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Capítulo 5
ОглавлениеASÍ TE VEN, ASÍ TE TRATAN
Bernal, que había pasado allí la noche, estaba de un humor estupendo cuando entró en el comedor para dar buena cuenta del abundante desayuno que se había servido sobre la mesa principal. Yo ya hacía rato que había abandonado mi confortable cama atraída por los olores que procedían de la planta inferior.
—Vaya… nada como una buena noche de descanso para elevar el espíritu ¿verdad, capitán? —dije con ironía.
—Desde luego —respondió tranquilamente ignorando la malicia de mi comentario y me pasó un bol con fruta—. ¿Uvas?
Negué con la cabeza, si las uvas que me ofrecía procedían de la parra del jardín serían algo ácidas.
—Y dime, Blanca, ¿eres siempre tan mojigata?
Dejé escapar una risita.
—No, es decir, creo que no lo soy, aunque no podría asegurarlo…
Bernal se inclinó hacia delante, estaba sentado frente a mí.
—Ah, claro. No recuerdas nada… —dijo sonriendo y a continuación bajó la voz como para hacerme una confidencia—: porque si no fuera así me lo dirías… ¿verdad?
Tragué saliva, no creía que fuera el momento más indicado para sincerarme y revelarle que creía que había llegado hasta allí saltando entre cuerdas temporales. Faltaban más de quinientos años para que se formulasen teorías al respecto. ¡Por el amor de Dios, si todavía no sabían ni que la Tierra era redonda! Al menos no los castellanos, claro que solo faltaban unos pocos años para que el huevo de Colón acabara por convencerles.
Un sonido de cascos sobre el empedrado de la calle me salvó de tener que dar más explicaciones, aunque la mirada del capitán no dejaba lugar a dudas. La conversación no estaba concluida, solo se posponía.
Beo, que hasta ese momento dormitaba a mis pies, se enderezó y emitió un gruñido ronco. La puerta se abrió y el ama de llaves, que yo había decidido bautizar como señora Danvers en honor al ama de llaves de Rebeca de Hitchcock, apareció con su gesto imperturbable y su pelo recogido en un impoluto moño tirante.
—Capitán Villa, ha llegado un emisario del palacio del conde —anunció.
—Gracias, Elena, hazle pasar.
¿Elena? Mrs. Danvers era mucho más apropiado e intrigante.
El mensajero resultó ser un joven de aspecto insignificante y gastadas botas polvorientas. Le entregó una carta lacrada que contenía un escueto texto. Por lo que pude ver, y os aseguro que me esforcé en ello, estaba firmada por la floreada letra de un tal Lope Cortés de Parres. Fiero defensor de Gixón y abuelo de Hernán Cortés, pero esa es otra historia u otro salto.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Se requiere mi presencia inmediata en el palacio condal. Tengo que irme —dijo levantándose de un salto—. Y tú no te muevas de aquí hasta que yo vuelva, ¿está claro?
Asentí. Sería fácil cumplirlo, en realidad no tenía ningún otro sitio a donde ir.
Salí al patio, el sol ya calentaba lo suficiente como para sentarse a disfrutarlo. Beo olfateaba los rosales con interés y tuve que detenerle cuando comenzó a hacer las veces de jardinero improvisado lanzando tierra a diestro y siniestro con las patas traseras. Le convencí a base de arrumacos. Entornó aquellos maravillosos ojos dorados con deleite.
—¡Blanca! ¿Has visto a Bernal? Ese hombre es incapaz de quedarse quieto.
La voz procedía del piso superior. Constanza estaba apoyada en la barandilla del corredor al que daban todas las habitaciones del primer piso.
—Ha tenido que ir a palacio —contesté elevando el tono de voz y colocando la mano a modo de visera sobre los ojos para evitar los rayos de sol.
—En ese caso… tendremos que buscar algo en lo que entretenernos. ¡Ahora mismo bajo! —dijo con su voz cantarina.
