Читать книгу Si el tiempo no existiera - Rebeka Lo - Страница 12
Capítulo 6
ОглавлениеPRESENTACIÓN EN LA CORTE
—¡Qué contrariedad! ¡Justo antes de que monsieur Dumont haya podido hacerte un guardarropa como Dios manda! ¿Con qué se supone que vamos a presentarte?
Constanza iba de un lado a otro de la amplia habitación que hacía las veces de vestidor abriendo y cerrando baúles sin encontrar respuesta a su propia pregunta.
Yo observaba el ajetreo con mis propias preocupaciones en mente. ¿Cómo iba a comportarme? ¿Qué respondería ante las preguntas? El miedo me paralizaba. Una cosa era estar viviendo en 1394 arropada por Bernal y Constanza y otra muy distinta compartir mesa con la sublevada corte del conde Alfonso Enríquez.
—Mis vestidos son piú… —Hizo un gesto para ilustrar que ni de lejos lograría yo rellenar el hueco de sus curvas a lo Sophia Loren.
Por fin se detuvo y, mientras doblaba con cuidado el vestido que tenía en las manos y lo depositaba sobre la cama, me sonrió.
—Ánimo, piccola, estaremos a tu lado en todo momento. —De pronto, algo captó su atención y salió disparada hacia un baúl más pequeño que el resto y decorado con hojas de roble talladas sobre la tapa con gran detalle. Extrajo de él un vestido sencillo, pero de un color muy particular, un azul verdoso muy similar a la aguamarina sin pulir que remataba mi torques. Se le iluminó la cara—. Ecco di cosa abbiamo bisogno. Estarás preciosa.
No fue tarea fácil convertirme en una dama presentable. Mi pelo, que siempre sabía cuál era el mejor momento para rebelarse, iba por libre. A duras penas consiguieron dominarlo. Lo recogieron en un moño bajo y lo adornaron con flores silvestres. No creyeron necesario usar colorete, mis mejillas se autoabastecían. Hizo falta algún retoque en el vestido, pero cuando terminaron pude confirmar la predicción de Constanza, nunca me había visto tan guapa. Bernal asomó por la puerta y lanzó un prolongado silbido de aprobación.
—Deslumbrante, tendremos que apartar a los pretendientes a manotazos.
Yo intenté esbozar una sonrisa, pero me salió una mueca torcida. Bernal despidió a las doncellas y me cogió por los hombros con tanto cuidado como si fuera a romperme.
—¿Estás asustada?
¡Pues claro que lo estaba! Literalmente muerta de miedo. El desconcierto inicial por mi llamémosle aterrizaje forzoso había dejado paso a un nuevo estado. Hasta ese momento la adrenalina me había impedido pararme a pensar, pero ahora que había descansado y comido bien empezaba a ser verdaderamente consciente de mi situación. Al ver que no le contestaba, insistió:
—¿De mí?
—¡No! —exclamé.
¿Cómo se le habría ocurrido pensar semejante cosa? ¿Qué hubiera hecho yo sin su providencial aparición? Era cierto que no le conocía en absoluto, pero mi intuición me impulsaba a creer que permaneciendo a su lado estaría a salvo.
—Bien —dijo Bernal, que no había vuelto a tocarme desde que descubriera que era una mujer. Y como si hubiera sido capaz de leerme la mente añadió—: Porque debes saber que estás a salvo conmigo. Y ahora marchémonos, no quiero que lleguemos tarde. Ya vamos a despertar suficiente expectación.
El palacio estaba estructurado alrededor de un patio rectangular con doce majestuosas columnas de piedra cuyos capiteles se hallaban rematados por zapatas de madera con roleos tallados que sostenían el corredor del piso superior. El portón que daba entrada al palacio tenía dos pequeñas torres circulares, una a cada lado del mismo, con el escudo de armas del conde: la figura de dos fieros leones rampantes enfrentados y un castillo entre ambos. Había otra impresionante torre almenada de cuatro alturas anexa al edificio principal. La sólida puerta de entrada, que daba acceso al patio hermosamente decorado, formaba un arco de medio punto que lucía el escudo sobre la clave. Todo me resultaba abrumador.
