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Capítulo 2

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BERNAL

Respiré profundamente intentando llenar mis pulmones con todo el aire posible que me devolviera a la realidad. Lo único que conseguí fue que me atacara una molesta tos, así que decidí hacerlo a pequeños bocaditos, de la misma manera que lo haría un pez.

—Más despacio, poco a poco. No tienes prisa —me recité a mí misma tratando de calmar mi agitación.

Solían agobiarme estos episodios repentinos y en mi afán por recuperarme cuanto antes lo único que conseguía era sumar la ansiedad al mareo.

Notaba aún el hormigueo en las manos, pero la visión empezaba a recuperarse. Estaba helada, pero no tenía frío, como si mi cuerpo se hubiera disociado de las terminaciones nerviosas y la información que llegaba a mi cerebro fuese tan confusa como yo misma me sentía. Estaba desorientada y la cabeza me daba vueltas.

Eché un vistazo a mi alrededor, por lo menos no había aparecido sorpresivamente alguien para verme en semejante estado. Supongo que su intención era ayudar, pero en esos momentos cualquier interacción con otros me dejaba exhausta.

—Nada más encantador que una lánguida damisela en apuros —me dije con ironía.

Solo que para mí esos episodios no tenían nada de encantador ni romántico y únicamente me servían para coleccionar cardenales.

Estaba tumbada, mejor así. Me concedería unos minutos antes de incorporarme, aunque la hierba todavía retenía la humedad del rocío de la mañana y ya estaba traspasando la tela de mi sudadera. Mi cabeza quería hacerse cargo de todo y daba órdenes a diestro y siniestro, pero comenzaba a frustrarse al ver que no obtenía resultados. Hice una revisión general, parecía estar en buen estado salvo porque me había lastimado ligeramente la espalda al caer. Traté de estirarme con cuidado para desentumecer los músculos. Estaba cerca de la playa, de eso no tenía duda, el intenso olor a algas era inconfundible. Hasta ahí todo correcto.

Me fui incorporando poco a poco hasta apoyarme en unas piedras. No quería girarme porque aún no tenía el equilibrio necesario, pero por alguna razón estaba segura de que algo había desaparecido detrás de mí y quería comprobarlo. Finalmente, me pudo la curiosidad, así que me puse de rodillas y fui dándome la vuelta hasta descubrir qué era lo que echaba en falta.

—¡Imposible!

Era materialmente imposible que el mastodonte de hormigón que era el Elogio se hubiera volatilizado. Sin embargo, no había ni rastro de él. En su lugar solo estaba la suave hierba que bajaba por el acantilado hasta llegar al mar, una pequeña ermita y a lo lejos una especie de atalaya. No recordaba que nada de eso estuviera allí hacía un instante. Tenía que tratarse de una especie de ilusión óptica.

Me sentía aturdida, pero algo me impulsó a levantarme y empezar a caminar. No servía de nada quedarme allí. Necesitaba saber, lo que fuera, algo que calmara mi sed de información. De modo que comencé a bajar la suave pendiente.

Notaba el viento de nordeste. Siempre despejaba el cielo e invariablemente te engañaba haciéndote creer que el calor del sol efectivamente calentaba. En cuanto dejara de soplar el cambiante tiempo asturiano haría acto de presencia y una fina llovizna empezaría a caer. Inocente, casi imperceptible hasta que te empapaba completamente.

Seguí bajando mientras me repetía que todo aquello tenía que tener alguna explicación sencilla y perfectamente racional. O al menos fui capaz de repetírmelo hasta que alcancé a ver el animado bullicio que había a los pies del cerro. El devenir de gente era constante y tenía toda la pinta de deberse a una de las ferias medievales que el Ayuntamiento gustaba de organizar con el fin de entretener a los turistas. Eran frecuentes, pero algo en esta la hacía parecer tan… real. Todo me resultaba familiar y, sin embargo, no podría asegurar que fuera exactamente como hacía tan solo unos minutos. Meneé la cabeza para intentar deshacerme de la incómoda sensación, mi imaginación tenía por costumbre campar a sus anchas y parecía que se lo estaba pasando en grande a mi costa. Una mujer vestida con un traje de un anodino color marrón y cargando unos cestos pasó con prisa a mi lado. La cogí por el brazo para detenerla antes de que se escapara corriendo hacia el puesto que a buen seguro tenía en la feria. Necesitaba preguntarle a alguien y tenía que hacerlo ya.