Estaba deslumbrante en un vestido de seda granate que acompañaba con una capa brocada, más bien ERA deslumbrante. Constanza Valeri cumplía con todos los requisitos físicos de una mujer italiana. Hermoso pelo oscuro ensortijado y un cuerpo que sin duda había hecho perder la cabeza a más de uno. Se había casado joven con un médico de cierta fama, lo que le había permitido vivir acomodadamente. Su esposo era un hombre de ideas avanzadas y compartió con su joven esposa su pasión por los libros, por lo que Constanza tenía unos conocimientos muy superiores a lo común entre las mujeres de la época. Era mujer decidida e inteligente capaz de defender sus derechos y hacer valer su posición lo que le había permitido administrar los negocios de su marido tras su muerte con habilidad.
Todavía no me había contado cómo y cuándo entró en su vida el capitán asturiano, pero en cuanto tuviera la mínima oportunidad pensaba someterla a un tercer grado. Me moría por conocer la historia. Tenía que reconocer que Bernal era un hombre con un atractivo poderoso. El tipo de hombre que parece protegerte hasta con su sombra y que tú deseas que te proteja. Era tierno, le había visto jugar con Beo a pesar de sus protestas iniciales, y comprensivo. Con una mente aguda, una risa contagiosa y unos músculos de acero puro. No me extrañaba nada las miradas nerviosas que generaba a su paso. Si yo misma no hubiera estado tan aturdida con mi propia situación hubiera temblado en su presencia.
—Estoy lista. —Me tendió una capa similar a la suya—. Andiamo.
En los últimos días me dedicaba a seguir a alguien la mayor parte del tiempo así que lo hice también en esta ocasión sin rechistar.
Llegamos al centro de la villa paseando. No parecía que estuviéramos sitiados, había actividad y no percibía signos de escasez. Se lo comenté a mi anfitriona a la que ya me apetecía llamar amiga.
—No te dejes engañar. La villa tiene la ventaja de estar abierta al mar así que no nos faltan víveres e incluso cosas menos imprescindibles. Pero si te fijas puedes ver la presencia del ejército por todos lados. Son guerreros bravos estos asturianos, todavía recuerdo el anterior intento del rey de acercarse a parlamentar —se rio—. ¡Lo recibieron a ballestazos! Los astures son gente noble y fuerte. Cuando deciden apostar por una causa lo dan todo, aunque sea una absurda como el empecinamiento del conde Enríquez en ser rey. Ese hombre nunca se cansa de conspirar, tiene una insaciable sed de poder y puedes estar segura de que acabaremos pagando las consecuencias de su ambición.
—¿Y cuál es la postura al respecto del capitán Villa?
Su rostro se iluminó de inmediato al escuchar el nombre.
—Bernal… es muy valeroso. Todo un héroe, sus hombres lo seguirían a ciegas hasta las puertas del mismísimo infierno, pero no está en su mano decidir. Los soldados cumplen órdenes, aunque los conduzcan a la perdición. —Dudó un momento antes de continuar—: Te ha tomado mucho cariño, ¿sabes?
Esperé a que prosiguiera, tenía curiosidad por saber a dónde quería llegar. Me agarró por el codo con suavidad, pero con firmeza instándome a seguir con el paseo.
—Es un hombre excepcional, hay pocos como él. —Hizo una pequeña pausa—. Y como podrás comprender, yo no voy a permitir nada que pueda perjudicarle, capisci?
Frené en seco para poder mirarla directamente. Estaba claro que era del tipo de mujeres que gusta de dejar las cosas claras y el chocolate espeso.
—Lo entiendo perfectamente, Constanza. Y te aseguro que no soy ningún peligro para él, ni para nadie.
—Bien. —Reflexionó por un momento—. En ese caso vayamos a visitar al sastre, necesitarás ropa.