Atravesamos el patio con paso decidido y ya en ese momento despertamos las primeras miradas curiosas y murmullos. Bernal caminaba poderoso en su uniforme de capitán al lado de una Constanza bella y voluptuosa. Yo los seguía intentando controlar los nervios.
El mayordomo esperaba a los invitados y daba instrucciones al servicio para acompañarlos hasta la sala principal donde ya esperaba un nutrido grupo de personas, todos ataviados para la ocasión. Se escuchaba música de laudes y flautas. Bernal se inclinó para ir relatándome quién era cada cual. Las damas de la condesa y su secretario personal, un tal Gaspar Valdés que se daba buenas ínfulas porque estaba emparentado con el poderoso linaje de los Valdés, quienes habían sido dueños y señores del castillo de Curiel en Peñaferruz antes de asentar su casa en Trubia. De hecho, solía lucir con orgullo una pequeña placa rectangular de bronce a modo de broche de cinturón que era lo único que sus poderosos parientes le habían permitido conservar de su herencia. Apenas pude distinguir al caudillo Lope Cortés. El capitán se detuvo para clavar la vista en la última figura: Arripay. Silabeó su nombre.
—Ha tenido la desfachatez de acudir.
Yo miré con curiosidad hacia el hombre que había cambiado el humor de mi protector.
—¿Quién es?
—El capitán Harry Paye, el corsario… Ahora mismo vuelvo. —Se alejó en dirección al lugar donde se encontraba Lope Cortés, que le recibió con una afectuosa palmada en la espalda.
Arripay, como le llamaban transcribiendo fonéticamente al español su nombre, era bastante más joven de lo que yo había supuesto. Musculoso y enérgico, llevaba el cabello rojizo corto. Aunque estaba vestido al gusto de la época podía ver algún tatuaje asomando en su cuello y en sus manos, que a buen seguro tendrían continuación en sus brazos y sobre su amplio pecho. Los ojos eran pequeños y vivos, como los de un ave rapaz, y la tez quemada por el sol. Hablaba animadamente, debía de estar contando algo gracioso porque los que estaban a su alrededor reían. No parecía un hombre peligroso, pero ya se sabe, las apariencias a menudo nos engañan.
Justo detrás alcancé a ver un remolino de rizos rubios que sobresalían unos centímetros por encima de la cabeza de Arripay. No hizo falta que nadie me dijera quién era el dueño de ese impresionante pelo. Una punzada en el costado me dio la respuesta, Sam Waters también había sido convocado a la reunión y ya se había percatado de nuestra presencia. Se disculpó ante la dama con la que estaba coqueteando abiertamente y ella transformó su inicial mohín de fastidio en una mirada asesina al ver que los pasos del oficial se dirigían hacia el lugar donde Constanza y yo nos encontrábamos. Para terminar de complicarlo todo, mi anfitriona divisó a alguien entre el grupo de damas de la condesa.
—¡Oh! Es Adela —dijo para sí—. Discúlpame un momento, cara, tengo que discutir un asunto con ella.
—Pero… —empecé a decir. No tuve tiempo de añadir nada más, el huracán italiano se alejaba a toda prisa hacia una mujer de gesto agrio, como si todo a su alrededor oliera mal.
—Estás hecho de otra pasta, muchacho. Lo supe desde el momento en que viniste a verme con tu padre para negociar la deuda de tu hermano —estaba diciendo Arripay.
La última incursión a Galicia había sido un éxito, en parte gracias a la habilidad del primer oficial del Mary, y el capitán Paye estaba contento. Apuró el contenido de su copa del excelente vino que la condesa había elegido para la ocasión y la alzó para que un criado se la rellenara de nuevo. Luego observó a su primer oficial de arriba abajo con gesto crítico.
—No, no parecías un Waters. —Hizo una pausa—. Y sigues sin parecerlo, he de añadir.
—A mi madre no le gustaría escuchar eso, capitán —dijo Sam agachando la cabeza con su acostumbrada media sonrisa.
—Ja, ja, ja. ¡Muy cierto! —respondió palmeándole sonoramente la espalda—. Me gustas, chico. —Dirigió la mirada hacia las damas de la condesa Isabel—. Y parece que no soy el único…
Sam levantó la vista y las damas estallaron en un revuelo de cuchicheos. Solía ocurrirle. Hizo una mueca. Le dolía el brazo. Aquel gigantón con el que había tenido que pelear tenía unos puños que parecían de hierro y le había machacado el hombro. No creía tener nada roto, pero el hematoma se extendía a lo largo de la extremidad. Además de los nudillos despellejados tenía la mano un poco hinchada. Una de las damas se acercó y todo comenzó a fluir del modo acostumbrado. Le resultaba sencillo. En el fondo tenía un don.
