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Capítulo 11

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PREPARANDO UNA INCURSIÓN

—Llegáis tarde, señor Waters.

El capitán Paye estaba enfrascado en revisar un montón de papeles y cartas de navegación.

—Lo siento, capitán. Me ha demorado un asunto pendiente.

Paye siguió revolviendo entre el montón de papeles y simplemente preguntó:

—¿Asunto solucionado?

—Desde luego, señor. —Esbozó una media sonrisa y adoptó una posición de reposo castrense con las manos a la espalda y las piernas ligeramente separadas.

Arripay siguió sin mirarle.

—¿Y, por casualidad, ese asunto tenía… faldas?

Sam carraspeó.

—Ejem… es posible, señor.

El corsario soltó una tremenda risotada y palmeó la espalda de su primer oficial con tanta fuerza que este se dobló hacia delante. Arripay era un portento físico.

—Así me gusta, muchacho —le dijo, aunque la diferencia de edad entre ambos no era mayor de unos cinco años—. Deja el pabellón bien alto. ¿Quién era ella? Te vi con la sobrina del capitán Villa durante la recepción. Muy frágil para mi gusto, pero así no tendremos que pelearnos por una mujer.

Waters carraspeó.

—Preferiría no desvelar la identidad de la dama, por caballerosidad. Pero no, no se trata de mademoiselle Villa.

—Está bien, pero ya sabes que las hazañas contadas saben el doble mejor —se rio de su propia ocurrencia. Le gustaba conocer los detalles de la vida de su tripulación. De acuerdo con el código pirata, el capitán era elegido democráticamente, cada hombre tenía un voto. En esas circunstancias conocer los entresijos de la vida de cada tripulante podía resultar más que beneficioso para quien pretendiera mantenerse en el puesto. Y Arripay no pensaba soltarlo. Se atusó la cuidada barba—. He estado pensando en un negocio que podría salirnos muy bien. Los castellanos mantienen una discreta vigilancia, pero no sería tan complicado alcanzar el puerto de Fisterra. Hasta mis oídos ha llegado que la iglesia de Santa María das Areas guarda un tesoro muy apetecible.

Los ojos le brillaron ante la perspectiva de apoderarse de él.

—Es peligroso, señor. Si nos interceptan nos veríamos en problemas.

—¿Y cuándo no hemos estado metidos en problemas? ¡Somos piratas!

—Esta vez sería distinto, defendemos la postura de un traidor al rey de Castilla. Puede que nuestro propio monarca no quiera mediar si somos detenidos. No creo que merezca la pena correr el riesgo.

—Estamos hablando de un crucifijo muy valioso. Sería un gran golpe, el crucifijo es venerado en todo el país. Y su valor es cuantioso. Podríamos venderlo por una fortuna. O fundirlo.

—Razón de más para ser prudentes, capitán. Levantaría las iras del poder eclesiástico también. Presionarían al rey. Esperemos a que el conflicto del conde Enríquez se resuelva y luego decidiremos lo que hacer.

—¡Pero lo tengo todo pensado! —Desplegó un gran mapa sobre la mesa y señaló con el dedo la serpenteante silueta de una vía fluvial—. ¡Mira! El río Ulla es navegable. Podemos usar uno de los barcos pequeños en lugar del Mary. Nos adentraríamos a través del canal y seguiríamos por tierra. De ese modo les pillaríamos completamente desprevenidos.

Samuel le miró y señaló otro punto en el mapa.

—Os olvidáis de esto…

Arripay dirigió su mirada hacia el punto que su primer oficial había marcado. La antigua fortaleza de Castellum Honesti en Catoira. Construida, originalmente, para cerrar el paso a las incursiones vikingas y sarracenas hacia Santiago de Compostela contaba con un par de torres que formaban parte de una red con la que comunicar amenazas a otras poblaciones. No sería complicado que hicieran llegar la noticia de la presencia de piratas hasta la Torre de San Sadurniño y de ahí a las inmediaciones del cabo de Fisterra. Demasiado expuesto, demasiados escollos.

