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Capítulo 8

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ENCUENTRO CON UNA REINA

Catalina de Lancaster, primera princesa de Asturias, no tenía mucho que ver con el enfermizo aspecto de su marido.

La endeble salud de Enrique se hacía evidente en su irritable carácter y su aspecto macilento. La enfermedad le había dejado marcas en la cara. Todo ello le había valido el sobrenombre de «el doliente». Pero más allá de sus limitaciones el rey seguía siendo el rey y tenía arrestos suficientes para no permitir que las arrogantes pretensiones de su tío llegaran a buen término. O para intentarlo, al menos.

Catalina, en cambio, era alta, robusta, con el cabello de un hermoso castaño rojizo y toda la lozanía de los veintiún años. No quise imaginarme cómo podía haberse sentido cuando la casaron con Enrique a los quince años. Un mocoso de nueve años como marido y a la sazón nieto del asesino de su propio abuelo. Una solución «limpia y fácil» para dar legitimidad a la línea de sucesión Trastámara y zanjar una vieja disputa familiar. La madre de Catalina y su esposo, el duque de Lancaster, renunciaban con esa boda a sus pretensiones sobre el trono de Castilla no sin antes sellar el destino de su hija: Enrique no podría acceder al trono si no era con Catalina a su lado. Este acuerdo conseguía, además, asegurar la paz entre Castilla e Inglaterra donde Catalina había sido educada como una auténtica princesa en el castillo ducal de Melbourne siendo instruida en latín, español y escritura. Sí, había estado hojeando los libros de Constanza. Me había empapado de todo lo que había podido acerca de las personas de las que estaba rodeada. Y el culebrón Trastámara había llenado muchas páginas.

Su dama me condujo hasta el interior de una tienda grande y decorada con riqueza. La luz del fuego que caldeaba la estancia iluminó a la reina resaltando el color de su pelo, visible a través de la delicada tela de su toca. Me incliné con respeto.

—Pasad, no tengáis miedo. ¿Ha resultado muy intimidatorio vuestro encuentro con Don Pero? A veces, le fallan los modales —hablaba un castellano con ligero acento inglés.

Se giró lentamente y unos ojos profundamente azules se posaron sobre el torques de mi cuello. Era hermosa y parecía analizarlo todo.

—Una bella pieza, sin duda. —Se acercó para examinarlo con más detenimiento—. Parece el torques de un antiguo guerrero del astur. Creo que se asentaban precisamente aquí, en la antigua Noega.

Mientras tanto yo ponía toda mi voluntad en hacer una reverencia lo más lograda posible. Nunca había sido particularmente buena en cuestiones protocolarias, así que recé para que me permitiera levantarme antes de aterrizar de bruces contra el suelo.

—Así es, mi señora. Lleva generaciones en mi familia —respondí con la vista fija en mi sencilla saya manchada por el viaje y francamente sorprendida por los conocimientos de la reina.

La gens de los cilúrnigos, o caldereros, que habían forjado el torques, había sido un pueblo guerrero astur que llegó a adquirir fama cuando el imperio romano reclutó a sus jinetes de élite para servir en uno de los fuertes que defendían la muralla de Adriano. Formaban el Ala I Hispanorum Asturum. Quizás hasta sirvieron al lado del famoso rey Arturo, quien, según algunos estudiosos de la leyenda artúrica, fue un militar romano de nombre Lucio Artorio Casto.

Mi torques era realmente antiguo. Había pasado de mano en mano de mi familia a través de los años y con él se había transmitido oralmente la historia que hablaba de su primera dueña: la esposa de un guerrero de la gens perteneciente al clan de los luggones. Astuta, inteligente, había logrado salvar a su aldea, la antigua Noega, de un ataque rival, lo que le valió que le fuera concedido el honor de portarlo. Igual que si se hubiera tratado de un hombre.

—¿Os interesa la historia, Majestad? —pregunté.

—Desde luego, sobre todo la de aquellos que me deben obediencia.

Lo dejó caer como si fuera tan natural como respirar, sin ninguna segunda intención aparente. Hizo un gesto con la mano para que me alzara. Al hacerlo mis ojos se encontraron con los suyos. Se puso pálida, temí haber cometido una incorrección al mirarla directamente.

—Solo había visto una vez unos ojos como los tuyos y eso fue hace mucho tiempo.

—¿Puedo preguntaros los de quién, Majestad?

—Los de una de mis ayas españolas, doña Inés.

Di un respingo, ¿estaba Catalina sugiriendo que había conocido a mi abuela? ¿A la anterior saltadora de la línea? ¿O era una mera coincidencia? Inés no era un nombre infrecuente y tampoco es que mi familia tuviera la exclusiva de los ojos verdes, pero había concretado que eran como los míos, no de un verde cualquiera, y eso sí que resultaba chocante.