Al verlos entrar todo lo demás pasó a un segundo plano. Ni siquiera era capaz de oír lo que la dama que tenía a su lado, y que insistía en aferrarse a su brazo herido, le estaba diciendo. Constanza Valeri era toda una belleza. El pelo largo y ensortijado. La boca generosa de labios gruesos. La nariz recta y los ojos rasgados, de gata. Pocas mujeres en la villa podían competir con ella. Le constaba que además era inteligente y culta y una mujer con un carácter difícil de doblegar que no toleraba imposiciones de nadie. La miró con detenimiento. No le hubiera importado compartir su lecho, pero ni se le habría ocurrido rivalizar con el capitán Villa.
Sabía lo que sus hombres contaban de él. Que miraba de frente a la muerte. Que nunca dudaba en luchar codo con codo junto a sus soldados. Que era compasivo y justo. Pero también un arma letal con una brillante mente de estratega. Le respetaba y, además, el conde Enríquez le tenía en gran estima y no conviene enemistarse con quien te paga.
Justo detrás estaba su sobrina Blanca, no tenía claro si le gustaba o no. Atesoraba un atractivo más bien discreto. No es que fuera fea. De hecho, era bastante bonita. Sí, bonita era un término más sutil que encajaba mejor con ella. No poseía una de esas bellezas deslumbrantes o tan apabullantes que cortaban el aliento como las mujeres con las que solía tratar. Su magia no residía tanto en lo que se veía como en lo que se sentía teniéndola cerca. No guardaba relación con ver, sino con sentir. Era algo difícil de explicar. Difícil de definir. Y lo más maravilloso de todo era que ella no parecía darse cuenta del efecto que producía. Muchas veces las cosas que no podemos explicar, pero que son capaces de emocionarnos, son las mejores.
Vio que tanto Bernal como Constanza se dirigían a saludar a algunos de los invitados y él no era de los que se quedan con la duda. Era el momento ideal para acercarse a ella y comprobar si la magia surtía de nuevo efecto o se había desvanecido como la bruma. Se deshizo de la dama y se dirigió hacia donde Blanca estaba intentando pasar lo más desapercibida posible.
Waters no varió su trayectoria al ver que me quedaba sola, plantada como una seta al lado de un búcaro de flores y sin parar de retorcerme las manos por los nervios.
—Una flor entre las flores. —Parecía divertido. Yo, en cambio, enrojecía por momentos. Al ver que no respondía continuó hablando—: Dos veces en un día, sin duda, soy un hombre afortunado, mademoiselle…
No recordaba mi nombre o quería hacerme ver que no había causado en él un impacto tan profundo como para recordarlo. En ese caso, ¿por qué narices no me dejaba tranquila? El vestido, que yo misma había admirado ceñirse a mis curvas, empezaba a agobiarme. Era un final de octubre cálido, de esos que se presentan de cuando en cuando en Asturias, y la manga larga me picaba. Él insistió. No voy a negar que era arrebatadoramente sexy, pero su presencia estaba empezando a fastidiarme bastante.
—¿Os ha comido la lengua el gato? —Su tono era ahora jocoso.
—En el hipotético caso de que hubiera un gato por estos lares dudo mucho que considerara siquiera el esfuerzo de trepar, forzarme a abrir la boca y comerse mi lengua habiendo tantos manjares al alcance de su mano, es decir, pata… señor. —Lo solté con una firmeza que me resultó desconocida a mí misma—. Y, por cierto, mi apellido es Villa —agregué envalentonada—. Soy la sobrina del capitán Bernal Villa, para vuestra información.
¡Ja! A ver qué contestas a eso, guapito de cara. Y entonces, hizo lo peor que podría haber hecho: se rio, y ¡Dios!… Su risa estremecía el alma.
—Muy ingeniosa. —Puso tono de confidencia—. La verdad es que vaticinaba una noche soporífera, pero ahora veo un futuro mucho más prometedor.