El capitán Paye se paró a pensarlo, su instinto pirata le impelía a salir al mar. Además, parte de su acuerdo con el conde incluía que el puerto les sirviera de base para incursiones en la costa, pero el ataque a Fisterra levantaría más ampollas que los simples saqueos a poblaciones costeras. El riesgo le atraía, estimulaba su sangre. Por eso había nombrado a Waters primer oficial, necesitaba a alguien de confianza y con una perspectiva más práctica y menos pasional que la suya para refrenar sus instintos. Empezaba a sentirse como un tigre enjaulado, pero sabía que su oficial tenía razón. Hay que conocer hasta dónde se puede llegar si uno quiere conservarse con vida y para la media de la profesión Arripay era muy longevo. Por fin, movió su pesada cabeza y suspiró.

—Está bien, señor Waters, me parece conveniente. Esperemos. No creo que esto dure mucho —dijo respirando profundamente-—. Y ahora comamos, esta inactividad me está dando un hambre de mil demonios.

Le invitó a sentarse y a compartir una botella de brandy francés. A pesar de su aspecto rudo, Harry Paye era un sibarita y gustaba de incluir en su mesa exquisiteces culinarias. Comieron despacio, deleitándose en los sabores y las texturas. El cocinero del barco era un francés hosco y protestón, pero con muy buena mano para las artes culinarias. Paye lo había alistado por la fuerza en una de sus campañas por las costas bretonas. El otro, sin familia y sin fortuna, había acabado por sentirse cómodo en el Mary. En ocasiones, el capitán le amenazaba con devolverle al mismo estercolero francés en el que le había encontrado y era entonces cuando Alain desplegaba toda su magia entre los fogones para convertir cualquier cosa en un manjar. Hoy debía de sentirse especialmente inspirado porque pese a que hacía rato que se sentía saciado Samuel no podía dejar de comer.

—Prueba el dulce de membrillo con queso —le animó Arripay—. Este queso asturiano huele a pies, pero su sabor te hace llegar al cielo más rápido que la teta de una novicia.

Era cremoso y verde y con tanta fuerza que picaba, pero adictivo. Cuando terminaron, el capitán se tumbó en la cama de su camarote. Aquel pantagruélico festín iba a necesitar horas de digestión. Sam salió y le dejó echarse una siesta, una costumbre española que habían abrazado con entusiasmo. Él mismo se hubiera echado a dormir puesto que la combinación de vino y comida le estaban produciendo sopor, sin embargo, prefirió dar un paseo. La tarde era fresca y le despejaría la cabeza.

Desde luego no cabía duda de que la villa era pequeña, Gixón crecería mucho en los siglos venideros, pero ahora mismo era bastante complicado no toparse con alguien conocido a cada paso. Yo había insistido en salir sola a pesar de las recomendaciones de Bernal y Constanza que, tras las preguntas de la condesa, no veían con buenos ojos que abandonara la protección de los muros de la casa. Sin embargo, me ahogaba entre ellos. Había tenido que ocuparme de mí misma desde hacía mucho tiempo, pero ahora no tenía ninguna preocupación doméstica o cotidiana. Mi ropa estaba limpia, mi habitación aseada y siempre había alguien cuidando de que hubiera algo delicioso sobre los fogones. Además, la tregua ya era una realidad a pesar de que el objetivo del conde de Noronha seguía intacto y había partido hacia Bretaña con el fin de reclutar más mercenarios. La plaza bullía, el trasiego de gente era constante y los comerciantes intentaban atraer a gritos a la posible clientela. Todos parecían haberse contagiado de la nueva situación y respiraban aliviados.

