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Capítulo 10

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ELLA Y YO

Samuel no podía permitírselo. Enamorarse no solo no entraba en sus planes, sino que no iba a consentir que sucediera. Se había dejado llevar con Blanca, había permitido que su parte racional se relajara y, lo que era peor aún, se había permitido sentir con libertad. Que las emociones y sensaciones que la cercanía de ella despertaba en él afloraran a la superficie sin control y la había besado. Se había sentido angustiado al verla partir hacia el campamento del rey Enrique. Una angustia desconocida y mordiente que le surgía de muy adentro. Miedo a perderla, aunque no fuera suya.

Acumulaba muchas aventuras en su historial, nunca se le habían dado mal las mujeres. Escocia es una tierra fría y hay que buscar calor. Pero esto no era una aventura y eso le hacía sentir miedo. Un miedo que se enraizaba en su interior oprimiéndole el corazón con la fuerza de un gigante con cada minuto que pasaba. Con el breve recuerdo de saliva compartida. Quería rodearla con sus brazos, quería ser tan imprescindible para ella como el mismo aire. Quería abrazarla fuerte, beberla deprisa, saborearla despacio, escucharla lento, hablarle rápido hasta vaciar su alma, lo quería todo, pero tendría que esperar. El amor hace perder la cabeza y él no iba a quebrantar sus propias reglas por mucho que le tentara la idea, se repitió a sí mismo en un desesperado intento de autoconvencerse.

Ahora mismo tenía otros asuntos de los que ocuparse. La tregua ya era un hecho y el capitán Paye no tenía intención de desperdiciar el tiempo. Le había adelantado que tenía en mente una incursión a un puerto cercano. Las tropas del rey Enrique se retiraban y eso se traducía en mares más en calma. Además, el tiempo era todavía lo suficientemente bueno como para que la empresa fuera un éxito. Unos cuantos sustanciosos botines más y podría pensar en retirarse a un lugar más tranquilo como Holy Island o incluso a un destino más soleado, rodeado de libros y plantas… Si es que su compromiso con Paye se lo permitía.

Todo había ocurrido hacía unos cuantos años, cuando el estúpido de su hermano pequeño, Sean, había contraído una deuda de juego de una importante cuantía con los hombres del corsario. Dado que no podía satisfacerla, el capitán Paye, almirante de los Cinco Puertos, había propuesto una solución alternativa: que el chico se enrolara a su servicio en el Mary hasta considerar saldada la carga. La familia se había reunido para sopesar las alternativas. Sean era un crío cabeza hueca de constitución débil y no aguantaría mucho en ese ambiente. Su hermano mayor, Declan, era imprescindible. Debía continuar con su formación para ocupar su lugar al frente de la hacienda familiar cuando llegara el momento. La única solución viable era que Samuel ocupara su lugar. Después de todo, Paye no era un simple pirata, era un corsario respaldado por el rey inglés que hacía la vista gorda a los saqueos que llevaba a cabo cuando no precisaba de sus servicios.

Puede que en esos momentos no contaran con dinero, pero los Waters seguían siendo una familia noble y por ello asignaron al joven un puesto como oficial aprendiz. Le formaron en técnicas de navegación y otros aspectos navales, era listo y aprendía rápido. Pronto se ganó la confianza del capitán, un hombre con carisma que manejaba hábilmente dónde terminaba la camaradería y complicidad con su tripulación y dónde empezaba la autoridad; algo imprescindible para controlar revueltas y motines. La vida a bordo era difícil y la muerte les acechaba en cada esquina, no solo por lo peligroso de sus actividades, sino también por la enfermedad. Pero era una escuela muy efectiva y Samuel ascendió pronto a primer oficial. Como Espronceda describiría años más tarde en su célebre Canción del pirata empezó a saber apreciar ese modo de vida en que la ley era la fuerza del viento y su Dios la libertad.

Y del trueno,

al son violento,

y del viento

al rebramar,

yo me duermo

sosegado,

arrullado

por el mar.

Solo que ya no estaba sosegado. No desde que Blanca había aparecido y lo había puesto todo patas arriba.