—Ah, ¿sí? —contesté buscando desesperada a Constanza. Puede que el rol de chulita me hubiera servido de ayuda, pero no podría mantenerlo durante mucho más tiempo. Por dentro estaba temblando como una hoja.
Me examinó con cuidado posando sus ojos en cada detalle, sin prisa, dejando que sus ojos fueran sus manos. Reparó en mi torques.
—Una aguamarina —observó—. ¿Sabéis que es un talismán contra las tempestades?
Negué con la cabeza tocando instintivamente la piedra.
—Su energía es como la de las mareas, se retira y luego emerge con fuerza. —Tenía una voz magnética y profunda—. ¿Os incomodo? —añadió con una sonrisa maliciosa dibujándose en la comisura de sus labios. Estaba segura de que sabía que estaba tensa, pero no parecía tener la más mínima intención de irse a pesar de que varias damas habían pasado a su lado fingiendo descuido y enviando mensajes que no admitían equívoco.
Desconocía por completo las normas protocolarias de la época, ¿no se suponía que habría un cortejo al pie de una torre laúd en mano que le permitiera a una tomar el control de la situación? Si es que esto podía considerarse un cortejo. Empezaba a temerme lo peor, cuando no sabía cómo salir de un aprieto siempre me ponía especialmente desagradable. Como recurso era pobre, pero bastante efectivo, y no podía seguir soportando los ojos de Samuel sobre mí. Ni un minuto más.
—¿No tienes otra cosa más interesante en la que invertir tu tiempo, Samuel? Te llamas así, ¿no? —Le estaba hablando como si tuviera un gin-tonic en la mano un sábado de madrugada y el DJ hubiera pinchado a Scorpions.
—Vos me resultáis interesante —dijo acercando su boca a mi oído hasta que su cálido aliento se me coló dentro. Seguro que era una de sus técnicas estrella y… funcionaba. Antes de que sucumbiera mi ángel de la guarda apareció y me cogió por el codo.
—Blanca, hemos de sentarnos ya. —Bernal inclinó la cabeza hacia Samuel a modo de saludo.
—Un placer…, Blanca —pronunció mi nombre como si el aire de su voz fuera capaz de alcanzar mi boca. Un estremecimiento recorrió mi piel.
Me dejé conducir por Bernal con un huracán de sensaciones golpeando mi cabeza. Sam olía a sal, a mar, durante el resto de la noche fui incapaz de oler otra cosa.
Constanza nos esperaba sentada en una de las largas mesas que estaban dispuestas paralelas entre sí. Estaban ricamente adornadas con flores y tantas velas que prácticamente parecía que habían instalado electricidad. Sobre una tarima se ubicaba la mesa que iban a compartir los condes con sus invitados más ilustres: los emisarios del rey Enrique, Lope Cortés y Bernal. Sirvieron un vino fresco y delicioso. Y como mi tío nos había adelantado, la condesa Isabel llenó las mesas con deliciosas y humeantes viandas. El comercio de la sal que los condes dominaban seguía rentando buenos beneficios y la condesa quería que los mensajeros le contaran al rey lo que habían visto, que en Gixón no solo no se pasaba hambre, sino que la ciudad sitiada estaba mejor provista que la misma mesa real.
Constanza también estaba cumpliendo a la perfección con su parte. Se encargó de difundir la historia que habían ideado para mí y que se extendió con rapidez entre los comensales aburridos como estaban de asedios, treguas y más asedios. La condesa nos observaba desde su privilegiada posición, pero no pidió que nos acercáramos. Sentí su mirada escrutándome en más de una ocasión. A la derecha del conde se sentaba un joven de aspecto noble y cuidadas maneras, lo bastante atractivo como para acaparar la atención de las damas de las mesas cercanas. Nuestras miradas se habían encontrado en un par de ocasiones y él había mantenido la vista fija en mí sin el menor pudor. Sentía curiosidad de modo que le pregunté discretamente a la italiana.
—¿Quién es el joven que se sienta al lado del conde?
Constanza estiró su largo cuello para poder ver a quién me refería.
—Es Don Pero Niño, hermano de leche del rey y hombre de su máxima confianza. La propuesta de tregua es seria, de otro modo no le hubiera enviado precisamente a él.
—¿Hombre? —me reí—. ¡Si es solo un crío!