Pasé por delante del pomposo establecimiento de monsieur Dumont, por lo que parecía acababa de recibir el tan esperado cargamento de lana inglesa y daba instrucciones a sus ayudantes. De la panadería salía un olor delicioso. Me di cuenta de que había salido con tanta prisa que apenas había comido. Al ser un puerto de mar, la pesca era fresca y los puestos exhibían las capturas del día de un color brillante. Todavía quedaban algunos tenderetes con mercancía. Divisé la casa del Gremio de Mareantes. Muy cerca estaba el establecimiento que buscaba. Constanza había comentado la existencia de la tiendecita de un librero. Tenía ejemplares raros y si gozabas de su confianza hasta podía mostrarte textos prohibidos, la Iglesia actuaba con mano férrea a la hora de controlar el conocimiento que llegaba al pueblo. Un pueblo instruido cuestionaba, preguntaba y era menos crédulo, y eso mermaba su poder. En ese entorno el librero debía extremar precauciones. Mi intención era empezar a buscar información que me permitiera resolver el entuerto en el que estaba metida. Quizás el librero hubiera oído algo sobre saltadores. En algún lugar debían existir registros, datos, algo a lo que aferrarme. Mi abuela me había contado que hubo otras antes que ella, remontándose hasta tiempos inmemoriales de nuestro árbol genealógico. Me preguntaba cuántos saltadores habría y cuál sería la característica que compartían. No me consideraba especial en ningún aspecto, así que era difícil saber qué era lo que marcaba la diferencia con el resto de los mortales. Le estaba dando vueltas a cómo podía plantear mi petición al librero sin levantar sospechas ni comprometerle cuando me crucé con él.

—Mademoiselle Villa, qué placer volver a veros —me dijo mientras me tocaba el codo con suavidad. Me estremecí al sentir su contacto, pero me aparté con rapidez.

Había recuperado las pomposas maneras medievales con las que adornaba su condición de pirata y caballero y con ello se había esfumado la cercanía del tuteo.

—No puedo decir lo mismo, señor Waters.

En su rostro se dibujó una deliciosa sonrisa canalla que me encantó, muy a mi pesar.

—¿Me guardáis rencor por nuestro último encuentro?

—No os creáis tan importante. El mundo no gira a vuestro alrededor.

A mí misma me resultaba sorprendente escucharme. Se me habían pegado los modismos de la época en tan solo unos días. Lo cierto es que me esforzaba por desentonar lo menos posible, eso me mantenía a salvo de preguntas indiscretas y dado que no teníamos las respuestas (ni queríamos darlas) me convenía mucho.

Río y me di cuenta de que era el sonido más bonito que había escuchado en mucho tiempo. Procuré componer un gesto de indiferencia mientras seguía rebuscando entre los libros. Encontré una pequeña copia de El libro del buen amor. En el colegio me había parecido un tostón de cuidado, pero en aquel momento me resultó casi premonitorio, el tiempo cambia la perspectiva de las cosas. La abrí con cuidado temiendo dañarla, aunque no conseguía concentrarme teniendo a Samuel tan cerca. Estaba pegado como una lapa. Aquel hombre no conocía el respeto hacia el espacio personal.

—Una elección interesante —dijo arreglándoselas para mirar por encima de mi hombro, lo que no le resultó difícil, ya que calculé que medía cerca de metro noventa.

Le ignoré por completo, o al menos lo intenté, y seguí examinando el libro, no tenía pinta de marcharse. Medio escondido entre libritos religiosos, cantares de batallas y cuentos de juglares, descubrí una especie de cuadernillo, apenas unas cuantas hojas cosidas con mimo y con una caligrafía florida pero legible. Estaba en latín. Yo no había traducido un texto desde el instituto, sin embargo, a medida que intentaba descifrarlo, empezó a resultarme familiar.

Me había olvidado, por un momento, de la presencia de Samuel. Estaba completamente absorbida por mi tarea. Pasaba el dedo por las líneas como si estuvieran escritas en braille y fueran a hablarme. La voz profunda y armoniosa de Sam resonó a mi espalda, tan cerca de mi pelo que lo movía como si fuera una cálida brisa de primavera.

—En cuanto oí mi primera historia de amor empecé a buscarte, sin darme cuenta de que la búsqueda era inútil. Los amantes no se encuentran por el camino, están ya en el alma de cada uno desde el principio.

Me volví todavía con el cuadernillo entre las manos, casi sin aliento, aunque el suficiente para preguntarle.

—¿Qué quieres de mí?

Pareció sorprendido.

—Solo pretendía ayudaros con la traducción.

—¿En serio? —Estaba realmente enfadada—. Lo encuentras divertido, ¿verdad?

De repente había perdido todo mi acento medieval y volvía a ser la Blanca de siempre.

Cruzó los brazos y se apoyó en una estantería. Temí que se derrumbara porque su aspecto era bastante frágil y Samuel corpulento.

—¿A qué os referís?

—A jugar conmigo —le espeté clavando mi dedo índice en su hombro. Le hubiera abofeteado allí mismo, pero el librero ya nos miraba con recelo.