Una mano deslizándose por su pecho desnudo le sacó de su ensimismamiento. El avance de la mano fue acompañado de un suave gruñido.

—Sammy… —dijo una voz somnolienta.

Se había olvidado por completo de Mencía, una de las damas de la condesa, con la que ya había compartido alguna que otra noche de pasión y no había sido la única… La mano decidió seguir con su exploración ascendiendo por los fuertes y largos muslos hacia territorios más íntimos pero conocidos. Samuel la detuvo.

La noche anterior había bebido, no demasiado, solo lo suficiente para relajarse y apartar la imagen de la española de su mente. Aguantaba el alcohol lo bastante bien como para que esa cantidad no le nublara el juicio. Mencía había aparecido solícita en su puerta, tan bella y olía tan bien… La cogió por la cintura sin decir nada y la llevó hasta su cuarto. Se conocían lo suficiente para que no hicieran falta palabras, la besó. Un beso largo y húmedo, dejando que la lengua explorara libremente. Ella comenzó a devorarle sin preámbulos. Lo desnudó con prisa dejando al descubierto el musculoso torso de Samuel con aquel adorable pelo rizado en el centro. Los hombros fuertes y redondeados y esos brazos torneados con los que ella soñaba cuando no estaban enredados en su cuerpo. Su piel tenía un tono dorado hasta en los lugares que suelen permanecer ocultos a la vista. Estaba de pie frente a ella, desnudo. Mencía se recreó un momento en el espectáculo, era un ejemplar magnífico. Luego se desvistió ella misma con parsimonia, dejándole desearla, apenas llevaba un camisón bajo la capa. Él tiró de ella hasta que cayeron revueltos en la cama, rodando y peleando para decidir quién se colocaba encima. Samuel acabó cediendo cuando ella le mordió y la dejó hacer, agarrando con suavidad sus caderas para guiarla. Mencía arqueó la espalda hasta apoyarse en la cama mientras Sam trepaba por el cuerpo de ella para llegar a sus pechos, pequeños y plenos. Ella gimió.

—No pares…, no pares —pidió Mencía asiendo los rubios rizos y tirando de ellos para dejar el cuello de él al descubierto y abalanzarse como una vampiresa ávida de alimento.

La imagen fugaz de los ojos de Blanca cruzó la mente de Samuel, se deshizo de ella concentrándose en su tarea con mayor dedicación hasta escuchar el sonido procedente del fondo de la garganta de Mencía que le anunciaba que acababa de explotar. Le besó con rabia pidiendo más. Sam se lo concedió, aunque muy dentro de sí mismo reconoció un escozor, no era eso lo que deseaba… Ni con ella.

La voz de la dama le hizo volver al momento presente. El roce de sus dedos le quemaba la piel. Quería gritarle que parase, pero se contuvo.

—¿Estás dormido? Puedo ayudarte a despertarte… si quieres —sugirió juguetona.

—Lo siento, pero tengo que reunirme con el capitán Paye —contestó Samuel abandonando precipitadamente la cama. De repente tenía una terrible necesidad de salir de allí—. Debo irme.

Mencía hizo un amago de protesta. Sam se sentía mal. Ella no tenía la culpa, puede que no tuvieran una relación, un compromiso, pero no le gustaba mentirle, sin embargo, estaba ansioso porque se fuera. Quería borrar el recuerdo de la noche anterior hasta olvidar que había existido. No era ningún santo, pero ahora tenía claro lo que necesitaba compartir y con quien, con ninguna otra cosa se sentiría completo. La gente no es consciente de lo que le falta hasta que lo encuentra. Y él acababa de encontrarlo.

Se vistió y salió apresuradamente hacia el lugar donde se reuniría con Harry Paye. Estaba hospedado en una de las casas de arrendatarios que poseía el conde, pero Harry siempre prefería discutir sus planes en el Mary, su barco. Decía que le hacía sentirse inspirado, el mar era su casa.