—¿Podría decirme qué está pasando?

La rabia inicial por mi interrupción se tornó en sorpresa, como si no pudiera creer que alguien no estuviera enterado.

—Los balleneros, parten hoy para la campaña.

La solté de inmediato, estaba en shock. ¿Balleneros? Aunque sabía que había sido un negocio próspero, hacía muchísimo tiempo que la caza de ballenas no se practicaba en Gijón. Sentí compasión por ellas, por aquellos hermosos e inteligentes animales que iban a perecer. Pero ¿qué estaba diciendo? Una partida de balleneros era algo ¡absolutamente imposible! Sin duda aquello debía de ser un sueño o más bien una maldita pesadilla causada por el desvanecimiento.

Una voz potente me sacó de mis pensamientos de golpe. Sin previo aviso. Sería así a partir de ese momento, solo que yo aún no lo sabía.

—¡Eh, muchacho!, yo que tú correría a buscar refugio. Se avecina una buena —la voz provenía de un hombretón de metro noventa con el cabello ondulado rezumando agua sobre la frente y unos penetrantes ojos verdes. Se lo retiró con una mano fuerte, grande pero hermosa. Su aspecto era rudo y curtido, pese a ello, sus movimientos eran elegantes—. ¡Maldito orbayu! Acaba calando hasta los mismísimos huesos. Este invierno va a ser duro —añadió mirando al cielo.

Se volvió de nuevo hacia mí, del mismo modo que quien encuentra a un pajarillo herido y es incapaz de dejarlo a su suerte.

—¿Es que no me has oído? ¡Muévete!

Y me agarró con fuerza tirando de la manga de mi maltrecha sudadera de la universidad. Yo le miré desconcertada, pero en medio de la rocambolesca escena me encontré a mí misma indignada porque me hubiera confundido con un ¡varón! Desde luego no estaba atravesando mi mejor momento, pero de ahí a parecer un hombre había un trecho.

Mi pelo, con el que llevaba experimentando un tiempo con bastante poco éxito, tenía un color cobrizo más claro en las puntas. Pese a mis esfuerzos por conseguir lo contrario insistía en rizarse. Lo llevaba justo por encima de los hombros. Pensándolo bien era una versión grunge del Príncipe de Beckelar, aquel gigante no andaba tan desencaminado.

«Mierda», pensé. «Ya es oficial, necesito dejar de ver tutoriales de peluquería en YouTube».

Un nuevo tirón me sacó de mi ensimismamiento.

—¡Por Dios que eres lento, rapaz!

—Y usted un pedazo de bruto de narices —me oí decir.

El hombretón se detuvo en seco y me miró como quien acaba de escuchar hablar a una piedra. A continuación, me soltó para poner los brazos en jarras y una estruendosa carcajada salió de su garganta y le hizo sacudir los poderosos hombros arriba y abajo.

Me agarró, entonces, zarandeándome con tanta fuerza que temí que me dejara maltrecha, como una baya madura y jugosa aplastada entre sus manos. Tenía el cuerpo cálido y, aunque su olor era una intensa mezcla de sudor y heno, exhalaba algo que me hizo sentir en calma. Sin darme cuenta, y sin ningún tipo de miramiento, metió la nariz entre las revueltas ondas de mi pelo. Definitivamente aquel hombre no había oído hablar de la sutileza en toda su vida.

—Hueles igual que una muchacha —manifestó—. ¿De dónde diantres has salido?

Y, soltándome, volvió a reanudar la marcha a grandes zancadas seguro de que le seguiría igual que un pollito sigue a la gallina.

No se equivocaba. Aunque había considerado la idea de escabullirme aprovechando el ajetreo de la plaza lo cierto era que hasta que pudiera pensar con claridad aquel espontáneo parecía ser mi mejor opción. Me recordaba a un oso grande y yo siempre había adorado a los osos. Además, los otros transeúntes habían comenzado a estudiarme con curiosidad y no tenía intención de permanecer allí por más tiempo.

—Me llamo Bernal. ¿Cuál es tu nombre? —gritó a sus espaldas sabiendo que yo seguía torpemente sus pasos.