Mi abuela solía decir: «Así te ven, así te tratan». De modo que me pareció muy buena idea lo de hacerme con un atuendo apropiado. Claro que yo era completamente insolvente y abusar de la generosidad de Constanza y Bernal, quien había insistido en que no reparáramos en gastos, me escocía un poquitín. Suspiré y me dejé llevar. No había remedio para ese punto por el momento.
No esperaba una boutique, pero el establecimiento de monsieur Dumont no tenía nada que envidiarle. Monsieur Dumont era un hombre bajito y con aspecto de ratón de campo. Con sus diminutos pies iba de un lado a otro de la tienda correteando, como si nada pudiera quedar fuera de su supervisión. Al vernos entrar se detuvo un momento.
—Madame Valeri, ¡qué inesperado placer veros de nuevo! ¿En qué puedo serviros?
—Veréis, esta joven es la sobrina del capitán Bernal Villa. —El ratón me observó con curiosidad profesional, ya debía de estar tomándome las medidas desde detrás del sólido mostrador de madera maciza—. Llegó hace poco con la idea de una breve estancia, pero este fastidio del asedio la ha obligado a permanecer más tiempo con nosotros y no tiene nada apropiado que ponerse para los meses que se avecinan.
—Entiendo. Ciertamente esta desafortunada situación nos trae de cabeza. —Carraspeó y se corrigió de inmediato nervioso. Quizás la sobrina de un capitán del ejército del conde encontrara justificada la revuelta y un buen comerciante debía ser neutral o al menos parecerlo—. Desafortunada porque aún no he recibido el cargamento de lana inglesa que estaba esperando, quería decir. Dios sabe que nuestro señor el conde Enríquez tiene en gran estima a Gixón y vela por nuestro bienestar.
—Desde luego, desde luego —replicó Constanza—, pero ya sabéis, monsieur, la política es tan soporífera para nosotras las integrantes del bello sexo…
Lanzó uno de sus teatrales suspiros, algo que complació por completo a monsieur Ratón.
—Sin embargo, aún tengo algunas reservas de exquisito terciopelo que guardo para ocasiones especiales como esta. —Nos guiñó un ojo—. Iré a por ellas ahora mismo.
—Qué necio, todo su cerebro es del tamaño de una castaña. ¿Sabes que ni siquiera es francés?
—¿En serio?
—Es inglés, de Portsmouth o algún otro terrible sitio como ese. —A Constanza le parecían terribles todos los lugares que no fueran Italia—. Pero decidió cambiarse el nombre, y la nacionalidad, para hacer prosperar el negocio. Llamarse Will Taylor no le pareció muy comercial. Y lo cierto es que le fue bien con el cambio, antes del sitio muchos se desplazaban desde otras partes del Reino para venir a verle y lucir sus diseños. Tengo que reconocer que tiene cierto talento.
El hombrecillo apareció seguido de un aprendiz delgaducho que cargaba inestable unos cuantos rollos de terciopelo de preciosos colores otoñales, verde, azul noche, algo de granate y un amarillo oscuro parecido a la mostaza de Dijon. Se dispuso a extenderlos sobre el mostrador cuando el tintineo de la campanilla de la puerta reclamó su atención. Un nuevo cliente había entrado en la tienda. Monsieur Ratón no podía mirar por encima de nuestros hombros para ver de quién se trataba puesto que tanto Constanza como yo le sacábamos unos cuantos centímetros, así que recuperando su nerviosismo habitual correteó hasta el extremo del mostrador para poder averiguarlo.
—Monsieur Waters, mon ami! Sed bienvenido de nuevo a mi humilde establecimiento. Hacía tiempo que no tenía el gusto de veros. —El sastre gorjeaba como un pajarillo satisfecho.