—Guardo un grato recuerdo de ella. Me instruyó bien en la lengua castellana… Era mucho más tierna y permisiva que lady Mohun. —Sonrió al recordarla antes de recuperar su porte regio y correcto—. Te preguntarás por qué he ordenado que te trajeran ante mí.

—No he pensado nada, Majestad.

Ignoró mi comentario.

—Dicen que eres una… loba blanca. —Me miró en busca de una reacción, yo ni parpadeé—. Siempre me ha parecido fascinante lo que la imaginación popular puede llegar a creer. A mí me pareces bastante humana.

—Son solo leyendas, Majestad —dije con suavidad.

—Las leyendas pueden ser un arma peligrosa si su semilla prende en mentes fértiles. —Ahora su mirada era altiva—. Los hombres murmuran y no osan mirarte directamente. Será beneficioso para ellos ver que la fe es más fuerte que la superstición y que su reina es inmune a los supuestos efectos que produce un encuentro contigo.

¡De modo que se trataba de eso! Isabel había alimentado la creencia de que era una especie de ser mitológico. Había jugado con el miedo a lo desconocido de los soldados castellanos al llevarme al campamento. Mi presencia en la comitiva parecía querer enviar un mensaje, que los sublevados contaban no solo con la fuerza de un ejército si no también con otras fuerzas de origen sobrenatural. Y la habían creído, una inteligente jugada.

Asturias tenía una rica tradición mitológica, compartida con otros pueblos celtas. En un entorno agreste y a menudo aislado del resto de España por la compleja orografía los antiguos astures rendían culto a divinidades que mucho tenían que ver con la naturaleza. Vivían en armonía con ella, pero también reconocían y respetaban su poder. Un poder que se extendía sobre la vida y sobre la muerte. Muchas de esas tradiciones perduraron gracias a la transmisión oral de padres a hijos y de hecho habían logrado sobrevivir hasta mi propia época, a veces incluso integradas en la religión católica que les dio una mano de pintura y las adoptó para facilitar la transición de un credo a otro.

La reina también sabía jugar sus cartas y había utilizado a Pero para amedrentarme y a ella misma para dar ejemplo. Eso es lo que se le supone a una reina. Dio por concluido nuestro encuentro asegurándose de que fuera bien visible que salía de su tienda y confiando a su séquito la labor de propagar su triunfo sobre la loba blanca. Estaba indemne, por lo tanto, yo no podía ser la tal loba. Solo una mujer de piel blanca, nada inusual por estas latitudes por otra parte.

Me dirigí hacia la tienda en la que estábamos alojadas aún aturdida por mi encuentro con Pero y el comentario de la reina acerca de su aya española. En cuanto crucé el umbral, Constanza se lanzó hacia mí.

—¿Se puede saber qué has estado haciendo?

—Nada, salí a pasear.

—¿En un campamento lleno de soldados enemigos? Sin duda debiste de golpearte la cabeza en ese cerro en que te encontró Bernal. —Parecía preocupada, no había pensado en que en el fondo el capitán me había dejado a su cargo.

—Perdóname, Constanza, he sido muy poco considerada.

—Lo has sido, y también imprudente. Si te hubiera pasado algo, yo…

La abracé con fuerza mientras me disculpaba de nuevo. No pensaba contarle nada acerca del incidente ni a ella ni a Bernal. Tenía que dejar de pensar solo en mí misma y empezar a tener en cuenta que nuestros actos tienen consecuencias sobre otros. Supongo que a eso se le llama madurar y mi aterrizaje en aquel siglo estaba consiguiendo que madurara a marchas forzadas.

Pasamos la noche en el campamento. Durmiendo a ratos y más bien con un ojo abierto y otro cerrado. Por la mañana se firmó el acuerdo y pusimos de nuevo rumbo hacia Gixón en cuanto nos lo permitió la marea. En un principio, yo había encontrado ridículo trasladar una comitiva de ese tamaño para salvar una distancia tan corta, pero en el juego de la estrategia aparentar era un arma y la condesa la manejaba hábilmente. No en vano, había tenido que sobrevivir en la corte de Enrique II durante cuatro largos años esperando a que el díscolo Alfonso accediera a casarse con ella. Y eso cuando solo contaba ocho años. No debía de haberle sido fácil. El primogénito del rey de Castilla era ambicioso y no estaba de acuerdo con ese matrimonio. Albergaba miras más altas que el compromiso con la bastarda del rey de Portugal. Le traían sin cuidado las alianzas de su padre. Tenía un objetivo y no iba a dejar que nada se interpusiera en su camino.

Si el tiempo no existiera

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