—No te confundas, Blanca, no hace tanto que ese crío lograba abrir una brecha en la puerta del palenque. Cruzó el foso y arremetió contra la Torre de Villaviciosa herido y con la lanza hecha pedazos, como una auténtica fiera. Cuando regresó al campamento real los vítores de sus hombres podían oírse desde aquí. Él mismo se presentó voluntario para cruzar la cordillera cantábrica y sofocar la sublevación. No es un niño, es un guerrero de los que solo nacen cada mucho tiempo. De los que alimentan leyendas y cantares por generaciones. Le recordarán cuando sus huesos sean polvo.
De la derecha de Constanza surgió la cabeza de un caballero que había escuchado nuestra conversación. Parecía ansioso por aportar su granito de arena al historial de Pero.
—Es muy sagaz y hábil —apuntó—. Cuentan que cuando tenía solo doce años le atinó al trote a un olmo centenario ¡hasta doce dardos! Y sin fallar un solo tiro. Desde entonces no ha hecho más que mejorar. Se ha hecho famoso por sus victorias en justas y torneos.
Volví a mirarle, esta vez con un deje de admiración. Levantó la copa en mi dirección y sonrió. No era como la sonrisa de Samuel, la de Pero se asemejaba más a un cazador avistando a su presa.
—Ten cuidado —me advirtió Constanza—. No nos conviene que llames tanto la atención de un castellano.
Seguí su consejo y bajé la vista para concentrarme en el plato.
En otra de las mesas Harry Paye y su oficial hablaban, bebían y tomaban buena nota de todo. Podían parecer despreocupados, pero nada más lejos de la realidad. Sabían de todo el poder y la tensión concentrada en aquella sala. Ahora mismo prestaban sus servicios al conde, pero eran mercenarios y su espada podía venderse a otra causa si les resultaba más conveniente. Eran hombres de negocios y se les había brindado una oportunidad de oro para conocer mejor el terreno que estaban pisando. Supuse que no la desperdiciarían.
El largo día comenzaba a pasarme factura y estaba deseando meterme en la cama con Beo roncando suavemente a mi lado. Bernal se acercó por fin hasta nosotras.
—Se hace tarde y mañana será un día importante. Los condes han ordenado que nos retiremos.
Suspiré aliviada, aquellos zapatos me estaban matando. En cuanto puse el pie en mi habitación me desvestí rápidamente y me metí en la cama. Mi perro lobo subió de un salto y se acurrucó a mis pies, su respiración me fue calmando, pero el recuerdo del aliento de Sam en mi cuello seguía quemándome. Le había visto salir en compañía de una joven de larga cabellera castaña y cuerpo de junco, flexible y hermoso. No quise pensar en dónde habrían acabado, pero tenía la impresión de que esa noche habría más camas con sábanas revueltas aparte de la mía.
Mientras trataba de conciliar el sueño me acordé de Alice. Estaba claro que necesitaba una amiga, Constanza era encantadora, pero a quien necesitaba a mi lado en esos momentos era a Alice. Para ser una australiana de pura cepa, Alice era tremendamente pequeña. No sabía cómo tanta mala leche y picardía podían caber en tan poco espacio. Tenía el pelo rubio, formando unas ondas surferas tan perfectas que parecía recién salida de un anuncio de Aussie.
¡Oh, sí! Hubiera sido brutal tenerla cerca para comentar las mejores jugadas del partido. Echaba de menos sus predicciones, casi siempre acertadas, cuando le echaba el ojo a un tío. Tenía su propio sistema de clasificación que iba perfeccionando con el tiempo y la experiencia.
Estaba el Polvo de una noche, el Magreo decepcionante, el Machito necesitado de una lección, el Quiere una madre y no una novia, el Solo apto para amor platónico y la lista seguía y seguía hasta alcanzar la categoría reina: «Amor of my life». Casi una utopía porque ninguna de las dos había conocido a ningún individuo merecedor de ocupar ese puesto. Bueno, quizás sí, pero ya estaba pillado.
¿En qué categoría colocaría Alice a Samuel? No era una amateur. Se tomaba muy en serio el estudio del sujeto en cuestión y el análisis de alguien como el primer oficial Waters hubiera requerido más de una cena reflexionando frente a una pizza y un montón de botellines de cerveza.
