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Capítulo 4
ОглавлениеSORPRESA, SORPRESA
Llevaba ya tres días en las cuadras. Y había seguido una rutina similar. Aferrarme a las costumbres hacía más fácil asimilar que cada vez que me despertaba volvía a verme allí.
Me levantaba muy temprano, antes incluso de que amaneciera y empezara la actividad. Lo hacía para mantenerme a salvo de miradas indiscretas.
Compartía un desayuno de pan, queso y sidra con un joven mozo recién llegado de un pueblo del interior, a los pies del Collado del Zorro. Era poco hablador, lo que me convenía bastante. Después de todo, no habría sabido qué contarle.
Bernal había pasado a verme el día anterior y farfullado algo sobre que me encomendaran cepillar a los caballos hasta que encontrara un emplazamiento definitivo para mí. Se había dado cuenta de que estos se calmaban en mi presencia. Yo no tenía ni idea de cómo tratar a un caballo, pero aquellos ojos inteligentes seguían mis movimientos y yo había decidido hablarles suavemente del modo en que lo hacía con mi perro Simón cuando era niña.
Les contaba cuán suave era su pelo y pegaba mi cara a su hocico para que me olieran. Me colocaba justo delante de sus ollares. Sabía que el olfato era importante en los perros y sospechaba que también lo sería en los caballos. Así que dejaba que se recrearan en mi aroma y emitieran su juicio sobre mí.
El voto de confianza pareció gustarle en especial a una hermosa yegua de asturcón. Sólida y de pelaje negro rojizo, tenía una cola majestuosa y unos ojos oscuros y grandes. Me pregunté si echaría de menos las montañas. Siempre se acaba añorando el hogar.
Los otros mozos ponían los ojos en blanco, pero acataban las instrucciones del capitán Villa sin rechistar. No obstante, se guardaban de mezclarse con el muchacho de pelo enredado. Eso también me convenía. Menos relaciones, menos explicaciones. Además, ganaba tiempo para pensar e ir haciéndome una composición de lugar sobre mi situación.
No había vuelto a sentirme mareada y cada vez tenía más claro que las historias de mi abuela estaban convirtiéndose en realidad. En la realidad en que estaba inmersa en ese preciso instante.
Me venían a la cabeza retazos de imágenes olvidadas. Y por la noche, cuando me acurrucaba en mi rincón acompañada por el cuerpo cálido y peludo del perro que ya había decidido adoptarme definitivamente, el viento me traía esas historias en forma de susurro, de rezo.
Soñaba, entonces, con mi abuela al calor de la antigua cocina de carbón renegrida por el uso contándome que hay quienes saltan entre cuerdas y son capaces de pasar de una vida a otra. Que podemos vivir muchas vidas sin dejar de ser nosotros mismos. Que hay muchos modos, momentos y lugares en los que existir. Que las cuerdas cantan cuando vibran y que según la canción que canten viviremos una u otra vida. Que la melodía puede variar durante una misma existencia y que a veces dura solo una nota y otras veces años porque el tiempo, el que queremos encerrar entre las manecillas de un reloj, no existe. Que algunos nunca llegaban a atreverse a saltar. Cuando notaban que se desvanecían su mente racional tiraba tan fuerte de ellos que volvían a la consciencia sin darse la oportunidad de experimentarlo. Miedo al abismo, lo llamó. Me lo contaba mientras añadía un leño grueso y redondo de manzano y yo miraba embobada los colores del fuego envolviéndolo.
—Pero tú saltarás —declaró un día justo antes de que yo me quedara dormida.
Entreabrí un poco los ojos para preguntarle.
—¿Me dolerá? —pregunté siguiendo la lógica infantil.
—No, pequeña. Solo recuerda cuando hayas saltado que sigues siendo tú y ¡vive!
Tenía que ser eso, no encontraba otra explicación. Los breves episodios que me habían ocurrido hacía tantos años eran la preparación, o la prueba, para saber si tendría el valor necesario para ser otra versión de mí misma y seguir el consejo de mi abuela: vivir allí donde y cuando me tocara hacerlo.
Se habían terminado los ensayos. Acababa de hacer mi debut, ¡y de qué manera!