Bajó la cuesta a grandes zancadas y entonces la vio. Caminaba seguida de ese perro gris que iba con ella a todas partes. Jugaban y ella reía. En un momento dado se volvió y se quedó mirando hacia el lugar donde Samuel se encontraba. Sintió una descarga eléctrica de tal magnitud que pudo ver su propio cuerpo estremecerse por la sacudida. No podía demorarse más, no si quería cumplir con la palabra que se había dado a sí mismo. Siguió su camino hacia el barco.

Regresé a casa por un caminito que conducía a la parte posterior y subí las escaleras hasta el primer piso. Al pasar frente a las ventanas del corredor le vi. Bernal estaba preparándose para salir en una patrulla. Había que asegurar la villa y algunos de los ciudadanos habían avisado de la presencia de salteadores que aprovechaban que las tropas del rey Enrique se habían retirado para hacerse con un buen botín. Los caminos eran inseguros y la guardia de la villa iba a barrer la zona. Bernal se puso al frente de una partida de soldados. Era el tipo de hombre que no se limita a dar órdenes, sino que no tiene reparos en meterse en el fango como uno más.

Ajustó las cinchas de su caballo sobre el empedrado que daba entrada a Villa Valeri mientras Constanza se acercaba y le abrazaba por detrás. Estoy segura de que sonrió a pesar de que desde mi ventana solo podía ver el ondulado pelo cubriendo el fuerte cuello. Bernal sonreía con todo el cuerpo. Con cada fibra. Se giró para envolver a Constanza en un abrazo interminable, pero levantó la vista hasta el corredor del primer piso. No sé por qué, pero mi impulso fue ocultarme como lo hubiera hecho una niña descubierta en una travesura. Pegué la espalda a la pared. Bernal sonrió de nuevo antes de bajar la cabeza para besar a Constanza. Él sabía que yo estaba ahí incluso aunque no pudiera verme. Parecía ser capaz de detectar mi presencia en cualquier lugar o circunstancia.

No quería que me pillaran cotilleando, pero sentía curiosidad. ¿Cómo sería ser una mujer como Constanza? Con su aspecto, su inteligencia, su gracia… Y con el poder para mantener a su lado a un macho alfa como Bernal. Siempre me habían llamado la atención ese tipo de parejas. Tan sobresalientes, por llamarlas de algún modo. Y tan distintas a mí. Yo era un claro ejemplo de término medio, ni guapa ni fea, ni lista ni tonta…, una media aritmética de libro. Pero ellos brillaban. En fin, que me hubiera dado el tema para un proyecto de fin de carrera. Beo esperaba con paciencia a que me decidiera entre seguir adosada a la piedra de la pared o moverme. Me rascó con energía.

—Vale, vale, ya me muevo.

Empezó a sacudir la cola con entusiasmo, como si le hubiera dado la mejor noticia de su vida. Así son los perros.

—La condesa Isabel me ha interrogado discretamente sobre ti.

Bernal había vuelto temprano y al descubrirme en la biblioteca se había sentado a acompañarme.

—¿Por qué? —pregunté cándidamente.

—Ponte en su lugar. No son buenos tiempos para aparecer de la nada. Los condes vigilan bien las entradas y salidas de la villa. Que tú hayas logrado burlar esa vigilancia levanta sospechas —dijo con serenidad.

—Pero me llevó al campamento real —objeté.

—Exactamente, deseaba ver tu reacción.

—¿Mi reacción? No te comprendo.

No se fiaba de mí, no podía criticarla por eso. Pero el hecho de que estuviera emparentada con un capitán de su ejército la hacía ser prudente.

—Quería ver algún signo que le revelara de qué bando estás —explicó—. Es una mujer muy astuta, de haber nacido varón hubiera sido un gran estratega. Su visión es más amplia que la del mentecato de su marido.

—Pero tú le sirves…

—Yo soy un soldado, Blanca, hago lo que se me ordena. Lo cual no quiere decir que lo comparta.

Tuve claro que yo no habría podido ser soldado. Cualquier intento de imponerme algo sin más desataba de inmediato mi vena rebelde.

—¿Y qué le has dicho a la condesa? —quise saber.

—Lo que acordamos. Que eras mi sobrina, que me habías traído noticias de mi hermano y todo eso.

