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Capítulo 1

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VÓRTEX

Tengo el presentimiento de que ya no estamos en Kansas.

El mago de Oz, 1939

Me siento frente al fuego, arrebujada en un chal de tacto dulce que él me regaló. Hace frío, casi tanto como aquel mes de octubre. Tengo muchos recuerdos, algunos vienen y van a su antojo. Otros se quedan acurrucados en un rincón a la espera de asaltarme.

En ocasiones pienso que solo ha sido un largo sueño, pero luego siento su mano sobre la mía y pienso que no lo fue, lo es.

Me llamo Blanca Campoamor. Nací en Gijón, un día de lluvia de abril con olor a sal. He visto muchos cielos, tan distintos y, sin embargo, tan iguales. He conocido muchas almas. Lo que os voy a contar es mi historia. A vosotros mismos dejo la elección de creerla o no.

Yo me perdí cuando ya había entrado el otoño y llegaban las manzanas.

Dicen que para encontrarse lo mejor es perderse. Perderse o escaparse, diría yo. Escaparse de lo preestablecido, de lo previsible, de todo aquello que damos por hecho.

Y cuando estás en ese punto incierto, con esa inquietud, notando el sudor en todos los poros de tu piel. Cuando te sientes sola y aislada, cuando las voces que te rodean suenan lejos, pero no resuenan en ti. Cuando buscas desesperada manos a las que agarrarte. Cuando te encoges para hacerte invisible… y lo consigues. Cuando dudas de todo… Es entonces cuando no tienes más remedio que escucharte.

Yo me perdí cuando ya había entrado el otoño y llegaban las manzanas.

Hacía tanto tiempo que no me sucedía que me pilló por completo por sorpresa. De hecho, no fui consciente de que se trataba de eso hasta que hubo transcurrido algún tiempo del suceso.

Unos días antes había tenido un amago que achaqué a que me había levantado con demasiado brío del taburete de aquel bar de moda en el que mi amiga Alice y yo acabábamos de tomarnos un par de copas de Moscato helado enfundadas en sendas faldas de tubo, tan a la moda aquella temporada. Era un milagro que hubiéramos logrado trepar al taburete con semejante atuendo.

Por si no lo sabéis, el Moscato es un vino delicioso y traicionero, el equivalente en vino a los pretendientes que te encuentras a partir de las tres de la mañana de un sábado por la noche.

Su sabor dulce, el ligero cosquilleo de sus burbujas y ese choque helado contra el paladar hacen que te lo bebas sin ser consciente de sus efectos. Así que cuando noté el leve mareo, la visión borrosa y el zumbido en los oídos de inmediato pensé que el culpable era nuestro frizzante amigo.

—¿Te encuentras bien?

Alice me cogió por el codo al ver que me tambaleaba y estaba ligeramente pálida. Era bastante guapa, con unos ojos grandes y expresivos, la piel bronceada y una sonrisa traviesa. De esas mujeres que llaman la atención en cuanto ponen un pie en cualquier lugar.

—Perfectamente, creo que será mejor que no ataquemos una tercera copa —le contesté.

—Ja, ja, ja, no me digas que estás borracha por dos copas de vino. ¡Deberías salir más a menudo!

—¡Desde luego! Soy una floja.

Sin embargo, aquella mañana en mi sangre no había una sola gota de alcohol. Solo zumo de naranja. Al principio pensé que debía de haber desayunado poco, eso sumado a mi escasa tolerancia al esfuerzo físico resultaba un cóctel peligroso.

Aunque esa mañana de domingo era fresca el sol anunciaba que iba a darnos una de las últimas alegrías del otoño, por eso Alice había insistido en que diéramos un paseo vigorizante, así era como ella los llamaba. Yo era menos benevolente y los denominaba simplemente tortura matutina.

Conocía muy bien la teoría, el ejercicio oxigena cuerpo y mente y además te hace segregar endorfinas. Pero la práctica siempre se me resistía y necesitaba bastante motivación para moverme del sofá. Esa motivación solía presentarse en forma de WhatsApp de Alice y de un modo tan insistente que era imposible no calzarse las zapatillas y salir. Aunque solo fuera para evitar que recalentara mi teléfono con sus mensajes.

Dado mi casi nulo interés por el deporte, mi equipo básico lo componían unas zapatillas multiusos, un pantalón roñoso y la sudadera de una universidad italiana que alguien me había traído a modo recuerdo de su Erasmus. Solamente se leían la mitad de las letras después de años de lavados así que Firenze había pasado a ser Fire. Universitá Fire. El nuevo logo incitaba al cachondeo porque era algo así como la representación gráfica de aquel clásico de Radio Futura que yo canturreaba en la ducha: Escuela de calor. No obstante, me gustaba y era cómoda. Suficiente para no deshacerme de ella.

Me había entretenido rebuscando una camiseta en el fondo del cesto de ropa para planchar, que ya tenía una altura aproximada a una réplica de la pirámide de Gizeh, y se me había hecho tarde. Sabía lo poco que le gustaba esperar a Alice, aunque desde que había abierto una cuenta en Instagram sus momentos de espera la exasperaban menos.

Bajé las escaleras corriendo, para ir calentando músculo me dije, y salí disparada hacia el parque del Cerro de Santa Catalina. Habíamos quedado en vernos en la zona alta de la ciudad: Cimadevilla. Justo al lado de la gigantesca escultura de Chillida llamada Elogio del horizonte. Plantado erguido y orgulloso allí donde la ciudad había nacido parecía mofarse de la insignificancia del hombre. Incluso podía sentirse el flujo turbulento de energía que se concentraba en aquel lugar expuesto a mares y tempestades.

Mi amiga creía que antes de empezar con el ejercicio propiamente dicho era muy recomendable despejar la mente y aquel punto elevado con el mar Cantábrico rugiendo a tus pies era el lugar perfecto para lograrlo. Después de todo, la propia estructura de la escultura hacía que resonara como si se tratara de una gigantesca caracola añadiendo más magia, si es que eso era posible, al sobrecogedor escenario.

Apuré el paso, no quería tener que escuchar sus reproches en modo madre.

Empezaba a hacer bastante calor y yo era una mujer del norte, el calor no me sentaba del todo bien. Sin embargo, no quise bajar el ritmo, aunque el camino era empinado y yo ya resoplaba cual bulldog inglés. Para mi alivio pronto divisé la escultura. Milagrosamente no había nadie por los alrededores.

«Perfecto», pensé. «Así podré sentarme un rato a la sombra y recuperar el resuello».

En ese momento, todo se desencadenó. Al principio, me estremecí, como si una corriente de aire inesperada me hubiera envuelto girando en torno a mí y me hubiera sacudido todos los músculos. Miré hacia el cielo, las nubes se desdibujaban. Noté las palpitaciones, el pitido en los oídos y finalmente el sudor frío recorriéndome. Hacía mucho que no me sucedía, pero ya era un hecho.

Todo empezaba y acababa en el mismo instante. Como si los múltiples universos paralelos se alinearan por un instante de luz. Como si las pequeñas pausas entre los actos cotidianos de nuestra vida se rellenaran de sueños. Y estando así, alineados, era posible cruzarlos.

No obstante, ocurría sin que yo fuera consciente del motivo que lo desencadenaba y sin embargo… Sin embargo, todo sucedía precisamente por mí y para mí. Entonces, sin más, me desmayé.

Si el tiempo no existiera

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