—Gonzalo —balbucí recordando que era uno de mis nombres masculinos favoritos. Estuve a punto de contestar «¡Van Helsing!», pero me pareció un poco osado dado mi tamaño y mi aspecto en general. Por alguna razón decidí no sacarle de su error acerca de mi género. Quizás fuera más prudente, por el momento.

—Apura el paso, muchacho. Todavía estamos a tiempo de beber algo en la fonda antes de que se nos eche la noche encima. Estoy seco —dijo guiñándome un ojo.

O aquel individuo era la persona más sociable sobre la faz de la Tierra o yo estaba sufriendo una alucinación. Yo siempre había sido más bien cautelosa, pero por alguna incomprensible razón aquel tipo me caía bien, así que aceleré hasta colocarme a su lado.

Hechas oficialmente las presentaciones, Bernal me condujo hasta una tabernucha atestada de gente. Habíamos llegado a través de una maraña de callejuelas sumamente estrechas y sin pavimentar. No las reconocí, y eso que todos los adolescentes de Gijón habíamos recorrido Cimadevilla a conciencia antes de cumplir los veinte. Claro que no siempre lo habíamos hecho en las mejores condiciones. Solíamos acudir a un bar diminuto y alargado en el que nos apiñábamos como podíamos en torno a una barra igual de diminuta para tomar «golpes de tequila»: tequila servido en vasos de chupito cubiertos con medio limón a los que había que dar un golpe seco contra la barra para luego apurar de un trago el burbujeante contenido. Tras unos cuantos de esos el trazado urbanístico del barrio de pescadores se volvía todavía más intrincado. De cualquier modo, estaba segura de que aquella taberna no había estado nunca dentro de mi ruta nocturna.

Y daba gracias por ello, apestaba. Sin embargo, los parroquianos allí reunidos no parecían notarlo. Quizás tuvieran la pituitaria atrofiada o simplemente estuvieran acostumbrados. Engrifé la nariz. Dadas las circunstancias no iba a ponerme exquisita y pedir al grandullón que me llevara a otro sitio. Así que racioné el oxígeno que necesitaba consumir al mínimo mientras echaba un vistazo a la selecta congregación.

Unos reían, otros jugaban a los dados y a las cartas y en general todos hacían bastante ruido. Supongo que por eso me llamaron la atención los cuatro hombres que ocupaban una mesa al fondo, cerca de uno de los dos escuetos ventanucos por los que entraba la escasa luz en ese nublado día.

Tres tenían un aspecto desaliñado y comentaban algo en voz baja. Por alguna palabra suelta que fui capaz de captar hablaban en inglés. El cuarto no tenía nada que ver con sus compañeros de mesa. Como si se tratara de un extraterrestre que hubiera aterrizado en medio de la turba.

Al ver entrar a la extraña pareja que Bernal y yo formábamos levantaron la vista unos instantes para volver luego a enfrascarse en su conversación y su bebida.

Bernal siguió la dirección de mi mirada percatándose del discreto interés que habíamos despertado en la cercana mesa.

—Piratas. El conde no debería haber metido en esta disputa a esa escoria inglesa. —Chasqueó la lengua en un gesto de clara desaprobación.

En mi cara se dibujó un gesto de sorpresa. ¿Piratas? ¿Conde? ¿De qué hablaba? Esto superaba incluso a los balleneros. La opción alucinación estaba empezando a ganar puntos por momentos. No había otra explicación posible para que yo estuviera en medio de ese meollo y me comportara con tanta aparente naturalidad. ¿Desde cuándo me paseaba yo con especímenes desconocidos y de tal envergadura física y me codeaba con piratas en tabernas? Es más, ¿desde cuándo iba yo a tabernas de aquel tipo? Estaba confusa, así que preferí centrarme en observar mi entorno para ver si sacaba algo en claro. En concreto me concentré en los supuestos piratas. Estaba dispuesta a concederles el beneficio de la duda respecto a su condición delictiva.

Desde luego, el más alto de los cuatro no parecía un pirata al uso. O al menos lo que yo esperaba que fuera un pirata. Claro que mi información al respecto procedía de una fuente que no sabía si podía considerarse fiable: el cine. Mi imaginación repasó rápidamente los prototipos de piratas que tenía almacenados. Como mucho era una copia mejorada y actualizada de Burt Lancaster… Tenía que reconocer que muy mejorada.