—¿Y sobre el modo en que llegué?

—Ese punto me costó un poco más, no estaba preparado. Pero de pronto recordé lo que tú misma me contaste al conocerte, lo de que venías con unos corraxos.

—¿Qué son los corraxos? —le pregunté.

—Los peregrinos. Me pareció que era una buena idea. Los peregrinos van y vienen, así que no podría encontrarlos para interrogarlos después de tantos días. Además, los caminos no son muy seguros. Hay grupos de bandidos que merodean saqueando a los viajeros o violando a las damas, así que viajar con un grupo podría ofrecerte cierta protección. Le ha extrañado que no te acompañara algún sirviente y he tenido que inventarme que cayó precisamente a manos de unos malhechores a mitad del viaje.

Asentí, aunque no me quedé del todo tranquila, Bernal debió de notarlo porque añadió:

—De momento parece haber quedado satisfecha, pero ten cuidado y no des pasos en falso. Tu historia podría relacionarse con el oscurantismo y eso no es nada bueno. Aunque en Asturias creemos en las leyendas, ver a una encarnada y caminando tranquilamente por las calles no le gustaría a la Iglesia. —Hizo una pausa—. Y es muy poderosa.

Todo este tiempo no había sido realmente consciente. Existían peligros a mi alrededor en los que ni siquiera había pensado. Bernal me había cuidado y arropado desde mi llegada sin pedirme nada a cambio. Confortándome y protegiéndome. Noté el familiar cosquilleo en la nariz que precedía a las lágrimas, de modo que evité mirarle.

—Bernal, hay algo que me gustaría preguntarte.

Posó en mí aquellos hermosos ojos verdes, tan limpios.

—Adelante —respondió con calma.

—¿Por qué me estas ayudando? Apenas sabes nada de mí…

—Yo también podría preguntarte por qué aceptas la ayuda de un completo desconocido sin recelar.

Me encogí de hombros.

—Me fío de ti —contesté.

Cruzó los enormes brazos y levantó la vista de un modo que hubiera derretido un iceberg. Le miré con otros ojos por un fugaz instante, sintiendo la boca del estómago encogerse y la misma sensación trepando hasta mi garganta.

—¿No se te ha ocurrido pensar que quizás me siento atraído por ti?

Abrí la boca sorprendida, no había considerado esa posibilidad. Era remota, pero… factible, después de todo, yo era una mujer y él un hombre, y bastante apetecible para ser sincera. Yo cumpliría veinticuatro años en unos meses. Le calculaba a Bernal unos seis o siete más a lo sumo, un hombre en plenitud. Sin embargo, no creía que esa fuera su motivación. Había sido testigo de la química existente entre Constanza y él.

—Aunque me sentiría halagada sabiendo que un hombre como tú me tiene presente en sus pensamientos, no creo que esa sea la razón.

Sonrió bajando la cabeza. El tipo de sonrisa indescifrable que mantiene a salvo los corazones.

—Llegará el momento en que los dos tendremos que desvelar secretos. Hasta entonces, mi respuesta a tu pregunta es la misma que tú me has dado: me fío de ti. Por ahora es suficiente —añadió—. Y saca a ese perro tuyo a desfogar o no quedará una sola rosa en el patio. Nunca he visto a nadie cavar con ese ímpetu.

Reímos. Beo era generalmente un perro tranquilo y protector, pero bastante aficionado a enterrar tesoros, y el patio empezaba a parecer invadido por una cuadrilla de topos. Silbé y apareció de inmediato meneando su espesa cola. Salimos en dirección a la playa. Necesitaba correr. Como no teníamos pelota yo había improvisado una con trapos. Se la lancé varias veces, era incansable, podríamos haber estado así durante horas, pero una gaviota intentó adueñarse del juguete y Beo se lanzó frenético a perseguirla. Noté que alguien nos observaba a lo lejos. Empequeñecí los ojos para tratar de distinguir de quién se trataba. Solo alcancé a ver la impresionante silueta de Samuel Waters alejándose a toda prisa hacia el puerto.

Si el tiempo no existiera

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