Como movida por un resorte Constanza giró sobre sus talones con el ademán grácil que acompañaba cada uno de sus movimientos. Yo hice lo propio, bastante menos grácilmente, para toparme de lleno con los ojos azul océano de la taberna. Visto de cerca resultaba aún más perturbador, tenía una mirada cautivadora y la costumbre de clavarla en quien tenía delante con intensidad. Era bastante alto y fornido, lo que hacía que Dumont pareciera todavía más diminuto en comparación, aunque no tanto como Bernal. Se había echado el cabello hacia atrás con la mano al entrar dejando que los rubios rizos acariciaran su cuello. Goteaba, supuse que el orbayu habría vuelto a aparecer como le gustaba hacerlo, por sorpresa. Nos miró con interés mientras el sastre parloteaba sin cesar. Se me aceleró el pulso.
—… y por supuesto, debéis conocer a estas encantadoras damas —estaba diciendo Dumont, ninguno parecíamos estar prestándole atención, así que carraspeó para hacerse notar.
—Pardon, monsieur —dijo Waters con un depurado acento francés—. ¿Me decíais?
Monsieur Ratón se nos acercó y con un gesto exagerado se dispuso a hacer las oportunas presentaciones.
—Madame Valeri y mademoiselle Villa, les presento al señor Samuel Waters. Un caballero con un gusto impecable para vestir, he de añadir.
El sastre se hinchó satisfecho como un gorrión con su miga de pan. Era evidente que se creía pieza fundamental del aspecto de Waters que esa mañana había cambiado el exótico atuendo de la taberna por una elegante chaqueta de excelente paño de color azul que resaltaba aún más sus ojos. Bajo la misma asomaban una camisa blanca y unos pantalones que me parecieron de cuero dibujando unos muslos fuertes y largos.
«Toda una rock star o una sex bomb, según se mire…», pensé.
Waters me miró desde detrás de un mechón rubio y mojado que se había escapado de su control como si fuera capaz de leer mis pensamientos. Tragué saliva.
Constanza se inclinó en una sutil reverencia. Traté de imitarla, lo mejor que pude. Samuel Waters la correspondió con cortesía tomándola de la mano para besarla. Rezaba para que no cogiera la mía, estaba sudando desde que le había visto entrar, pero lo hizo y al hacerlo se detuvo un fugaz instante. El tiempo justo para susurrarme algo.
—Creo haber visto antes esos ojos en un lugar menos recomendable. —Levantó los suyos para mirarme con picardía a través de las largas pestañas rubias—. Y yo nunca me equivoco.
Retiré la mano azorada y me volví hacia la signora Valeri. No sabía dónde meterme. Aquel hombre era la proporción áurea con patas.
—Constanza, me siento un poco fatigada. Me vendría bien un poco de aire fresco. —Fue un milagro que me saliera la voz.
¿Fatigada? A quién quería engañar. La proporción áurea se estaba cobrando una víctima. Eso era lo que realmente pasaba.
—Desde luego, cara mia. Te has puesto pálida. Monsieur Dumont, ¿tendría la amabilidad de visitarnos en mi casa para tomar medidas y escoger las telas? —indicó con actitud resuelta.
—Será un placer, madame. Mañana mismo pasaré a verlas.
Una media sonrisa se dibujó en los carnosos labios de Sam Waters. No tardaría en descubrir que era un gesto habitual en él.
—Espero volver a verlas pronto, madame Valeri. Su presencia es un rayo de sol en este otoño —declaró mientras nos miraba con bastante más descaro de lo que un caballero debería hacerlo. Claro que, ¿qué otra cosa podía esperarse de un pirata?
Salimos antes de que me desmayara. Y esta vez estaba segura de que no era para saltar.
—¿Te sientes mejor, querida? He oído decir que hay una epidemia de este mal extendiéndose entre las damas de la villa —aseguró Constanza.
La miré extrañada y ella se inclinó hacia mí con complicidad.
—Así es, lo llaman el mal de Waters. Desde que ese diablo de Harry Paye puso sus pies en el puerto acompañado por su apuesto primer oficial los desmayos y suspiros no han cesado. ¡Hasta he visto casos de una gravedad extrema! —Dejó escapar una risita y bajando aún más el tono se acercó a mi oído—: No te culpo por sentirte indispuesta en su presencia. Ese hombre lleva el peligro escrito en su cara y eso resulta taaaaan excitante.
