegos de manos, dicen donosidades a las señoras, y a los hombres nos refieren chascarrillos obscenos, de esos que andaban ya en boga en la edad paleolítica. Ellos están enterados de todo: arte, ciencia, política, y me informan de tales particularidades acerca de las más intrincadas cuestiones, que me dejan con la boca abierta, a lo papanatas. Pero a un cónsul de la República de Cuba, que viaja con nosotros, parece que le molestan un poco. El viajante bermejo y el cónsul sustentan discusiones a cada tres por cuatro. Estando anclados en Marsella se suscita una discusión sobre si América es superior a Europa o viceversa.
El cubano cree que Europa está muerta, y prueba de ello es que los europeos van a buscar plata a América. El viajante bermejo sonríe con desdén, y dice: «La vida, la verdadera vida intensa, la auténtica vida intensa, ha de buscarla usted en Europa». Como pudiera decir: «El verdadero, el auténtico bombasí higiénico es el que yo represento». Luego pasan a discutir el socialismo, el cual inspira gran repugnancia al judío. La discusión se eleva de tono. Yo escucho, en silencio. En esto, el hombre bermejo se vuelve hacia mí:
—¿Y usted qué dice?
—¿Yo? Socialismo cuanto antes.
—Un argumento, un argumento verdadero auténtico —solicita, con ademán vehemente.
—Pues, mire usted; con el socialismo no habrá viajantes de comercio. Me parece que más auténtico…
Como estábamos tocando tierra, me creí en derecho de claudicar, por un momento, con el ideal de la mutua tolerancia.