No tenía claro si me despertaría de golpe y aparecería de nuevo en lo que había sido mi vida hasta hacía tres días o cuánto tiempo permanecería allí. No era capaz de recordar más pistas y mis anteriores episodios nunca habían pasado de unos minutos de duración por lo que no me servían de gran ayuda. Nunca había permanecido tanto tiempo dentro de otra vida, de otra cuerda, de otro plano. De lo que estaba segura era de que no me quedaba más remedio que adaptarme lo antes posible.
La mañana del cuarto día me levanté temprano, como ya era mi costumbre, dejando a mi amigo peludo remolonear sobre la manta que compartíamos. El agua estaba helada, pero sentirme limpia, aunque de manera un tanto precaria, me reconfortaba. Me habían proporcionado una camisola de tela vasta y unas calzas además de la manta. Me despojé de la parte superior e introduje mi mano en el cubo sintiendo cómo se me erizaba todo el vello con su contacto.
La voz a mi espalda atronó la quietud de la mañana.
—¡Por los clavos de Nuestro Señor Jesucristo! Pero ¿qué demonios…?
Cogí rápidamente la camisa para cubrirme el pecho, pero Bernal ya había visto lo suficiente.
—Bernal… yo…
No me dejó continuar.
—¡Tú! ¡Tú eres…! —Me señalaba con el dedo índice.
Di un paso hacia delante apenas cubierta con la camisa que sujetaba con mi mano izquierda.
—… una mujer —dije completando su frase—. Y por el escándalo que estás montando tal parece que nunca hubieras visto a una.
Por lo que conocía de Bernal hasta el momento estaba segura de que apreciaría que fuera directa. Su rostro empezó a relajarse y soltó una risotada.
—¡Demonio de chico! —se corrigió—. Perdóname, no quería… es decir…
—Entiendo tu sorpresa, pero empiezo a congelarme. ¿Podrías darte la vuelta para que termine de vestirme?
Se giró de mala gana, no estaba dispuesto a quedarse a medias con la información.
—Pero ¿por qué has mentido?
—Simplemente me pareció más seguro dadas mis circunstancias y te recuerdo que fuiste tú quien me asignó género. Lo único que yo hice fue no sacarte del error.
Asintió. Una mujer sola y desorientada era una presa fácil y más en tiempos convulsos como aquellos.
Había escuchado hablar a los mozos entre sí y la tensión se palpaba en el ambiente. Palabras sueltas que me ayudaron a conocer el momento que estaba viviendo la villa. Al parecer llevaba meses sitiada por el ejército del rey Enrique III de Castilla. De inmediato se me vino a la cabeza la imagen del colegio y su añeja marca de una bombarda en la fachada. Nos habían contado su historia. Algo sobre un tal conde Alfonso Enríquez, el primogénito, pero bastardo hijo de Enrique II de Trastámara que nunca había cejado en su empeño de proclamarse legítimo heredero al trono y que se había levantado en armas en su más formidable fortaleza: la casi inexpugnable villa de Gixón. A mí me había encandilado la historia de caballeros aguerridos y luchas con espada así que había prestado más atención de la habitual y fantaseado con castillos.
Gixón era una península fortificada, una auténtica fortaleza natural, a media legua del cabo de Torres y tres leguas del cabo de Peñas.
La rodeaban, por un lado, el bravo mar Cantábrico y sus acantilados. Por el otro, estaba amurallada desde los tiempos de los romanos. Un castillo bien protegido por un foso ancho y profundo que se llenaba de agua de mar cuando subía la marea y dejaba a la península sobre la que se asentaba la villa incomunicada guardaba la entrada. Además, la estrecha lengua de tierra, que no superaba los trescientos pasos de anchura en la bajamar ni los ciento cincuenta en la pleamar y que la unía con el continente, era un terreno cenagoso que hacía compleja la conquista. Amén de que desaparecía bajo el agua cuando la marea era alta. Asimismo, era imposible rendir la villa por hambre dado que se abastecía por mar. Los consejeros del rey Enrique III lo sabían, al igual que conocían la crudeza con la que el invierno asturiano podía tratarles. Por ello, estaban abiertos a pactar una tregua y a que un árbitro neutral mediara en el conflicto.
Pero ¿en qué siglo había sucedido todo aquello? Esa era la cuestión fundamental. Hice un esfuerzo por recordar… tenía que haber sido en torno al siglo… XIV o XV. La noticia me golpeó de lleno confirmando lo que me había estado negando a admitir. Ya no tenía ninguna duda, había saltado.