Decidí no seguir con el tema, Constanza era una mujer de mundo y cualquier cosa que dijera la conduciría a la verdad que yo no quería reconocer: que estaba cayendo en las redes del pirata con todo el equipo. Y en mi situación un enamoramiento no podía hacer más que acrecentar mis problemas. En cualquier momento podía ocurrir, simplemente desaparecer y volver a mi aburrida vida anterior. A mis sábados devorando películas de cine clásico hasta tener los ojos rojos, a mi empleo casi de subsistencia y a mi ¿vida amorosa? ¿Tenía de eso? No desde el último capullo. Sacudí la cabeza para alejar esos pensamientos y me concentré en el momento, el aquí y ahora. No tenía más.
Pasamos el resto de la mañana paseando por la plaza donde compramos unas manzanas de buen tamaño y aspecto áspero pero deliciosas y jugosas. Nos acercamos también a la playa, que ocupaba una extensión considerablemente mayor en este siglo que en el mío. Ya se sabe que al mar hay que pagarle lo que se le roba y en vista de la cantidad de arena que le habíamos robado nos cobraría una nada desdeñable suma. La brisa me sentó bien.
Constanza seguía al pie de la letra los consejos médicos de su difunto marido y entre ellos se encontraba la recomendación de respirar con frecuencia aire de mar. Yo dudaba mucho que Enrico supiera lo que eran el ozono y los oligoelementos que se encuentran en la brisa marina, pero lo que estaba claro era que el médico milanés había llegado a muy acertadas conclusiones sin conocerlos.
—Enrico era un hombre culto —empezó a contarme de pronto con la mirada puesta en las aguas del Cantábrico que hoy tenían un hermoso color verde azulado—. Bien es verdad que era bastante mayor que yo y no especialmente agraciado, pero no es menos cierto que sus maneras eras corteses y dulces. Procedía de una noble familia…
Me pareció que cambiaba rápidamente de tema al mencionar a la familia de su esposo como si temiera que fuera a escapársele algo que no quería compartir. Se mordió el labio inferior un instante para luego proseguir como si tal cosa acompañando con gestos su chispeante acento.
—Había viajado mucho en su juventud. ¡Hasta llegó a ser médico de la corte en Asia! Decía que allí el cuerpo se curaba desde el espíritu porque toda afección que se manifestaba externamente tenía su origen en un problema interior. Que tan importante era el cuidado de la carne como del alma… pero te estoy aburriendo con mi cháchara, perdóname, cara.
Enrico parecía haber sido un hombre interesante. Cultivado, atento y, por lo visto, enamorado hasta las trancas de la italiana. ¡Lo que le hubiera gustado a Federico Fellini esta pareja! La insté a continuar.
—No, por favor, sigue contándome.
—Está bien, pero luego no te quejes —se rio—. Me reveló que el silencio nos prepara para el conocimiento interior y que todos los dioses residen en nosotros mismos y en la madre naturaleza.
Me sorprendió escucharla hablar del tema con tanta naturalidad, no creía que esos conocimientos fueran bien acogidos en la sociedad de la época dominada por un concepto religioso más basado en el miedo que en la armonía de los elementos. En eso no habíamos avanzado gran cosa. Aunque en mi siglo la religión que el mundo profesaba era otra, seguía llevándose fatal con cualquier tipo de armonía natural. Pareció leerme el pensamiento porque agregó:
—Claro que nunca se me ocurriría hablar de esto en público. Enrico se cuidaba mucho de desvelar ciertos temas, sobre todo siendo como era médico del Papa. Que Dios tenga en su gloria. —Se volvió para mirarme con sus profundos ojos oscuros—. De repente he sentido que lo entenderías. Quizás la intuición de Bernal acierte y seas un pequeño angelo.