Dejé el cuadernillo sobre una mesa y salí con decisión. Me siguió. Yo avanzaba a zancadas, pero sus piernas eran más largas y no le costó alcanzarme. Me cogió por el brazo.

—¿Tan mal concepto tenéis de mí?

—El que tú has ayudado a forjarme —dije entre dientes—. Y ahora suéltame.

Emitió un pequeño ruido a medio camino entre el gruñido y una sonrisa triste.

—Sí, supongo que doy esa imagen.

Me soltó, pero se quedó mirándome. Yo no comprendía nada. La atracción entre nosotros era real y tan palpable que habríamos podido encender una hoguera solo con la chispa de nuestras miradas al cruzarse, por no hablar de lo que ocurría cuando nos tocábamos. Eso sí que era una sacudida en toda regla. Ninguno de los dos se había movido ni un centímetro, parecía que estuviéramos pegados al suelo.

—Solo quise ser sincero con vos, Blanca. Por si no lo habíais notado, soy un pirata.

—No pensaba que tuvierais tantos escrúpulos… —comenté con ironía.

—Hasta el más odioso de los hombres tiene principios.

—¿Ahora vas a darme una clase magistral de filosofía? —Puse los ojos en blanco.

—No lo entiendes, ¿no es así? Intento protegerte —dirigió la mirada a sus pies y jugueteó con un guijarro.

Él también cambió su tratamiento y pasó a tutearme reforzando la idea de que se había establecido, de nuevo, una tangible intimidad entre ambos.

—¿De qué? —Le levanté la barbilla obligándome a mirarme.

—De mí.

Tiró de mí y me condujo hacia un callejón estrecho y oscuro, más discreto. Me colocó con la espalda apoyada en la pared midiendo con cuidado la presión del abrazo que mantenía su cuerpo pegado al mío. Aquello era más de lo que yo podía soportar. Me puse de puntillas para poder alcanzar sus labios y le besé. Un beso tierno, apenas un ligero roce sobre sus labios, como el aleteo de una mariposa.

—No necesitas protegerme de nada. Soy una mujer adulta.

Cogió mi mano y besó la palma.

—No soy bueno para ti —insistió—. Vivo en el mar. Hoy estoy aquí, pero mañana puedo partir. Esto podría hacerte daño, Blanca, y no me lo perdonaría.

—No me asusta.

Era mentira, estaba muerta de miedo, pero no quería que eso me impidiera sentir lo que en ese momento estaba sintiendo.

Su respiración se volvió irregular, sus pupilas brillaban. Pasó delicadamente un dedo por mis labios y acercó su rostro al mío.

—Pues debería —dijo casi en un susurro. Levantó mi mentón y se demoró haciéndome desear un beso que no llegó.

Me sentí frustrada y me pregunté si había hecho un esfuerzo por controlarse o pretendía volverme loca. Me hervía la sangre. Quizás tuviera razón, después de todo, y yo no estuviera preparada para jugar a este juego. Samuel Waters era el agua que deseaba que bañara todo mi cuerpo despertando cada centímetro. Y eran aguas turbulentas, ya me lo había advertido.

—Y ahora te acompañaré a casa. ¿No es eso lo que hacen los caballeros decentes?

Pues vaya momento más genial que había elegido para reformarse y dejar de ser un desvergonzado. Justamente cuando me encontraba a mí y me ponía a mil.

Aquella noche no pude conciliar el sueño. Ni el familiar ronquido de Beo conseguía calmarme. Las primeras luces del día me encontraron con los ojos como platos y la cabeza como un bombo. La noche es mala consejera y para más inri me había dado por ponerme a hacer un repaso a mi historial amoroso.

El último era un buen tipo. No, no…, ese fue el penúltimo, sobre el último mejor correr un tupido velo. Marcos, el penúltimo, era un buen tipo, pero no se encontraba en el momento adecuado. Acababa de divorciarse y seguía un poco colgado de su ex, así que me tocó ejercer más de terapeuta que de pareja. Tenía remordimientos por pensar en dejarle, pero ¡Dios!, si no lo hacía acabaría con mi salud mental. Y, por otro lado, necesitaba desesperadamente un buen polvo. Yo era tan buena escuchando, tan comprensiva, tan idiota, en definitiva, que él acababa llorando sobre mi hombro cada vez que nos veíamos y dejándome con las ganas porque Marcos estaba cañón. Y yo, con mi mala suerte habitual, no iba a poder beneficiarme de ello. La nuestra fue una ruptura un poco complicada porque él empezaba a tener un pelín de dependencia emocional.