Desde luego, no era el mejor momento para aparecer de la nada, pero los humanos solo podemos jugar las cartas que nos reparte el destino. Así que tendría que jugar bien mis bazas, si es que las tenía.
La voz de Bernal me sacó de mis pensamientos.
—Está bien. Luego me lo contarás, pero ahora recoge tus cosas, nos vamos.
Le miré preguntándome si todos los saltadores se toparían con un ángel de la guarda como aquel o si yo sería más afortunada.
—¡Espera!
—¿Qué pasa ahora? —me preguntó con impaciencia.
—No puedo dejar aquí a Beo.
—¿Qué tipo de nombre es ese para un perro?
—El diminutivo de Beowulf, está claro.
Gruñó algo por lo bajo, pero nos lo llevamos.
—¿A dónde nos dirigimos? —quise sonsacarle.
—¿Has cambiado de personalidad además de sexo? En estos días prácticamente he tenido que arrancarte las palabras y ahora te has vuelto de lo más locuaz.
Estaba claro que fuéramos a donde fuéramos quería llegar pronto. Tenía prisa, pero al llegar a una callejuela estrecha y que me daba mala espina se detuvo en seco.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Espera aquí.
Se dio la vuelta para ir a algún sitio. Yo no estaba dispuesta a quedarme allí en medio sola.
—¿Por qué?
—Porque yo te lo pido.
—Pero ¿por qué no puedo ir contigo?
—Porque no.
—Pero ¿qué vas a hacer?
—¡Por los clavos de Nuestro Señor Jesucristo y su sagrado sudario! ¿Quieres dejar de hacer preguntas? ¡Voy a mear!
—Pues tampoco es como para ponerse tan misterioso.
Se alejó hacia unos recovecos por delante de los que habíamos pasado mientras Beo y yo nos entreteníamos echando un vistazo. Ni nos dimos cuenta de que se acercaban. Surgieron de la nada.
—¿Qué haces por aquí tan sola, muchacha?
Di un salto al ver a aquel petimetre desdentado dirigirse a mí en un repugnante tono. Al menos, este no se había confundido respecto a mi género. Beo enseñó los dientes.
—Controla a ese lobo —dijo su compañero. Menos desdentado, pero con algo más de mugre encima.
—Nada, ya nos íbamos —indiqué ignorando el comentario.
¿Cuánto tarda un hombre en mear? Si la vejiga de Bernal iba en consonancia con su tamaño en general le llevaría un buen rato vaciarla, supuse rezando para que apareciera.
—¿Tienes prisa? —preguntó el desdentado acercándose a mí más de lo que hubiera deseado y dando una vuelta a mi alrededor para examinarme.
—Me esperan. —Estuve tentada a darle un empujón y salir corriendo, pero no sabía hacia dónde dirigirme. Lo más prudente era ganar algo de tiempo hasta que llegara Bernal.
—¿En serio? —añadió el otro—. Qué pena.
Beo volvió a gruñir, esta vez con todo el pelo del lomo erizado como una cresta mohicana. El hombre estaba entrado en carnes. Sacó una navaja de un buen tamaño y la pasó de una mano a otra con un ágil juego de manos.
—No quiero problemas. No tengo dinero, caballeros. —Estaba siendo sumamente generosa con mi descripción de aquellos dos rufianes de poca monta que sin embargo parecían controlar la situación—. Dejen que nos vayamos.
Se miraron el uno al otro y se echaron a reír. Yo sujetaba a Beo como podía, seguía emitiendo un amenazador gruñido ronco, pero yo quería impedir que saltara sobre ellos y pudieran herirle.
—Venga, seguro que te va a gustar quedarte un poco más —susurró el más bajo de los dos mientras cogía uno de mis rizos.
Entonces Beo se abalanzó sobre él y le mordió en la pierna. El hombre pataleó hasta que logró deshacerse de él y lanzarle contra una piedra. El perro aulló de dolor ante el impacto.
—Maldito chucho de mierda —escupió el de la navaja y se dirigió hacia Beo.
—¡No! ¡Déjale en paz! —grité, pero el desdentado me había cogido por el pelo y tiraba de él para mantenerme quieta.
Me revolví y logré darle un codazo en el estómago, pero no me soltó. Tenía que llegar a la pierna que Beo había mordido. Coceé, pero el tipejo esquivó mi patada.