Nada de pelo desgreñado, dientes renegridos, loro al hombro o parche en el ojo. Samuel Roland Waters, como más tarde supe que se llamaba, más se asemejaba a un aristócrata que un corsario.

Tenía el pelo ligeramente rizado, recogido en la nuca con una sencilla cinta de cuero, y era de un rubio oscuro, del color de una buena cerveza. Se apartó un mechón y dejó al descubierto unos ojos de un profundo azul oceánico. Imaginé que no resultaría complicado naufragar en ellos, dejarse engullir por las mareas que su mirada desencadenaba, sin atisbo de miedo ni conciencia alguna de peligro. Esos ojos debían de traspasarte el alma. Deduje que era una cualidad bastante útil poder desarmar a quien tienes frente a ti con tan solo una mirada.

En el centro de su mejilla izquierda un visible lunar le daba un aspecto pícaro al igual que la media sonrisa que, casi permanentemente, adornaba su rostro. Una barba incipiente cubría una mandíbula decidida y varonil rematada por un gracioso hoyuelo.

Procuré que Bernal no se percatara de mi interés por Samuel. Sentía muchísima curiosidad, habría que estar muy ciego para no haberlo notado, y Bernal no parecía ser de los que dejaban escapar detalles. Pero no deseaba dar explicaciones. Todo a su debido tiempo.

Agaché la cabeza para examinar con detenimiento el vino que una camarera regordeta y risueña me había colocado delante asegurándose de que yo viera con claridad sus pechos. Era bastante directa, la verdad, o yo estaba muy anticuada en cuanto a métodos de ligue se trataba.

Por el olor del brebaje supe que era vino especiado. Algo parecido a un tónico contra el cansancio. En mi ignorancia esperaba que le hubieran añadido canela, una de las pocas especias que yo toleraba. Di un trago corto y prudente. De inmediato un gesto de desagrado se dibujó en mi cara.

—¡Puaj! ¿Qué demonios lleva esto? —exclamé.

Bernal se rio, en el poco tiempo que llevaba con él ya me había percatado de que era un hombre de risa fácil.

—¿No te gusta?

—¡No! ¡Pica! —añadí con un mohín infantil.

—Es por el jengibre, Juana es bastante aficionada a añadir una dosis extra. Piensa que así logra enmascarar el sabor de este horrible vino que nos hace tragar —declaró elevando el tono de voz para que la mesonera se diera por aludida.

—¿No podría tomar un poco de agua? —pregunté inocente de mí.

Bernal parecía divertido y lanzó otra de sus contagiosas risotadas.

—¿Agua? ¿Acaso eres una rana?

Se dirigió a la mesonera con su portentosa voz.

—¡Juana! Un poco de sidra para mi joven amigo, tu vino le está poniendo colorado como un tomate maduro.

Se oyeron risas al fondo. Verdaderamente el picante estaba surtiendo efecto y tenía la cara ardiendo.

Juana, una mujerona entrada en carnes, se limpió las manos en un delantal con pinta de no haber visto el jabón desde hacía una buena temporada y me puso delante un vaso con otro líquido de dudosa procedencia. Lo miré con desagrado, pero me decidí a probarlo, no sin antes encomendarme a san Jorge, por si las moscas. Resultó ser una sidra fuerte y algo amarga, con un ligero tasto a la madera del barril en la que había madurado. Nada que una digna hija de Asturias no pudiera soportar e incluso… disfrutar. Sobre la higiene del vaso preferí ni manifestarme. Toda la taberna tenía el tufo característico de grasa requemada mezclado con demasiada gente, por no hablar del pegajoso suelo.

—¿Mejor? —preguntó Bernal, que había llenado de nuevo su vaso con el brebaje de vino.

Asentí sonriente. Él se inclinó sobre la mesa secándose la boca con la manga de la camisa.

—Bien, pues entonces ya es hora de que me expliques qué hacías en la plaza lívido como si acabaras de ver a un espectro.