Me puso la mano en la mejilla con ternura y emprendimos el camino de vuelta a casa. Era extrovertida y sumamente alegre, el tipo de persona que inspira confianza. Me sentía a gusto en su compañía. Aunque me resultaba extraño que hubiera mantenido tanto misterio en torno a la familia de Enrico y en cambio hubiera compartido detalles bastante delicados, al menos a mi entender.
Mientras caminábamos recordé lo que me había contado. De modo que Enrico había sido nada menos que médico ¡de un Papa! Pero ¿de cuál? Lo bien que me habría venido mi móvil en ese momento para buscarlo en san Google y para ir anotando todo lo que iba descubriendo. Era tan fascinante que no deseaba olvidarme de nada y yo no era precisamente conocida por mi memoria de elefante.
Bernal nos esperaba en casa dando vueltas de arriba abajo como un gran león enjaulado.
—¿Se puede saber dónde os habíais metido? —se dirigió a mí con gesto serio o quizás sería más exacto decir que rugió—. Te dije que no te movieras de aquí.
—Vamos, Bernal, hemos ido a dar un paseo, necesitábamos aire fresco —medió Constanza intentando aplacarle—. Hemos ido a ver a monsieur Dumont y nos hemos encontrado con el signore Waters allí.
—¡Ah! ¡Estupendo! Ahora sí que me quedo más tranquilo. —Alzó los brazos al cielo—. O sea que os habéis paseado tan tranquilas por los lugares más concurridos de la villa y además habéis confraternizado con la piratería… Pero ¿se puede saber en qué estabais pensando?
—No creo que sea para tanto… —señalé.
Se volvió hacia mí, estaba realmente furioso.
—No lo crees, no lo crees… ¿y qué sabes tú para emitir ese juicio? ¿Sabes acaso dónde estás? ¿En qué momento? ¿Los peligros que acechan? —Se dejó caer en la butaca que le gustaba, en la que le había visto leer.
—Lo siento, no pensé…
Su reacción me hizo replantearme mi perspectiva. En el fondo tenía toda la razón, yo no tenía ni idea acerca de nada de lo concerniente a lo que me rodeaba. Él sacudió la cabeza mirando al suelo.
—Perdonadme vosotras, me he puesto muy nervioso al no encontraros en casa.
—Cuéntanos qué ha pasado en palacio —preguntó Constanza con dulzura mientras apoyaba su mano en el fuerte hombro de Bernal.
—El rey Enrique ha enviado emisarios al conde. Le ofrece una tregua. El invierno se acerca, y parece que va a ser frío y lluvioso. El rey tiene miedo de quedar aislado de la meseta. Un ejército de ese tamaño es imposible de abastecer si se cierra el paso de Paxares. Además, según cuentan nuestros espías, la enfermedad ya ha hecho acto de presencia en el campamento real. No le queda más remedio que pactar.
—¿Tan grande ese es ejército que envía a sitiar una villa tan pequeña? —quise saber.
—Cuatrocientos hombres de armas y dos mil peones y ballesteros frente a los cien hombres de armas, cuatrocientos escuderos y cien ballesteros, amén de los mercenarios que el conde Enríquez ha logrado reunir.
—Y nada tienen que envidiar a las huestes reales —agregó Constanza—. Hasta ahora han impedido cualquier avance de los castellanos. Son muchos los que han muerto en nombre del rey. Nuestras fuerzas son muy hábiles con las ballestas, flechas y truenos.
—Sí, aun cuando han lanzado proyectiles al centro de la villa no nos hemos amilanado. No obstante, veo con buenos ojos una tregua —opinó Bernal—. Las murallas resisten y la moral es alta, pero el rey Enrique no es ningún tonto. Ese crío tiene cojones y no va a permitir que las pretensiones de su tío lleguen a buen puerto. No debemos olvidar que por sus venas corre sangre de Enrique II, el bastardo, que fue capaz de cortarle la garganta al legítimo rey Pedro I con tal de sentar su culo en el trono.