La voz atronadora de Bernal surgió de pronto.
—¡Deteneos!
Ellos levantaron la cabeza para ver a aquella mole de casi dos metros cuya sombra les cubría ya por completo. Llevaba a Iona desenvainada y la imagen que proyectaba era temible. Aquellos dos se separaron inmediatamente de Beo y de mí como si de repente fuéramos radiactivos.
—Capitán Villa, no sabíamos…
—Callaos —dijo entre dientes y luego me preguntó sin apartar la vista de los dos—: ¿Estáis bien?
—Sí —respondí cerciorándome de que Beo no tenía más que el golpe.
—Bien, ahora alejaos un poco. Camina en línea recta y no mires hacia atrás.
Estuve a punto de preguntarle por qué, pero me callé y seguí sus indicaciones. Beo me siguió de mala gana.
Oí el silbido de la espada y la voz de Bernal fría como un témpano de hielo.
—Si alguna vez te vuelvo a ver cerca de ella te cortaré la otra.
Nos alcanzó enseguida.
—Bernal, ¿qué le has…?
—No preguntes.
Y no lo hice. De hecho, no hablamos sobre el incidente ni ese día ni el siguiente ni los venideros, pero procuró que no me quedara sola.
Nuestro destino resultó ser una sólida casa de piedra un poco mayor que las circundantes. Llamó a la puerta y oímos cómo un grueso pestillo se descorría. Una sirvienta rubicunda reconoció de inmediato al capitán.
—¿Está tu señora en casa?
La observé mientras hacía un gesto afirmativo. Era joven, más que yo.
—Ve a avisarla entonces.
Antes de que la sirvienta tuviera tiempo de volverse una figura de porte elegante apareció tras ella.
—¡Bernal! No esperaba que me visitaras tan temprano… —De pronto reparó en mi presencia y en la de Beo y añadió—: Ni tan acompañado…
—Perdóname, Constanza, necesito tu ayuda.
—Ya veo —respondió con seriedad—. Pasad.
Se giró para indicarnos el interior de una caldeada sala bien adornada con gruesas alfombras y tapices con motivos de caza.
—Ana, prepara algo caliente. —Me cogió las manos—. Estás helada, muchacha. Enseguida entrarás en calor —dijo con afecto, llamadlo intuición femenina o buen ojo, pero a aquella dama no le cupo duda sobre mi sexo en cuanto me vio.
Beo me siguió, como siempre, muy pegado a mis talones. La dueña de la casa nos miró con expresión inquisitiva.
—¿El lobo también viene?
Bernal se volvió hacia mí y se cruzó de brazos. Yo me arrodillé frente al perro y le susurré:
—Beo, espérame aquí —La criada lo miraba con una mezcla de miedo y preocupación. Intenté tranquilizarla—: No te hará nada.
No me creyó, pero se fue directa a llenar un cuenco con agua del que Beo dio buena cuenta.
Ya dentro de la habitación Constanza se dejó caer en una silla.
—Y bien, contadme. —Se recostó cómodamente en ella.
Bernal se acercó a una mesa donde había frutas y vino y se sirvió una copa. Supuse que necesitaba algo de alcohol después de lo que había ocurrido en el callejón, pero parecía sorprendentemente sereno. Yo, en cambio, me hubiera abalanzado sobre la botella. Todavía me temblaban las manos, y no era por frío como había supuesto la dueña de la casa. Dejé que fuera él quien llevara la conversación.
—Poco hay que contar porque, en realidad, no sé nada.
Constanza pareció divertida.
—¿Vienes con una muchacha y un lobo y no sabes nada? Te estás volviendo muy descuidado, capitán. Y eso no es bueno en tu oficio.
Decidió cambiar de interlocutor.
—¿Cómo te llamas? —dijo inclinándose hacia mí.
—Blanca, señora.
En su cara se dibujó un gesto de sorpresa.
—Vaya, la loba blanca, qué apropiado…
—¿La loba blanca? —repetí.
—Sí, ¿no conoces la leyenda? La loba blanca es una loba de pelaje albino que gobierna una manada de lobos. Tú tienes la piel muy blanca y te sigue un lobo así que…
—¡Majaderías! —bramó Bernal—. No la asustes con esos cuentos de viejas para noches frías.