Fue, precisamente, esa premura física la que hizo que acabara en los brazos de David, el último. David era el negativo de Samuel, de pelo oscuro, muy moreno de piel y con unos ojos negros como pozos en los que hundirse. Y vaya si me hundí. Era un portento en la cama. Ya se sabe que el conocimiento se perfecciona con la práctica y él había practicado… mucho. El problema era que seguía practicando y no siempre conmigo. Supongo que el universo pensó que sería muy egoísta por mi parte tener la exclusiva, lo que ocurre es que a mí se me da un poquito mal compartir. Tengo que reconocer que estaba coladita por él, a pesar de todo, y que fue él quien puso fin a la relación cuando dejó de contestar a mis llamadas. ¿Habría tenido algo que ver en esto el maldito karma? ¿Estaría haciéndome pagar por mi plantón a Marcos? Ni idea, pero el destino había decidido premiarme poniendo en mi camino a Samuel Roland Waters… De lo que no estaba segura es de si se trataría de un premio envenenado.

Samuel era un típico caso de una de cal y otra de arena. Especialista en calentamiento global y en retiradas a tiempo. Me estaba volviendo loca. Justo cuando parecía que yo le atraía plegaba velas y me salía con esa monserga sobre «voy a hacerte daño». ¿Se estaba curando en salud? Es decir, si yo seguía algún tiempo más en este siglo iba a ser inevitable que algo terminara ocurriendo entre nosotros. Llegué a la conclusión de que su «quiero protegerte» era un eufemismo de «no quiero comprometerme, pero voy a hacerte desearme tanto que eso te va a importar un bledo». Si le hubiera tenido delante le habría estrangulado… lentamente. Probé a practicar con la almohada.

—Maldito cabrón inglés engreído —farfullé mientras saltaba de la cama. Beo se estiró con calma. Primero las patas delanteras, luego las traseras y un gran bostezo para terminar con su ritual.

Bajamos a desayunar y entre los dos arrasamos con todo lo que nos sirvieron. Bernal nos miraba devorar estupefacto.

—Blanca, no creo que se acabe la comida. Puedes dejar de engullir como un oso preparándose para hibernar.

Aunque en el siglo XIV no lo sabían, el estómago cuenta con tantas terminaciones nerviosas que dicen que es un segundo cerebro. Era incapaz de controlar la actividad del primero, así que esperaba calmar al segundo atiborrándolo de comida. Cuando tragué la última uva me sentía como un pavo relleno. Me recosté en la silla con las manos cruzadas sobre la prominente barriga. Tengo que reconocer que me estaba acostumbrando con rapidez a ciertas ventajas que la época ofrecía, como que importara un pepinillo tener las piernas llenas de pelo o que las curvas fueran no solo bien recibidas, sino aplaudidas con entusiasmo. De hecho, empezaba a sentirme un tanto voluptuosa y me gustaba. Mientras tanto, Bernal había esperado pacientemente a que terminara y enarcando una de sus cejas me preguntó:

—¿Te apetece algo más? Puedo salir a cazar un jabalí si es preciso —dijo con tono jocoso.

—Hombres… —murmuré mientras me ponía en pie con cierto esfuerzo y salía disparada hacia mi cuarto. Sí, pensaba hibernar… al menos hasta la hora de la cena, que no tenía intención de perderme por nada del mundo.

La cama estaba escrupulosamente hecha. La doncella que se ocupaba de mi cuarto y de mi ropa era meticulosa. A veces me quedaba mirándola fascinada. La precisión con que las sábanas estaban estiradas de modo que introducirse entre ellas era un placer, las almohadas ahuecadas en las que hundirse y el aroma a hierbas que siempre las envolvían.

Me hacía pensar que hay gente capaz de encontrar en su interior el estímulo necesario para disfrutar hasta del trabajo más monótono. Y eso era desconocido para mí. Creo que se enorgullecía porque le gustaba mirar el cuarto arreglado desde la puerta antes de irse.