Me estremecí al pensar en la escena. Aquello era muy Juego de tronos, solo que no se trataba de ficción, sino de la cruda realidad. Quizás mi abuela había sido demasiado optimista pensando que yo podría integrarme en el entorno al que me llevara mi salto. La mayor cantidad de sangre que yo había visto junta había sido cuando me había cortado la yema del dedo con un cuchillo jamonero. Monté un drama griego. Supongo que a las personas que vivían en esta época les hubiera parecido un rasguño.
—¿Y ahora qué va a pasar? —Necesitaba averiguar todo lo que pudiera por impactante que me resultara.
—El conde ha dispuesto que un grupo de leales le acompañe al campamento real. Diría que simplemente quiere ganar tiempo para pensar, pero lo cierto es que la tregua desgastará menos a sus tropas y sus fondos para financiarlas. Tendré que acompañar a Lope Cortés y otros a parlamentar.
—¿Y los piratas?
Me miró extrañado por la pregunta.
—Esos malditos piratas no se irán, están demasiado cómodos teniendo a Gixón como base para sus negocios mientras saquean el resto de la costa norte. Aunque el conde nos les pagara ya habrían obtenido pingües beneficios solo con esas incursiones.
—¿Cuándo tienes que partir? —preguntó Constanza, que se había mantenido muy callada escuchando la explicación de Bernal.
—Mañana después del oficio por Todos los Santos… qué apropiado —añadió con ironía—. Pero, antes, la condesa desea ofrecer una cena a los castellanos. Supongo que para alardear de lo bien servida que está su mesa a pesar del cerco. Quiere hacer una demostración de fuerza. —Nos miró a ambas—. Y, por cierto, ha pedido que asistáis.
—¿Las dos? —pregunté alarmada.
—Te dije que la villa era pequeña y vuestra pequeña excursión de esta mañana ya habrá llegado a sus oídos. La condesa tiene muchos ojos a su servicio. Sabe que hay una noble alojada en esta casa y desea conocerla.
—¡Pero no puedo ir! ¡No estoy preparada!
—No tienes elección —sentenció.
Como por arte de magia, el ama de llaves apareció en la puerta, que habíamos dejado solo entornada, y la golpeó con suavidad para hacer notar su presencia. Nadie iba a convencerme de lo contrario, aquella mujer era una reencarnación de la señora Danvers. La puerta se abrió y entró con un refrigerio. Llevábamos un rato en la sala y supuso que estaríamos hambrientos. Sin embargo, comer no era una prioridad en aquel momento y, para ser sincera, a mí se me había cerrado el estómago.
—Elena, acompaña a doña Blanca al vestidor. Yo iré en un momento —ordenó Constanza.
No tenía escapatoria, así que la seguí hasta el piso superior. En cuanto se quedaron solos se sentó junto a Bernal. Él miraba el fuego pensativo.
—¿Crees que es prudente que vaya? —le preguntó.
—¿Qué quieres decir?
—Podríamos dar una disculpa, que está indispuesta… no sé. —Se levantó para acercarse a la ventana—. Bernal, no la conocemos bien y la situación es delicada.
—Demasiado tarde, la condesa no va a aceptar una disculpa.
—¡Pero habrá castellanos y otras gentes de las que cuidarse! ¿Quién es Blanca? ¿Por qué ha aparecido de la nada? ¿Tiene algún papel en esta historia?
—Constanza. —Él cogió sus manos envolviéndolas por completo—. Me fio de ella. No me preguntes la razón, ni yo mismo la conozco, pero lo siento aquí dentro. —Se tocó el corazón.
La italiana bajó la mirada.
—Te recuerda a ella…
—Ella está muerta —respondió el capitán en tono sombrío— y enterrada.
—Está bien, iré a prepararla entonces.
Y sin mediar una palabra más se dirigió a la puerta.