—Tú puedes creer lo que quieras, pero las leyendas siempre tienen una base real. De cualquier modo, necesito saber más. Me aburro tanto desde que ese loco del conde Alfonso provocó este tedioso cerco. No tenía que haber abandonado Milán. No sé por qué me dejé convencer para pasar unos meses cerca del mar, tan lejos de mi casa…
—¿No lo sabes? —la conversación se centraba ahora entre Bernal y la dama y yo empezaba a sentirme incómoda. Era obvio que eran «buenos» amigos.
Ella hizo un mohín coqueto mientras jugueteaba con un rizo oscuro de su adornada cabellera.
—Blanca, ¿de dónde eres?
—Yo…
Me miró con curiosidad animándome a seguir.
—No lo recuerdo, señora. Amanecí en esta villa hace cuatro días sin saber dónde me encontraba ni recordar quién era, salvo mi nombre.
—¡Pobrecilla! Vi algún caso similar en Milán, cuando mi difunto esposo ejercía. No te preocupes, cuidaremos de ti hasta que te repongas. Mi casa es tu casa ahora.
—Gracias por vuestra hospitalidad, señora.
—Tonterías —dijo restándole importancia con un gesto grácil—. Podrás descansar aquí unos días, pero la villa es pequeña y estando sitiados las noticias vuelan. Pronto sabrán de tu existencia, tendremos que prepararte una historia. Pero ya habrá tiempo para eso. Debes de estar agotada. Mandaré que te preparen un baño y te instalen en una habitación.
—¡Ana!
La doncella que nos había abierto la puerta apareció en el umbral.
—Acomoda a doña Blanca en la habitación azul y cuida de que tenga todo lo que necesite.
Le agradecí su amabilidad y seguí a la doncella.
En cuanto hube abandonado la estancia, Constanza se incorporó y se acercó a Bernal despacio, dejándole recrearse en su hermosa figura.
—Bueno, Bernal, te has superado. ¿Ahora ejerces de buen samaritano? ¿Te ha impuesto esa penitencia el padre Julián por tus muchos pecados? —Hizo una pausa dramática para agregar—: Entre los que, por descontado, me incluyo.
—No puedo explicarlo, Constanza. Simplemente siento que debo protegerla. Y no voy a plantearme por qué. Mi instinto no me ha fallado hasta ahora, así que seguiré haciéndole caso.
—Es guapa… debajo de toda esa mugre.
—Ah, ¿sí? Ni me había fijado.
—Mientes tan rematadamente mal que te encuentro adorable, il mio capitano —Tenía el acento cantarín de los italianos.
Bernal la cogió por la cintura y la besó antes de añadir:
—Pero nunca a ti, cara mia.
Me asignaron una habitación en el primer piso cuyas ventanas daban hacia el interior, en lugar de a la calle, para preservar mi presencia de miradas indiscretas.
La casa de Constanza Valeri se abría a un patio interior ajardinado de planta rectangular, como si mi anfitriona hubiera querido recrear una casa andaluza. En el centro del patio reinaba una fuente de piedra profusamente tallada colocada sobre un pequeño estanque con peces de colores. Un seto delimitaba el contorno del patio. Había rosales plantados a la vera de las columnas de los soportales además de un naranjo fragante, un par de limoneros y unas matas de hortensias bien cuidadas. Cerca de la fuente, y a la sombra de un manzano, un banco invitaba a sentarse y olvidarse del mundo. Completaban el conjunto dos caminitos empedrados que conectaban la casa con el patio.
En mi habitación la cama era grande, con un dosel de una tela en un profundo color azul. También contaba con un pequeño tocador con afeites y un cepillo y una buena butaca situada al lado del fuego. Todo parecía indicar que la dueña de la casa gozaba de una posición acomodada.
Decidí relajarme y disfrutar del baño bien caliente que el ama de llaves de Constanza dispuso para mí. Era una mujer de aspecto recto e impecable. Decliné su oferta para que alguien me ayudara a asearme. No solo porque me daba cierto pudor, sino porque nadie me bañaba desde que tenía por lo menos cinco años. No le gustó.
Me sumergí dejando que el vapor abriera mis poros y dejara escapar la tensión acumulada en esos días. Me importaba un pimiento escaldarme, el agua estaba ardiendo. No hay nada en el mundo como un buen baño. Habían añadido un aceite de rosas que dejó un suave aroma en mi piel. Me lavé el pelo que por fin recuperó su elasticidad y dejó de parecer un nido de pájaros.