Me removí en la silla y desvié la mirada hacia mi derecha de manera inconsciente. El grupo de piratas estaba ahora dando buena cuenta de unos platos de carne con un pan rústico que empezaba a estimular mi estómago. Samuel sujetaba una jarra de cerveza con unas manos fuertes de largos dedos. De pronto, ladeó la cabeza para mirarnos como si se hubiera sentido observado. Al encontrarme con sus ojos un escalofrío me sacudió como un rayo toda la espina dorsal.

Vestía una camisa negra y holgada, sin cuellos, que dejaba a la vista sus clavículas. Sobre ella un chaleco con remaches metálicos. Un fajín de cuero ceñía a su cintura unos pantalones bombachos metidos dentro de unas botas de cuero reluciente también negras. En el dedo meñique de la mano izquierda resplandecía un sencillo anillo de plata formado por tres aros entrelazados. Pese a mis esfuerzos por impedirlo hacía rato que no podía mirar otra cosa más que a él. Si yo hubiera sido la Bella Durmiente solo habría abierto un ojo si aquella suerte de espécimen perfecto me hubiera besado. Me exigió una buena dosis de voluntad concentrarme de nuevo en lo que Bernal me estaba diciendo. Mi mente ya rodaba un videoclip completo al ritmo de Sweet Child Of Mine con el pirata haciendo de coprotagonista.

—Ibas a contarme algo, ¿no es así? —me estaba preguntando Bernal con interés.

Vacilé por un instante, no tenía ni la más remota idea sobre la respuesta que iba a darle. Tenía claro que no quería hacer o decir nada que pudiera enemistarme con él. Había sido muy amable conmigo. Mientras pensaba, y en un intento de concentrarme, fijé la vista en un punto que resultó ser la espada que Bernal portaba al cinto. Se dio cuenta y sonrió paciente. Iba a concederme tiempo.

—Veo que te has fijado en mi hermosa Iona, ¿te gusta? —dijo posando su mano sobre el pomo con orgullo.

La desenvainó y la colocó sobre la mesa para que pudiera apreciar los detalles de la hoja y la empuñadura. Yo no había visto una espada de cerca en toda mi vida, pero esta era, sin duda, impresionante.

—Es una Claymore. La forjó para mí un herrero escocés.

Alargué la mano para tocar la hoja, tenía una inscripción.

—¡Cuidado! —me alertó haciendo que diera un respingo y retirara la mano—. Está bien afilada.

—¿Qué pone ahí? —pregunté señalando la inscripción sobre el acero.

—El lema de mi casa, los Villa: Una buena muerte honra toda una vida —suspiró emocionado—. Así ha de ser.

Sobre la frase, que se extendía a lo largo de la hoja, habían grabado la imagen de un águila de sable con el pecho atravesado por una saeta.

—¿Sueles ponerles nombre a todas tus armas? —pregunté sin levantar la vista del águila.

Me dedicó una sonrisa pícara.

—No, solo a ella. Una espada es como una buena amante. Debe conocer tus secretos y tú los suyos, y debe ser una prolongación de tu propio cuerpo. Unirse hasta ser uno para así alcanzar la gloria.

Le miré con escepticismo, lo que pareció no afectarle en lo más mínimo. No andaba falto de imaginación.

—Iona significa nacida del tejo —me explicó, se veía que el tema era de su agrado—. Los antiguos guerreros astures siempre llevaban encima un veneno hecho a base de extracto de tejo para suicidarse en caso de ser derrotados y evitar, así, ser hechos esclavos.

—Resulta un poco lúgubre…

—Ahhhh, mi querido muchacho. La vida es a veces lúgubre y la muerte es luz en ocasiones. Para un astur no hay peor muerte que la falta de libertad. Somos un pueblo de guerreros. Luchamos contra los elementos de esta tierra hermosa y agreste, luchamos contra aquellos que pretenden dominarnos. Contra lo que intenta domarnos, somos caballos salvajes. Y a los caballos salvajes les gusta correr notando el viento en su cara —afirmó.

Envainó la espada con mimo. Mucho tiempo más tarde recordaría sus palabras al conocer a otros jinetes libres como el viento, mas, como he dicho antes, todo a su debido tiempo.

—Pero basta ya de historias. Es tarde y tendrás hambre. Quizás cuando tu estómago esté bien lleno me contarás la tuya.