Había desarrollado su sistema tras un par de sonados fracasos amorosos que superamos llorando las dos a moco tendido en la primera fase (mi empatía con el lloro ajeno era digna de estudio) y cagándonos en todo en la fase dos. Para terminar, analizando la situación con frialdad y concluyendo que estaba mejor así. Una vez alcanzado ese territorio seguro pudo dedicarse a la elaboración de su tesis sobre los tíos.
Me mordí los labios y cambié de postura procurando no despertar a Beo. Siempre me lanzaba una mirada de reproche cuando le hacía moverse y por no molestarle le dejaba ocupar casi toda la cama a sus anchas.
¿Y Bernal? Me recreé un momento recordando los músculos del capitán, el pelo ensortijado cayendo con descuido sobre sus ojos verdes y los rasgos marcadamente masculinos. Y luego estaba esa risa contagiosa y ese aspecto de ser el tipo de tío capaz de cruzar el Amazonas en plan Michael Douglas en Tras el corazón verde o hacerte una tarta de frambuesas con la misma facilidad.
Sí, encajaba a la perfección. Era el prototipo de Top Ten, el número uno de los Cuarenta Principales. Sin duda, Alice le hubiera concedido el título de genuino «Amor of my life». Y como no podía ser de otra manera cumplía el requisito de estar pillado. Punto y partido para Constanza.
A la mañana siguiente me desperté más tarde de lo habitual y con dolor de cabeza, el vino del banquete se estaba cobrando sus réditos. Beo trepó desde los pies de la cama y me lamió la cara. Me tapé con la almohada, pero era insistente y acabé cediendo mientras engrifaba la nariz, su aliento no olía precisamente a menta fresca. Logré zafarme, no sin esfuerzo, tenía mucha fuerza y quería jugar. Constanza irrumpió en la habitación y Beo bajó inmediatamente de la cama, sabía quién mandaba en aquella casa. Estaba ansiosa por comentar la noche anterior.
—¡Pensaba que no te despertarías nunca! ¡Anoche causaste sensación! La villa entera quiere saber más de ti y ya tenemos algunas invitaciones para visitar casas nobles, pero no debemos precipitarnos, es mejor mantener el misterio. Ah…, y ha llegado esto para ti —dijo como si no tuviera importancia, pero se moría de ganas por conocer el contenido.
Me entregó un paquetito envuelto en un papel vasto y atado con una simple cuerda. No pensaba irse para dejarme abrirlo en privado, así que ni lo intenté. Después de todo estaba en su casa.
El paquete contenía un libro muy pequeño, parecía un libro de oraciones, pero este tenía unas coloristas ilustraciones. Había una página señalada, la abrí. No comprendía el texto, la caligrafía era antigua, así como el castellano empleado en la redacción, pero pude distinguir una palabra al lado de un dibujo de una piedra azul: Aquamarine. De inmediato supe quién me había enviado el libro. Constanza me miraba con curiosidad esperando que le diera alguna pista, volví a dejarlo dentro del papel despacio, acariciando la portada grabada y sintiéndome estúpidamente feliz. Mi anfitriona sonrió y me apretó la mano.
—Solo se sonríe así por amor, Blanca. —Para qué negarlo si su veneno ya estaba navegando por mi sangre con libertad—. Vístete o llegaremos tarde al oficio y Dios sabe que el padre Julián no me lo perdonaría.
Pese a que había recibido una educación cristiana en colegios religiosos no era practicante y mis conocimientos se limitaban al Padre Nuestro y la primera frase del Credo, así que me las arreglé como pude para seguir la misa en latín moviendo los labios como si en realidad conociera las oraciones y ahogando unos cuantos bostezos que se empecinaban en manifestarse. La misa resultó ser larga y aburrida, al parecer, más larga de lo normal. Por un lado, porque se pedía por la protección de los barcos balleneros que habían zarpado el lunes y que pasarían al menos tres meses mar adentro. Gixón era un puerto y el resultado de la expedición influía en los bolsillos de muchos de los presentes vinculados de un modo u otro al poderoso Gremio de mareantes. Por otro lado, era el día de Todos los Santos y en el sermón se honró a los difuntos.