Cuando entré me recibió un olor a hojas de limonero. Aspiré con deleite, me encantaba ese olor y ella lo sabía. Destapé la cama y me metí dentro. Mi mal humor me estaba fastidiando el momento. Me tapé la cabeza con la almohada. Beo eructó sonoramente, parecía evidente que los machos de muchas especies comparten ciertos hábitos…

—¡Beo, eres un cerdo!

Me miró como lo hubiera hecho un hombre, como reprochándome que no entendiera algo tan natural. Volví a taparme con la almohada y a repetir mi mantra de ese mañana.

—¡Hombres!

De pronto oí abrirse la puerta de par en par. ¿Es que no podían dejarme en paz un rato?

—¡Arriba! —la enérgica voz provenía de los pies de la cama.

Aparté la almohada lo justo para dejar un ojo al descubierto y encontrarme con la mirada reprobatoria de Constanza.

—Por favor, por favor, necesito dormir —rogué.

Tiró de la manta hasta destaparme por completo.

—Arriba —esta vez la voz estaba más calmada, pero el tono imperativo me animó a sentarme en la cama.

—¿Qué quieres? —pregunté secamente. Estaba siendo grosera con ella y en el fondo eso me disgustaba, pero quería que se marchara y no lo conseguiría portándome con corrección.

Cruzó los brazos delante de su generoso pecho. Tenía el ceño fruncido. La oí farfullar algo en italiano que no entendí, respiró hondo para contenerse.

—¿Crees que soy tonta?

La miré de reojo. No pensaba contestar ni deponer mi actitud hasta que se largara, claro que ella tampoco pensaba cejar en su empeño.

—Ayer te vi llegar acompañada por el signore Waters. También vi cómo te daba un beso en la mejilla y cómo entrabas en casa con cara de pocos amigos.

Bostecé con intención de irritarla y mientras me desperezaba le pregunté:

—¿Ahora me espías?

Volvió a tomar una bocanada de aire, estaba acabando con su paciencia.

—Escúchame bien, mocosa consentida. Te he acogido en mi casa, te he tratado como lo haría con una hermana, he confiado en el criterio de Bernal y no te he cuestionado en ningún momento, pero esto… —Descruzó los brazos y me señaló con rigidez—. Esto no lo voy a consentir.

—¿El qué? Si es que puedo preguntarlo.

Rodeó la cama hasta colocar su cara frente a la mía. Me aparté instintivamente. Me había puesto tan impertinente que temí que me soltara un guantazo.

—Verte así por un hombre.

La miré sorprendida y solo alcancé a balbucear.

—Yo…

—Sí, tú…, tú. ¿Tan poco te valoras? ¿Crees que no he conocido a hombres como Waters antes? ¡Ja! —Apoyó las manos en las caderas—. ¡Son como las setas! ¡Hay miles! Y algunas variedades realmente venenosas, he de admitir.

—No lo entiendes.

—Lo entiendo perfectamente, bambina. —Se sentó al borde de la cama—. Casi todas las mujeres nos hemos ahogado alguna vez en un Waters.

Me miró con ternura antes de continuar, a mí empezaban a escocerme los ojos y no quería echarme a llorar delante de ella.

—Haz lo que tu corazón te pida, pero ten presente lo que mereces y no te conformes con menos. Si quieres vivir una aventura con él, ¡adelante, disfrútala!… Es escandalosa y obscenamente apuesto —dijo riéndose—. Pero no consientas que te cause ni un momento de amargura.

Sonreí, me sentía avergonzada por mi comportamiento. La cariñosa reprimenda de Constanza era lo que necesitaba para abandonar ese estado de flagelante ensoñación en que me empeñaba en regodearme y volver al mundo real. Sonreí para mí. Siempre y cuando este mundo fuera real.

—Y ahora vamos a buscar algo que hacer. ¿Qué tal si hacemos una expedición a la cocina y preparamos algo sabroso?

—A Flora no le gustará y odio cocinar.

—Lo sé —dijo levantándose y arreglándose el vestido—. Por eso justamente vas a concentrar esa energía en el trabajo. Presto!

Si el tiempo no existiera

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