Lo decidiría luego. Ahora mismo solo podía pensar en calmar mis tripas que llevaban un rato rugiendo sin pudor.

No es que el pan fuese una maravilla, de hecho, tenía un poco de moho que aparté discretamente para no ofender a Bernal, quien se estaba tomando muchas molestias y además iba a pagar porque yo no llevaba un euro encima. Las monedas debían de habérseme caído del bolsillo cuando aterricé de bruces sobre la hierba del cerro. De todos modos, junto con el queso fuerte y curado me supo a gloria y reconfortó mi espíritu. Pronto comencé a sentir la placidez que acompaña a tener la tripa satisfecha y me recosté en la silla.

Bernal casi no había probado bocado pese a que un corpachón como el suyo debía de precisar una buena ración para saciarse. ¿Sería uno de esos aficionados al deporte que solo comen pollo y claras de huevo? Esos músculos parecían los de una escultura.

Me miraba mientras comía, cauto y con una mirada inteligente. Al ver que me relajaba sonrió.

—¿Y bien?

Tenía que contarle algo, lo que fuera. Sobre el mostrador de la taberna vi unas conchas. Alguien negociaba con Juana la venta de aquellos moluscos. Ella regateaba con habilidad. Y de pronto, se me ocurrió. Quizás fuera una idea descabellada, pero era la única que había surgido en mi mente así que tendría que apañarme con ella.

—La ruta Jacobea —solté.

Bernal compuso un gesto de desconcierto.

—¿Qué quiere decir eso?

—Íbamos camino de Santiago. —Tenía que ganar tiempo para seguir armando mi mentira, así que soltaba poco a poco lo que se me iba ocurriendo.

La exhibición de la espada por parte de Bernal y el escenario en que me encontraba me sugerían que o bien mi sueño/alucinación transcurría unos cuantos siglos atrás o estaba en medio de una especie de juego de rol medieval muy bien organizado, así que mi historia debía ir en consonancia. Es más, sería divertido estar a la altura.

La idea del juego de rol me tranquilizó. Podía explicar aquel embrollo en el que estaba inmersa y que todo el mundo pareciera tan metido en su papel. La gente solía tomarse muy en serio su participación. Se había puesto de moda que empresas especializadas reprodujeran series de éxito en rutas itinerantes de ciudad en ciudad. El despliegue solía ser espectacular, una mini producción cinematográfica, y la participación masiva. Recordaba que Javi, un compañero de trabajo, se había apuntado a uno de esos juegos hacía unos meses. Era un friki de The Walking Dead y había reservado plaza con meses de antelación. Cuando me enseñó las fotos tuve que admitir lo bien montando que estaba, ¡hasta había un helicóptero con actores disfrazados de soldados patrullando el recinto por el que los zombis perseguían a la resistencia! No recordaba que hubiera una serie medieval de éxito emitiéndose en esos momentos, pero tampoco es que yo estuviera muy al tanto de las novedades y había infinitas plataformas e infinitas series, imposible conocerlas todas. Además, seguramente se trataría de algo llegado de Estados Unidos. Sí, seguro que Estados Unidos tenía la culpa de este lío.

—¿Quiénes? —me preguntó.

Ya casi me había despistado entre tanto zombi y tanto marine suelto con la testosterona por las nubes, pero retomé mi historia:

—Los monjes, somos peregrinos —afirmé con seriedad.

Frunció el entrecejo. Yo no sabía si aquello era bueno o malo.

—Continúa…

—Viajaba con unos monjes en peregrinación para visitar las reliquias del apóstol Santiago. Pensábamos llegar hasta Campus Stellae, ya sabes, el lugar donde se descubrió el sepulcro en un bosque cerca de Iria Flavia. —Había estado buscando información sobre el camino una lluviosa tarde de sábado de hacía unos meses. Decían que quienes hacían el camino volvían cambiados y yo andaba falta de un cambio en mi vida. Poco podía imaginar que el cambio iba a llegar sin necesidad de dar un paso.