Cuando salimos, Bernal nos informó de que la partida se había pospuesto un día, en lugar de hacerla coincidir con el primer domingo de noviembre del año del Señor de 1394. Me vino a la cabeza el refranero popular: «En martes, ni te cases ni te embarques». ¿Sería extensible a la firma de treguas y pactos o solo a los contratos matrimoniales y marítimos? De cualquier modo, el retraso suponía una noche más de los castellanos en el palacio del conde. El rey Enrique tenía prisa por volver a su corte antes de que las nieves cubrieran las montañas asturianas, pero también quería asegurarse de que su díscolo tío respetara las condiciones de la tregua, así que exigió que le entregara como rehén a uno de sus hijos, también llamado Enrique. Los emisarios tenían órdenes de escoltar a la comitiva del conde hasta el campamento real para así mantenerlos vigilados en todo momento.
Aquí y allá se formaban corrillos comentando la inminente tregua que les daría un respiro y les permitiría volver a una vida medianamente normal.
La mañana era fresca y me arrebujé en la capa que me había prestado Constanza. Ella y el capitán se habían detenido a saludar al párroco que parecía reprenderles por algo, estaba contrariado. Se tomaba su oficio muy a pecho. «No llegará a viejo», pensé, pero algo en sus ojos me dijo que debía mantenerme alejada de él. Los fanáticos siempre son peligrosos y aquel hombre seco y enjuto tenía aspecto de serlo… Y mucho.
Mi intención era subir al Cerro de Santa Catalina mientras estaban ocupados, se hallaba bastante cerca de la iglesia. Me ponía nerviosa la perspectiva de volver al lugar donde todo aquel embrollo había empezado, pero tarde o temprano tendría que hacerlo y ver qué ocurría. Alguien abortó mis planes.
—Creo que no hemos sido presentados.
No me había percatado de su presencia, así que casi se me sale el corazón por la boca del susto. Era sigiloso como un gato. Quien me hablaba era el mismísimo Pero Niño. Me intranquilizó su cercanía. Alto y delgado, aunque fibroso, vestía una chaquetilla de impecable factura y el escudo morado del rey de Castilla sobre el pecho.
—Soy Pero Niño, caballero de Castilla y vuestro devoto admirador, señora. —Se inclinó con galanura y a pesar de ello yo hubiera deseado salir corriendo, pero permanecí inmóvil.
—Me llamo Blanca Villa, señor, soy la sobrina del capitán Bernal Villa, con quien compartisteis mesa anoche —contesté intentando aparentar una calma que en absoluto sentía.
Pareció complacido.
—Ah, sí, el capitán. Un hombre muy agudo.
—Sí y precisamente está esperándome —dije en un intento de escapar.
—¿Tenéis que iros? —Se acercó un poco más, demasiado para mi gusto—. Pensaba que podríais concederme un rato más en vuestra compañía.
Compuse mi mejor gesto de recato.
—No sé si las damas castellanas se pasean con caballeros a solas, pero aquí en Asturias gustamos de que las cosas discurran con más lentitud.
Me tomó por el brazo y lo presionó, era fuerte, estaba acostumbrado a portar pesadas espadas, así que mi brazo le parecería una ramita en comparación.
—Castellana o asturiana, es indiferente. Algunas mujeres dejan claro cuándo desean ser cortejadas. —Hizo una pausa—. A otras, en cambio, es necesario convencerlas de las ventajas.
—Soltadme —dije entre dientes.
Pero no lo hizo, era evidente que se lo estaba pasando bien.
—¿O qué? —me retó.
—O gritaré y recordad que estáis en terreno enemigo, señor.
—No tengo por costumbre forzar a una dama, señora. En realidad, no lo necesito. Llegará el día en que vos misma suplicaréis mi cercanía… y no tardaréis mucho. —Sonó a amenaza, y de las que se cumplen.
Era presuntuoso, aunque sobre sus espaldas reposaran responsabilidades de adulto, en el fondo seguía teniendo la vehemencia y el descaro de un joven de su edad. Eso solo se cura con los años. De cualquier modo, no quería tentar a mi suerte. Pero parecía imprevisible y estaba convencida de que la espera provocada por el sitio le había hecho acumular tanta energía que por algún lado iba a explotar como una tetera hirviendo, mejor no estar cerca cuando eso ocurriera, así que me alejé lo más rápidamente que pude en dirección a la iglesia.