Estaba secándome cuando el ama de llaves apareció sorpresivamente de nuevo. No estaba dispuesta a ceder y que le impidiera cumplir con su cometido, así que, esta vez, no me dio la opción de negarme a que me vistiera. Suspiré resignada y la dejé hacer.
Me puso una camisa interior de tafetán de lino que me llegaba un poco por debajo de la cintura. Era delicada. Encima de ella un vestido de embudo con una pequeña cola, de mangas largas y ajustadas que dejaba mis hombros al descubierto. Era de un hermoso verde oscuro que resaltaba el color de mis ojos, lo había elegido con cuidado. No llevaba adorno alguno, la riqueza de la tela no precisaba más, pero decidió completar el conjunto ciñéndome a la cadera un cinturón ligero pese a estar tejido en metal dorado. Dado que no estaba casada no consideró necesario cubrirme con una toca, pero me recogió el pelo con unas sencillas peinas. Cuando hubo terminado se quedó observándome un instante, algo no encajaba. Iba a quitarme el torques que yo solía llevar al cuello, pero la detuve.
—No —dije con firmeza.
Retiró la mano de mala gana.
—Como deseéis, señora. Doña Constanza os está esperando abajo.
Mi anfitriona sonrió encantada al verme cruzar la puerta. Bernal me miraba desde una esquina de la sala. Parecía no acabar de asimilar mi nueva imagen.
—Caro, hazme el favor de presidir la mesa. ¡Estoy hambrienta!
Mi estómago rugió ante la perspectiva de una comida en condiciones. El apuesto capitán se sentó en un extremo de la larga mesa y Constanza nos colocó a ambas a su derecha e izquierda. Comí con apetito, a decir verdad, después de casi cuatro días a dieta todo me resultaba delicioso. Esperaron pacientemente hasta que terminé y entonces pasamos a una sala contigua, no era muy grande. Las paredes estaban cubiertas con estanterías repletas de los libros más variopintos. El ambiente era cálido ya que como en el resto de las estancias el fuego estaba encendido.
—Ahora llega lo más divertido. Inventarnos una historia para ti. —Me miró con unos ojos oscuros y almendrados—. Como podrás comprobar soy una ávida lectora. Mi Enrico siempre decía que era tan necesario alimentar el cuerpo como el espíritu. Seguro que entre estos volúmenes encontramos la inspiración necesaria. —Lanzó un suspiro teatral, no la veía en el papel de viuda compungida.
Se enfrascaron en una especie de brainstorming biográfico. Aquellos dos formaban un buen equipo. Es curioso que Constanza no pareciera preocupada por alojar en su casa a una completa desconocida, pero así era ella, lo vivía todo como iba llegando. Tras desechar unas cuantas ideas las musas hicieron acto de presencia. Constanza empezó a aplaudir encantada, lo que me hizo reaccionar. Hacía rato que había dejado de prestarles atención y me entretenía rascando a Beo tras las orejas. Para convencer a Bernal de que le dejara entrar había hecho falta la mejor cara de desolación perruna.
—¡Lo tengo! —exclamó risueña.
Bernal estaba apoyado en la repisa de la chimenea, la miró con expresión divertida.
—Adelante, somos todo oídos.
—Tu sobrina, la presentaremos como tu sobrina. Puede ser la hija de un hermano en el extranjero al que no ves desde hace tiempo. Ha venido a visitarte porque su padre quiere retomar el contacto y la envía a mediar —expuso con entusiasmo.
—¿Mi sobrina? ¿Con esa piel del color de la nata? No se lo va a creer nadie —objetó Bernal.
—Empieza a creértelo tú porque es lo que vamos a contar.
Fecharon mi nacimiento el día de Navidad del año del Señor de 1376. Según Constanza, los bebés de invierno eran pálidos, delicados y menos fornidos debido a la falta de sol en los primeros meses de vida. Justificaban así que yo no hubiera «heredado» ni un ápice del potente físico de mi «tío».
—No me acuerdo de gran cosa, pero de lo que estoy segura es de que no tengo dieciocho años —apunté.
Resoplaron al unísono.
—Pues vas a tenerlos, no podemos explicar de otro modo que sigas soltera y no tengas alguna tara.
Ahora fui yo la que resoplé.