Bernal asintió. Debía de conocer que la ruta Jacobea antigua atravesaba Asturias continuando el camino de Santiago francés. La llamaban la ruta primitiva por ser la primera que fue utilizada por el propio rey Alfonso II, el Casto, cuando hasta sus oídos llegó la noticia del hallazgo del cuerpo del Apóstol. Tal era la importancia de la ruta que resultaba parada obligada la ciudad de Oviedo con su Catedral de San Salvador erigida en el siglo XIII. La Cámara Santa de la Catedral albergaba numerosas reliquias, aún hoy en día se conserva un lienzo de lino con manchas de sangre y quemaduras de velas que se venera como el sudario que cubría la cabeza de Jesús de Nazaret y que se menciona en el Evangelio de Juan. Se hizo famoso el dicho: «Quien va a Santiago y no al Salvador, visita al criado y deja al Señor».

—Decidieron parar aquí para reponer fuerzas. Uno de los monjes había pasado algunos años en el convento benedictino de San Juan Bautista. —En mi mente se dibujó la imagen de la pequeña iglesia. Hay que ver las cosas que se recuerdan de pronto cuando hacen falta.

Yo solía pasar los veranos en la casa de mi abuela en el pueblo y los restos de los capiteles del antiguo pórtico de la iglesia me tenían fascinada. Aquellas figuras desgastadas por el paso de siglos y que yo jugaba a intentar descifrar. Había hojas, un animal mordiendo a una figura humana que me valió no pocas pesadillas, alguna representación demoníaca y las típicas escenas de caza. Pero lo que a mí realmente me impresionaba era el león. Aquel magnífico león con su pata derecha levantada desplegando todo su poder.

La voz de Bernal interrumpió mis fantasías:

—Ese lugar se encuentra fuera de las murallas.

Un pequeño desliz, tenía que ser más prudente o dar datos más generales para resultar creíble. Por la puntualización de Bernal el juego debía de estar ambientado en un momento temporal en que Gijón se limitaba a la península de Cimadevilla circundada por la muralla romana, así que el resto serían praderías y pequeños y dispersos poblados.

—Sí, eso es. Quise acercarme a la villa, mi familia procede de aquí y sentía curiosidad por volver a visitar los lugares de mi infancia. Me escabullí mientras dormían. Fue fácil, fray Norberto tiene el sueño profundo y si los demás se enteraron de que me iba les dio igual. —Tomé aire antes de proseguir—: Tuve que caminar bastante hasta llegar aquí. Cuando pensaba en regresar la marea comenzó a subir y me quedé atrapado, sin poder cruzar.

—¿Me estás diciendo que lograste pasar el cerco, cruzar la muralla y llegar al centro de la villa tú solo?

—Eso parece…

Se quedó pensativo supongo que valorando si creerme o no.

—Está bien, muchacho. Puede que nadie haya reparado en ti. Son momentos de confusión y estarán más distraídos o… —Hizo una pausa remarcando la última letra y apretó la mandíbula—: puede que me estés mintiendo.

Me estremecí, resultaba muy convincente en su papel. Dejó pasar unos segundos que se me hicieron eternos y, sin previo aviso, me palmeó la espalda en señal de confianza.

—Aunque si lo haces tendrás tus motivos. —No debí de parecerle peligrosa y, sin duda, estaba acostumbrado a juzgar a las personas—. Esta noche dormirás en los establos, con los mozos, y mañana te ayudaré a volver al convento.

—¡No! —No quería irme a ninguna parte antes de ser capaz de asimilar dónde estaba o lo que estaba ocurriendo. Hasta ahora todo eran hipótesis, pero lo cierto es que no tenía ni idea de qué trataba todo aquello.

Me miró sorprendido por mi reacción.

—¿No?

—No puedo volver al convento, seguramente ya hayan partido.

—¿Dejándote atrás? ¡Valientes peregrinos cristianos!

—Es que… —balbucí— no deseo volver con los monjes, no estoy hecho para la vida monástica y esta es mi oportunidad de empezar una nueva.

Enarcó una ceja.

—Sea pues —dijo poniendo su poderosa mano sobre mi hombro izquierdo. Pesaba como el hierro—. Un hombre debe poder elegir su destino.

Solté todo el aire contenido en un prolongado suspiro, ahora mismo el cansancio me abrumaba y la cabeza había vuelto a dolerme. Ya me daba igual pasar la noche en un establo o donde narices fuera, pero tenía que dormir un rato para poder tener la mente despejada.

Si el tiempo no existiera

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